FICCIONES PELIGROSAS

FICCIONES PELIGROSAS

por - Ensayos
02 Jul, 2021 09:18 | comentarios
Respuesta a la nota titulada "Dar nombres" publicada por Quintín en la revista Seúl.

El título iba a ser “Ficciones de derecha(s)”, pero a último momento percibí que el adjetivo ‘peligrosas’ conjura el error de suponer que ciertas formas discursivas sobre lo político son patrimonio exclusivo de una posición política específica. El peligro es ubicuo, no importa el espectro ideológico. Espero que nuestro pastor de la lengua, que en este caso es el principal interlocutor pero no el único, pueda pasar por alto esta omisión inicial, aunque seguramente buscará otro pasaje para darse el gusto de menospreciar algún que otro momento castizo de mi léxico. El menoscabo es su ejercicio favorito y un rasgo recurrente en su profusa producción literaria.

El domingo 27 de junio Quintín publicó en la revista Seúl un artículo en el que sostiene que el editorial del 6 de junio del programa radial que conduzco no es otra cosa que un acto de delación. Afirma que la indignación no era solamente suya sino de los otros nombrados, todos críticos de cine, y sugiere que el episodio es la versión microscópica de una práctica común del progresismo vernáculo. Días después de mi programa no le costó confirmar su clarividencia cuando se dio a conocer en una página web el informe “La reacción conservadora”. No lo leí, sí los diferentes repudios que recibió. Diré solamente que si se trata de una publicación abierta no puede ser interpretada como una lista negra (en sentido estricto, las listas negras presuponen un acceso restringido: la vigilancia, el disciplinamiento y la exclusión son prácticas secretas). Si es verdad, como se afirmó en algunos diarios, que se daban las direcciones particulares de algunas personas, repudiamos ese hecho, como repudiamos la reacción violenta de un sector de la sociedad contra los autores del informe. En “Dar nombres”, solo por el editorial y por el informe, Quintín concluye que estamos frente a una caza de brujas.

El silogismo que antecede a la conclusión de esta supuesta cacería ideológica en ciernes en la que soy un eslabón solitario nada tiene de preciso, porque las premisas se basan en meras semejanzas. Las dos situaciones involucran a personas e instituciones que no tienen ninguna relación entre sí. La razón paranoica es pródiga en constelaciones conceptuales insospechadas (como el colorido “complot iraní-cubano-venezolano-mapuche”). Acopiar semejanzas no es razonar causas reales de los acontecimientos.

Quintín tiene talento con la palabra y su elocuencia se ha confundido muchas veces con lucidez. Y es bastante ocurrente: anudó retóricamente estos dos casos y concluyó sin demasiado esfuerzo que se trataba de una demostración empírica de persecución (con una argumentación doblemente falaz: asocia dos fenómenos desligados y me atribuye intenciones imaginadas por él). Si hubiera tenido el deseo honesto de discutir conmigo sobre lo que mi editorial proponía indagar, hubiera sido suficiente intentar dilucidar qué significa ser de derecha(s) o izquierda(s), cómo se relaciona una posición política con la crítica de cine argentina y si existe o no algún vínculo pertinente entre una visión del cine y las posiciones asumidas por algunos miembros centrales de El Amante Cine. Ésa era la discusión. La argumentación paranoica puede servir para la literatura y el cine, no para el debate político y tampoco para el estético.

A principios de junio, Diego Papic, uno de los editores, se comunicó conmigo cuando anuncié por Twitter el tema del editorial. Expresó interés por lo que podía decir, como si hubiera alguna voluntad de dialogar desde posiciones en tensión. Después de la emisión en vivo me pidió el enlace. Cuando la nota ya estaba publicada y ya había sido festejada por los acólitos, Papic se sumó a la algarabía con el término ‘buchón’. No faltaron otras expresiones de adhesión. El profeta había sacado su megáfono y había proclamado la verdad de los perseguidos.

No creo mucho en las discusiones en Twitter, por muchas razones. El TL tiene algo de palimpsesto y las preguntas y respuestas se pierden en el famoso hilo. Reconstruir un contexto de discusión requiere paciencia y tiempo. Alguna vez discutí con Quintín en esa red sobre los despidos en la conducción de la ENERC en el gobierno de Macri. Por algunas cosas que decía, le recordé que no mucho tiempo atrás había insultado a uno de los despedidos. Quintín decía que no había sido así y me dio diez años para que se lo demostrara. Le pregunté si hacía falta, insistió que sí y en menos de dos minutos tuvo que aceptar la prueba irrefutable. Como eso pasó antes de que Twitter le cerrara por incitación a la violencia la primera cuenta que tenía a su nombre, no sé si estos intercambios poco felices persisten en la web. Y no me importa. Pero sí me parece pertinente decir algo de las publicaciones de Quintín en ese medio. El tiempo que le dedica a Twitter es ostensible y es sistemático el vituperio de los usuarios que expresan posiciones políticas distintas a las suyas. En un imaginario índice onomástico y conceptual del TL de “El fantasma de Quintín” figurarían, entre otros, los términos “estalinista”, “castrista” y “comunista”, junto con las descalificaciones diarias del gobierno nacional y bonaerense y de todo aquel que dé a conocer su simpatía por estos gobiernos. Decirle ‘enano’ al gobernador de Buenos Aires es una de sus preferidas. Yo solamente dije que él era un hombre de derecha, y lo dije con respeto, porque en principio es lo que siento por cualquier persona que cree en algo, siempre y cuando la creencia no considere válido el exterminio simbólico o real de los otros. El deseo de señalar, humillar y descalificar es distintivo de su participación en la red. Es su goce privado exhibido en público. El goce obsceno del desprecio constituye toda una estética de la discusión pública. En esta línea y en este contexto, Quintín no está muy lejos de Javier Milei: un espíritu enardecido que no reconoce inhibiciones, que jamás contempla los efectos de sus palabras y que bajo la égida de la libertad de expresión no asume la responsabilidad de sus dichos.

Leí “Dar nombres” en mi teléfono, a la mañana. A la tarde publiqué un solo tuit sobre la nota, después contesté algunas objeciones, en especial las de una persona a la que le tengo cariño y que parecía tan ofendida por una palabra de mi publicación como los aludidos en el editorial. El núcleo del tuit, que es también la tesis de este texto, es este: decir las cosas por su nombre no es dar nombres.

Cuando empecé el editorial, antes de nombrar a Quintín, Javier Porta Fouz, Leonardo D’Espósito y Gustavo Noriega, que fueron el núcleo duro de El Amante Cine, aludí a una idea del filósofo pragmatista Richard Rorty sobre lo que implica el acto de describir a alguien. Para Rorty, cualquier descripción es potencialmente una forma de crueldad. En otro pasaje de Contingencia, ironía y solidaridad, en consonancia con esta observación precautoria, cita a Judith Shklar: “los liberales son personas que piensan que los actos de crueldad son lo peor que se puede hacer”. La afirmación me parece muy atendible, y más todavía en una época como la nuestra en la que se incita a la depreciación impiadosa, se ha destituido la noción de adversario y se ha naturalizado la de enemigo, que tiene que ser vencido, humillado, eliminado. Las desatadas pasiones ligadas al resentimiento y la venganza constituyen el sentimiento fundante del discurso público en casi todos sus dominios de expresión.

En el editorial afirmé que el corazón de la revista que había sido, para bien y para mal, decisiva en la crítica de cine argentina (e incluso en todo el mundo de habla hispana) de los años 90 y la primera década de este siglo estaba identificado hoy con políticas de derecha. Dije que en aquel tiempo no se podía percibir bien del todo, pero que era probable que esa visión del mundo ya estuviera implícita en algunas firmas y textos. Nada tiene que ver con esto la defensa de Clint Eastwood, de ayer y hoy, de los miembros de la revista. Que haya apoyado irrestrictamente durante toda su vida al partido republicano no implica que exista una prolongación directa y mimética de esa visión política en sus películas. Eastwood, como Alexander Sokurov, John Ford y Éric Rohmer, es un artista mucho más complejo que eso. Ni siquiera se trata de validar su presunto clasicismo, el lugar común con el que se lo suele elogiar. Lo más interesante de Eastwood es que pueda haber filmado el adulterio, la eutanasia, la vida en el más allá y el amor de un asesino por un niño con la libertad con la que lo ha hecho, en un registro de suspensión moral que el votante ideal de su partido desaprueba instintivamente. Entre los planos más hermosos de su cine está aquel en el que Tommy Lee Jones yace sin vida y completamente solo en la luna mientras suena Fly Me to the Moon de Sinatra. Ese pasaje es toda una vindicación de la inmanencia, de una vida que empieza y termina en la materia. Y es bastante fácil encontrar contraejemplos para problematizar lo dicho hasta acá, como Francotirador.

La referencia a Eastwood es necesaria porque la defensa de Quintín de la posición política de la revista lo invoca y porque responde directamente a un comentario de Diego Lerer en Twitter: “Una generación de colegas críticos me hizo creer que les gustaba Clint Eastwood por su talento como narrador clásico y no tanto por algunas de sus más discutibles ideas políticas. Pero al final parece que no era tan así…”. La ofensa que causó esa lacónica ironía fue desmedida, y sostenida hasta hoy. Los ofendidos no olvidan. Esta afirmación fue el punto de partida de mi editorial.

Lo que me interesó de esa reacción era volver sobre otra similar de la que fui testigo directo hace unos años. Raúl Camargo había tuiteado algo sobre la crítica de cine argentina y la derecha y recibió de inmediato varias respuestas poco amables reclamándole con una elocuente indignación que aclarara sus dichos. En mi editorial intenté conjeturar la sobreactuación de esta molestia. Pocos son los intelectuales que no tienen prurito en reconocer que sus ideas del mundo tienden hacia la derecha. En nuestra tradición intelectual, la mayoría se ha inclinado hacia una perspectiva de izquierda, a veces bastante imaginaria. En nuestro país, la derecha lleva la marca del terrorismo de estado y la fuerza semántica de la palabra ‘derecha’ activa memorias ominosas de las que ninguna persona decente quiere ser parte.

Lo que me interesaba señalar aquel domingo era el llamativo fenómeno cultural y político del que son partícipes algunos miembros de la revista: el desplazamiento discursivo, las contradicciones en el tiempo y en algunos casos el devenir en apologetas de la coalición que lo tiene como líder al expresidente Macri). Mi interés no es distinto al que me despierta el momento maoísta-leninista de los Cahiers du Cinéma de fines de los 60 y la superación veloz de ese breve período en el que se discutía casi nada sobre las películas y mucho sobre política y la relación de sujeción del cine a las transformaciones urgentes que exigía la agenda revolucionaria. Pero acá la discusión persiste y nunca llega a darse en serio porque se imponen la inquina, la desconfianza y las veleidades que emanan de una ideología no muy asumida, aunque sí ejercida discursivamente. Hace tiempo que pienso en un debate a fondo sobre el tema, signado por una tregua mutua en la que estemos todos dispuestos a pensar la relación entre cine e ideología, un foro creativo en el que se pueda discutir qué significa ser de derecha o izquierda hoy y explorar en qué determina la historia del cine y su presente y la relación entre el cine y el mundo. Pienso que es indispensable, pero casi imposible. Si fuera posible, aquí percibo un método, un camino:

El ponerse de acuerdo en una conversación implica que los interlocutores están dispuestos a ello y que van a intentar hacer valer en sí mismos lo extraño y lo adverso. Cuando esto ocurre recíprocamente y cada interlocutor sopesa los contrargumentos al mismo tiempo que mantiene sus propias razones puede llegarse poco a poco a una transferencia recíproca, imperceptible y no arbitraria, de los puntos de vista (lo que llamamos intercambios de pareceres) hacia una lengua en común y una sentencia compartida.

Con este pasaje de Verdad y método de Gadamer no pretendo ni invalidar los enfrentamientos acalorados ni desconocer ciertas zonas innegociables de las disputas intelectuales y políticas. Lo que sí creo más que ninguna otra cosa es que no se puede renunciar a la verdad en la discusión pública. No se trata de tener razón, se trata de razonar junto a otros que razonan de formas distintas y hasta opuestas.

Pienso que para un encuentro semejante es mejor ir con la cara al descubierto. Hay que pensar la genealogía de nuestras posiciones. La ideología no es justamente una elección o la adopción de una doctrina. En el editorial hablé sobre cómo la ideología ordena una forma de estar en el mundo. Dije que se trataba del fuera de campo del yo, algo así como una fuerza ajena a la visión consciente que determina esa visión y los alcances de una perspectiva (no) elegida. Es por eso que el concepto de autopercepción me parece muy limitado, porque la toma de conciencia de sí no es una tarea voluntaria ni transparente. Hay que pensar contra nuestras certezas. La condición de posibilidad de pensar a fondo reside en tratar de pensar junto a los que no piensan igual.

Roger Koza / Copyleft 2021