LA ACADEMIA DE LAS MUSAS

LA ACADEMIA DE LAS MUSAS

por - Críticas
21 Abr, 2017 05:12 | Sin comentarios
Lúcida crítica sobre el último film de José Luis Guerín. Jaime (Ahmad) Natche pone atención a ciertas cuestiones que el film sugiere y desarrolla algunas lecturas infrecuentes

LA POSIBILIDAD DE LA DUDA

Jaime Natche

La posibilidad

Un modo apropiado de empezar a hablar de La academia de las musas (2015), séptima película larga de José Luis Guerin —presentada mundialmente en el Festival de Cine de Locarno de 2015 y estrenada en cines españoles en enero de 2016—, puede ser retrocediendo hasta su filme Guest (2010); no solo por ser su largometraje estrenado en salas comerciales inmediatamente anterior, sino porque las dos obras comparten, en esencia, un mismo dispositivo de producción. En ambas, es el director prácticamente en solitario quien se enfrenta a una realidad más o menos ajena al entorno cotidiano con una videocámara y organiza su captura (con la eventual participación de algún ayudante para la toma de la imagen y el sonido). Esto lo advierte el espectador en el carácter de grabación doméstica de sus imágenes —reforzado por la calidad de diario personal que sugieren las fechas al inicio de cada secuencia— o al llegar a los escasos títulos de crédito finales, sin apenas comparecencia de un equipo técnico. Desde su concepción artesanal, los dos filmes reivindican el ejercicio amateur del cine en oposición a la mecánica industrial que prevalece en las rutinas del oficio. Liberado de la tiranía de un guión que obedecer, un gran presupuesto que rentabilizar o un equipo de rodaje convencional al que dirigir; usando la pequeña cámara preferentemente sin trípode —en mano— para adaptarse a la emergencia de aquello que discurre frente a ella; y limitado por el azar del que huye todo rodaje industrial —pero, al mismo tiempo, convirtiéndolo en su aliado—, el cineasta se sitúa ante el objeto de su interés para registrar las imágenes y sonidos con los que construir la película. Guerin tiende en este caso a la proximidad física para poder ver y escuchar mejor (por imperativo técnico debe estrechar su campo de acción, dada la parquedad de los medios que emplea). Acercándose al objeto retratado, persigue la respuesta mejor definida de una realidad conducida por la incertidumbre.

En este punto es oportuno mencionar los tres filmes de menor duración que Guerin realiza entre uno y otro largometraje, pues son emanaciones de este método de trabajo en soledad con su videocámara que ya iniciara con Unas fotos en la ciudad de Sylvia (2007), una suerte de esbozo silente para su película En la ciudad de Sylvia (2007) —última obra del cineasta hasta la fecha rodada en soporte fotoquímico; en adelante todas serán grabadas en vídeo aunque Guest se proyectara con copia fílmica—. Son soliloquios, como él mismo los denomina[1], generados por encargo de diferentes instituciones para formar parte de trabajos colectivos —Recuerdos de una mañana (2011)— o de exposiciones en museos o centros de arte —Dos cartas a Ana (2011) y Correspondencia Jonas Mekas – J.L. Guerin (2011)—. Si Recuerdos de una mañana indagaba sobre la proyección de lo público en lo privado, Dos cartas a Ana lo hacía sobre la incidencia del mito de los orígenes en la actualidad, y Correspondencia Jonas Mekas – J.L. Guerin, sobre la del cine en el propio cine. Pero los tres títulos, cada cual a su manera, eran meditaciones en torno a la huella de los muertos en el presente que vive en las imágenes del cineasta.

Los muertos también habitan con su acostumbrada discreción los largometrajes de los que hablamos; pero el camino que conduce desde el poco visto Guest a La academia de las musas tiene que ver, sobre todo, con el paso de la primacía de la situación encontrada a la de la situación prevista. Aunque las dos películas participen en mayor o menor medida de azar y de control, hay un salto decisivo en La academia de la musas determinado por la construcción de la ficción; no en oposición al documental, como convencionalmente se entiende, sino asumiendo que, estando presente la aspiración documental en ambas, en la segunda el desarrollo de la noción de personaje moviliza diferentes estrategias y desencadena resultados distintos.

¿En qué consiste este movimiento hacia la ficción? En dos gestos simultáneos por parte del cineasta: su abandono del espacio de la escena y un arraigo de este. En Guest, el protagonista era el propio realizador con su cámara —de viaje en festivales de cine de todo el mundo adonde era invitado a presentar su película anterior: En la ciudad de Sylvia—, y el relato se construía en la distancia entre su condición de extranjero —ausente del encuadre— y lo que encontraba durante su periplo. En La academia de las musas, el cineasta sale de la acción para ceder el protagonismo a los personajes que pueblan sus planos. Ahora es en la distancia entre las personas que muestra la cámara donde se pacta el universo narrativo —entre los rostros, para ser más precisos, pues esta es una película de rostros—. Este desplazamiento en el protagonismo es acompañado por una afirmación del espacio de la escena. El marco en el que sucede La academia de las musas ya no es la deriva sin rumbo donde se dirimía Guest, sino que se restringe deliberadamente a unas pocas localizaciones de su propia ciudad, Barcelona, donde se permite acompañar en el tiempo a sus personajes, sin que ello impida una puntual escapada mediterránea a la búsqueda de lo desconocido.

Sabemos que la ficción radica en la creación de una posibilidad. Funciona de modo similar al enamoramiento: una persona hasta entonces indiferente se convierte de súbito en alguien a quien diferencia una posibilidad, el vislumbre de una expectativa. Como el objeto del amor, la ficción aparece cuando un hecho o una persona pasa a tener interés menos por lo que es que por lo que puede llegar a ser; cuando se caracteriza por la potencialidad que alberga gracias a las decisiones de quien concibe un relato. En el cine, la imagen deja de tener valor en tanto testimonio documental —en tanto marca del tiempo que el cineasta registra desde una posición más o menos ajena a su devenir— para convertirse en una posibilidad, en una garantía de continuidad. De hecho, podemos sostener que no hay ficción sin garantía de continuidad, hasta el punto de que toda pintura o toda fotografía —por muy elaborada que sea— es un puro documento que excluye la ficción, pues su presente detenido no permite expresar un después. En Pierrot el loco (Pierrot le fou, Jean-Luc Godard, 1965), Marianne (Anna Karina) declara su estupor ante el hecho de que una persona fotografiada sea alguien de quien no sabremos nunca nada más, como de cada uno de los ciento quince guerrilleros muertos del Vietcong mencionados de pasada en las noticias de la radio que escucha en el coche junto a Ferdinand (Jean-Paul Belmondo): en qué pensaba ese individuo en el preciso instante de ser congelado en una imagen —o muerto—, si amaba a una mujer y tenía hijos o si prefería el cine al teatro. En este sentido, el filme de Raúl Ruiz La hipótesis del cuadro robado (L’Hypothèse du tableau volé, 1979) demostraba que las imágenes fijas (pintadas, en este caso) solo pueden acoger un relato como algo externo a ellas.

Es muy probable que el personaje X sea una estudiante de literatura italiana de la Universidad de Barcelona en la vida real; pero la ficción empezará a alimentar lo documental si este hecho importa menos que su condición de posibilidad, que las capacidades que se le adhieren al personaje interesadamente para desarrollarlas y darle relieve imaginario en la composición del relato: que dicho personaje exponga la teoría de que la Arcadia se encuentra en un lugar del Mediterráneo donde los pastores cantan imitando los sonidos de la naturaleza; que decida viajar allí; que invente una sociedad secreta para adiestrar musas.

La duda

La academia de las musas —que en un rótulo inicial se presenta a sí misma como la filmación de una experiencia pedagógica— comienza en un aula universitaria donde se imparte una clase de literatura sobre la obra de Dante y su concepción del amor. El debate entre profesor y alumnos adquiere la forma de una discusión asamblearia análoga a la de la escena que abre Zabriskie Point (Michelangelo Antonioni, 1970). La cámara de Guerin comienza documentando la dinámica de la clase con la distancia de un observador externo, en tomas funcionales que dan cuenta del despliegue verbal de uno y otro lado de la sala. Poco a poco establece una relación más cercana, más intima, con las personas que participan en la escena mediante encuadres cerrados —de planos generales o de conjunto a primeros planos— que captan mejor sus miradas, sus acciones y reacciones. Predominan las mujeres, y, como ocurre en Shirin (Abbas Kiarostami, 2008) —donde un público mayoritariamente femenino asiste a la proyección de un filme inspirado en un relato de la antigüedad que no llegamos a ver, solo a escuchar—, las espectadoras se van revelando como las auténticas protagonistas.

La acción pasa posteriormente a desarrollarse en otros espacios como el patio de la universidad, un coche o un café, donde los personajes intercambian confidencias amorosas y disertaciones literarias que a veces se confunden mutuamente. La expresión de la vivencia íntima y del pensamiento dentro de una colectividad —la comunicación en su descarnada inmanencia— es parte de la urdimbre del filme y se muestra en sus diferentes estadios, de las manifestaciones más primitivas a las más sofisticadas: desde la identificación de los sonidos de la naturaleza practicada en un bosque de Cerdeña y el canto anterior a la palabra de los pastores, hasta la conversación cifrada digitalmente de dos enamorados en un chat de internet. En plena era de la comunicación y la hiperconexión, Guerin se plantea indagar sobre el sentido de lo que implica comunicar —poner en común— en una película hablada en cuatro idiomas distintos (castellano, catalán, italiano y sardo). Se utiliza para ello un instrumento —el cine— que, además de ser explotado como espectáculo o entretenimiento, puede plasmar cosas indecibles por otros medios, como el primer plano de un rostro en movimiento. Y, como ya señalara uno de los más tempranos teóricos de arte cinematográfico allá por finales de los años veinte del siglo pasado, el húngaro Bela Balázs, el primer plano es una de las tres propiedades —junto al encuadre y el montaje— que definía al nuevo invento y lo autorizaba como medio de comunicación y arte.

Si hemos dicho antes que esta era una película de rostros es porque su acción se ancla casi por completo en ellos, avanzando a partir de las sinuosidades que describen las caras de los personajes mientras interactúan entre sí. Se advierte un uso casi antropológico de la cámara, una intención de reafirmar la presencia del hombre en el mundo, como cuando el objetivo se fija sostenidamente en el pastor recitando el primer soneto que compuso de adolescente. Pero también comprobamos que, en otros momentos, se cuestiona el grado de verdad o adecuación de las imágenes, delatando sus limitaciones: ¿qué puede añadir un primer plano del rostro a aquello que la persona ya dice? ¿Un primer plano debe interpretarse más como una pregunta o como una respuesta? ¿Lo que un primer plano deja fuera del encuadre importa menos que aquello que permanece dentro? ¿Qué proporción de autenticidad o pertinencia dramática debemos atribuir al plano de Mireia cuando llora mientras teclea en un ordenador?

Por lo general, el cine es logocéntrico. Las películas, que en la mayoría de los casos nacen con forma de guión escrito, se conciben para hacer confiar más en el diálogo o en el pensamiento concretado por la palabra que en la imagen, que debería apoyar al verbo. Y, sin embargo, la presencia de alguien que habla parece más sólida porque precede a lo dicho, porque la palabra proviene de un rostro y no al contrario. En el mundo antiguo, el rostro y lo que a través de él podía saberse del hombre era interpretado conforme a un designio fijado por la madre naturaleza: a la cara de expresión bovina se le atribuían, según una ley universal, las características mansas de dicha especie. Ese procedimiento fisiognómico basado en el zoomorfismo cambia a partir de que Descartes describe la naturaleza fisiológica de las emociones en Las pasiones del alma (1649). Es entonces cuando Charles Le Brun, pintor de cámara del rey Luis XIV de Francia, aplica y formaliza esa teoría en su pintura del rostro, de manera que «los signos físicos que informan sobre el alma ya no obedecen a una ley cósmica (y mágica) a la que están sometidos todos los seres de la Creación, sino que son consecuencia de las leyes físicas internas del animal humano. Los signos dejan de obedecer a una ley universal y se abrigan en la intimidad de nuestros cuerpos»[2]. Concebida como una estrategia de poder político que el absolutista Rey Sol impulsa para extender las razones del dominante mediante el dominio de la razón, la operación estética implica un cambio sustancial en el modo de interpretar lo que vemos: a la tradición mítica se impone la verdad de lo demostrable y lo científicamente patente. Toda expresión gestual tiene, por tanto, su origen correspondiente en la interioridad del ser humano. Pero las certezas no durarán, pues a la época de la salvaguarda racional que fomenta el control y la legibilidad de las pasiones humanas le seguirá la época de la sospecha. A través de sus tres adalides principales, Nietzsche, Marx y Freud —como señalara el filósofo francés Paul Ricoeur—, sabemos que lo oculto ya no se manifiesta inequívocamente en lo visible. No hay garantía de conocer con seguridad la relación entre lo que vemos y su escondida profundidad porque la conexión se pierde en una madeja de voluntades e intereses reprimidos. Como resultado, las apariencias dejan de representar una verdad única —ya fuera atribuible a un patrón cósmico o a una urgencia interior— y en su lugar apuntan a una verdad posible.

El protagonista masculino de La academia de las musas, el profesor Raffaele Pinto, no se cree dueño de ninguna certeza absoluta y en sus clases desconfía e invita a desconfiar. A la acusación de su mujer de que todo lo que hace ante sus alumnos es predicar, el profesor responde: «Yo estoy aquí para sembrar la duda». De este modo, aunque sus referencias pertenecen al mundo clásico, Pinto —alter ego del cineasta José Luis Guerin— se ubica en el movedizo territorio de lo moderno, en el que la palabra y la escritura titubean para cuestionar principios supuestamente inamovibles. El escritor argentino Ricardo Piglia recuerda que la ruptura con lo clásico en literatura se produce gracias a la duda y al advenimiento de un narrador débil. Henry James, señala Piglia, ejemplifica su escritura empleando la metáfora de una «casa de la ficción», donde el escritor, desde su exterior y a partir de lo entrevisto por sus ventanas, elabora conjeturas para ofrecer su versión de lo que allí ocurre: una posible verdad. El narrador de la modernidad es «un narrador que vacila, que no sabe, que narra un acontecimiento que no termina de entender, y que va construyendo un universo narrativo que él mismo, en cierto sentido, también trata de descifrar»[3].

Los muertos

Como enseñar, aprender o escribir, filmar una película es —o debería ser— un riesgo, un viaje a lo desconocido cuyas consecuencias no pueden calcularse y del que nadie sale indemne. Ocurre cuando el director se pone al servicio de una realidad que le excede, actuando más como descubridor que como inventor; cuando lo que aparece en la pantalla es más fruto de la sorpresa que acompaña a la observación atenta y a la ausencia de finalidad que de la planificación. Asegura el realizador Jean Renoir en un documental que el recientemente fallecido Jacques Rivette filmó sobre él: «Los planes no existen; solo se descubre el sentido de un trabajo cuando está acabado. […] La ejecución es lo único que importa»[4]. El acceso a la verdad de las cosas se puede dar sin buscarla expresamente —aunque, por supuesto, esperándola— durante un trayecto descrito al mismo tiempo que se recorre y del que se carece de mapa o destino preciso hasta que el camino se ha consumado.

En ese camino surcado por la ambigüedad y la opacidad de lo que nos es dado ver, regido por la indeterminación y el azar, el cultivo de la duda invita a la participación de ciertas ausencias que son llamadas a completar lo dicho, lo mostrado, como los reflejos en las cristaleras o ventanas que se interponen entre los actores y la cámara en varias escenas de La academia de las musas evocando una parte de la ciudad que no está presente en el encuadre. Son ecos de lo ausente, como lo son las huellas de los hombres y mujeres muertos que justifican las mediaciones entre los personajes de esta película. «Desde Orfeo, la poesía es un diálogo con los muertos», dice el profesor Pinto, aunque la poesía es también lo que nos salva de convertirnos en «muertos ambulantes», según afirma en otro momento. La noción de la muerte es asimismo consustancial al funcionamiento del cine. Si, como constata André Bazin, la muerte no es más que la victoria del tiempo[5], el cine proporciona los signos de esta victoria mediante la reproducción del movimiento de la vida «embalsamada»; una dimensión funeraria que el cine clásico logra disimular y que el moderno pone en un primer plano. Más allá de la propia naturaleza de las imágenes cinematográficas, el motivo que lleva a los personajes a relacionarse entre sí en un filme tan inclinado a encauzar el torrente de la vida como este es, paradójicamente, el de los muertos convocados en la acción (la poesía de Dante, la correspondencia entre Eloísa y Abelardo, el adulterio de Paolo y Francesca referido en el Canto V del «Infierno» de la Divina Comedia) o el de los mitos que perviven gracias a ellos (la leyenda del caballero Lancelot y la reina Ginebra, sobre cuyo primer beso leen Paolo y Francesca en la escena mencionada). A través de los intersticios que permite la duda, la muerte nutre la vida del mismo modo que la ficción nutre el documental. Mediante la fijación de las apariencias congregadas en ese proceso, el cine hace posible experimentar el sentimiento que Marcel Proust describe al final de uno de sus escritos como «el pasado familiarmente surgido en medio del presente, con ese color un poco irreal que tienen los objetos que una especie de ilusión nos hace ver a pocos pasos, cuando en realidad se encuentran a muchos siglos de distancia; dirigiendo todas sus facetas tal vez demasiado directamente a la mente, exaltándola más que si se tratara de un espectro de una época sepultada por el tiempo; y que no obstante está ahí, entre nosotros, próximo, codeándose con nosotros, tocándonos, inmóvil, a plena luz del día»[6].

Publicado originalmente en la revista cultural El Estado Mental (Madrid, noviembre de 2016). Cedido por el autor para su publicación en Con los ojos abiertos.

[1] Entrevista en El País, Madrid (03/09/10), <http://elpais.com/diario/2010/09/03/cine/1283464803_850215.html>.

[2] Félix de Azúa, La pasión domesticada. Las reinas de Persia y el nacimiento de la pintura moderna (Madrid, Ábada Editores, 2007), p. 37.

[3] Ricardo Piglia, La forma inicial. Conversaciones en Princeton (México D. F.- Madrid, Editorial Sexto Piso, 2015), p. 238.

[4] Cinéastes de notre temps: Portrait de Michel Simon par Jean Renoir ou Portrait de Jean Renoir par Michel Simon ou La director d’acteurs: dialogue (Jacques Rivette, 1966).

[5] André Bazin, “Ontologie de l’image photographique” en Qu’est-ce que le cinéma? (París, Les Éditions du Cerf, 1987), p. 9.

[6] Marcel Proust, Sobre la lectura, trad. de Manuel Arranz (Valencia, Pre-Textos, 2002), p. 68.

Jaime Natche / Copyright 2017