FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA (14): ÁLBUM PARA LA SOLEDAD

FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA (14): ÁLBUM PARA LA SOLEDAD

por - Festivales
04 Dic, 2021 11:52 | comentarios
Dos películas antitéticas recientemente estrenadas en el festival permite establecer nexos dialécticos y erigir algunas preguntas.

Podría pensarse una de las persistentes tensiones internas del cine argentino contemporáneo a través de dos películas proyectadas en el último festival de Mar del Plata: Reloj, soledad de César González y Álbum para la juventud, de Malena Solarz. Lo que se percibe entre  ambas es un distinto empleo del tiempo, aunque no nos referimos tanto a la puesta en escena (que comulga en ambos casos con cierto observacionalismo minimalista), como a la relación entre realizadores y personajes (pertenecientes a dos estratos sociales notoriamente diferenciados: los que pueden y no pueden proyectar una vida). 

Esa tensión solo surge si vemos las películas juntas, pero la crítica las apreció (en todo sentido) por separado. Aunque ciertamente es más fácil hacer reparos sobre Álbum que contra Reloj, acaso porque la película de Solarz muestra el agotamiento de los privilegios (incluido el de ser parte de una competencia internacional que le queda grande) mientras que la irrupción de González sigue siendo una novedad (de hecho es su primera película en el festival), aunque ya acumula varios largos y su obra pida una crítica que no sabe, para bien o mal, estar a su altura.

Empecemos por decir, entonces, que es difícil acercarse a las películas de César González, por el origen villero de su realizador (en tanto desnuda el propio lugar de la mirada que lo juzga, y explicita que el cine nunca dejó de ser, como se decía en otros tiempos, un “arte burgués”). Al principio simplemente se lo ignoró, como si su aparición fuera inexplicable y pasajera, y finalmente parece haber llegado el momento de la aceptación, una vez que su presencia se ha vuelto de algún modo parte del sistema. Sigue faltando, sin embargo, una aproximación crítica a su obra, que pueda hacerse cargo de todas las preguntas que implica. 

Dice Oscar Cuervo, hablando de  Reloj, soledad, que “el hecho de que la película presente un conflicto entre personas que acumulan sobre su cuerpo varias opresiones obstruye la identificación emocional o la toma de partido por una posición moral ‘correcta’», y algo parecido sucede con el juicio crítico, aunque a la inversa, como si solo pudiera optar por la identificación emocional o la toma de partido, porque ante ese cuerpo (no solo fílmico) fuera imposible tener un juicio justo. Como si la crítica debiera pagar su culpa de clase, y el literalmente excepcional ejemplo de César González pudiera redimir al cine argentino de no ser apto para (ser producido por) las clases populares.

Reloj, soledad

¿Cómo decir, entonces, en vez de que “la composición de los planos es tensa, el ritmo aplacado y la belleza que surge de la desolación de los espacios en los que estos personajes viven está contenida” (siguiendo con el texto de Cuervo), que la composición es tan errática como el ritmo, y que esa “dramaturgia más contenida, con un registro de actuaciones más seco, menos expresivo y más despojado” hace que se perciban más esos saltos que en sus otras películas? Lo que lleva a un planteo de fondo: ¿podemos (¿debemos?) pedirle cuidado “estético”, como respeto por el raccord o “elegancia” en la composición, o esa es una imposición (una distinción) “burguesa”? Pero no se trata, pese a todo, de una cuestión de “corrección”: se trata de comprender qué tipo de poética se desprende de una práctica, qué ensayo surge del (aparente o no) error.  

El burgués y católico (y marxista) Pier Paolo Pasolini filmaba con aparente descuido de las normas y su cine resplandece (también de amor por el pueblo). El autodidacta Leonardo Favio filmaba con una claridad que no tuvieron muchos burgueses de su generación, más atentos a copiar a las nuevas olas europeas que a encontrar un lenguaje propio… Lo que aún cuesta precisar, a pesar de sus ya numerosos largometrajes, es cuál es el sistema estético que está construyendo César González (más allá del que reclama en sus textos, como los contenidos en El fetichismo de la marginalidad, sobre el que también podríamos preguntarnos), y si podemos o debemos pedirle uno que permita vislumbrar su crecimiento de película en película, aun cuando ese camino no se lineal y transparente. 

Quiero creer (quiero querer) que sí, justamente porque –como dice Diego Lerer en su crítica– César “pinta su universo de manera honesta, cruda, sin condescendencia ni patetismo, poniendo la cámara como testigo casi a escondidas”, y sin duda ese es su gran valor, en todo sentido. Pero por eso mismo no podemos dejar de señalar que, a diferencia de lo que sugiere Lerer, González no “filma muy bien esa rutina mecanizada de manos, aparatos y procedimientos”, ya que, como cuando acumula planos de ese barrio popular, se sienten como meras transiciones, sin relación orgánica entre ellos o con el resto de las escenas (del mismo modo en que muchas de esas escenas parecen borradores, y no por la voluntad de que lo sean). 

Digamos, entonces, que no alcanza con la cercanía con su tema, como no siempre el testigo es quien necesariamente por serlo puede comprender su propia experiencia. Pero no se trata de abogar por las consabidas mediaciones letradas (si el cine tiene un problema, es precisamente que los sujetos subalternos pocas veces toman la cámara), por supuesto, ni tampoco –digámoslo crudamente– que el “buen salvaje” deba aprender a filmar: se trata de que ese cineasta ya prolífico nos enseñe cómo leerlo, para no admitir (tampoco él) estas sobreeinterpretaciones, ni una condescendencia que deja a todos tranquilos aunque el problema siga intacto.

“La narración fluye con ligereza, hay un indudable encanto”, escribe Diego Batlle, y no hace falta decir que no se trata de una crítica sobre Reloj, soledad sino de Álbum para la juventud, lo que nos enfrenta con una condescendencia inversa. Esa repetida apreciación sobre “la elegancia de la puesta en escena” aparece también en la crítica de Juan Villegas, y podría referirse a muchas otras películas del mismo tipo: “Hay acciones que solo parecen justificarse para que la cámara encuentre la manera más bella de mostrarlas. Esto que podría verse como un gesto de gratuidad frívola, es en cambio un indicio de libertad y gusto por la belleza”. Ese dictum rohmeriano podría figurar en cualquier crítica que mencione la cámara de Fernando Lockett (responsable de buena parte de la “imagen” de la FUC), para no tener que pensar nada sobre lo que esa “elegancia” viste.

Álbum para la juventud

No se trata aquí de volver sobre la vieja dicotomía entre forma y contenido, binarismo que suele achacarse a quien esto escribe pero suele usarse para obviar la obvia relación entre ambos. Basta ver cómo, luego de atajarse con un “sin entrar en el terreno de un análisis de índole más ideológico a-la-Nicolás-Prividera”, Diego Batlle hace ese análisis “ideológico”, sosteniendo que Álbum para la juventud “adscribe a buena parte de los postulados de lo que parece ser una suerte de ‘fórmula FUC’; esto es, desventuras más bien minimalistas de jóvenes vinculados a las artes de una clase media sin sobresaltos y sin ningún tipo de conexión con la realidad social, política y laboral circundante. Son personajes que parecen vivir suspendidos, inmersos en una burbuja, encapsulados, aislados de su contexto”. Pero nuevamente agrega: “no es una decisión que esté necesariamente bien o mal, pero es algo ya bastante característico y a esta altura un poco redundante”. Al parecer se teme más a la remanida palabra “ideológico” que al análisis mismo, que no deja de ser valorativo aunque solo pretenda constatar un hecho. Y es que, como sabemos, la idea misma de un análisis “no ideológico” es, por definición, la esencia de lo “ideológico”.

Es lo que sugiere Fernando Varea en un comentario a la nota de Villegas, cuando señala que el “punto de vista ideológico” tan temido aparece siempre, por acción u omisión, en cualquier película. Villegas vuelve sobre su confusión al responder que critica la aparición de ese “punto de vista ideológico” cuando esté “se antepone al placer de narrar y de hacer cine”, como si eso no fuera un “punto de vista ideológico” (¿hacer cine es solo “el placer de narrar”? ¿De narrar qué…?). De hecho ya en la nota Villegas señalaba como virtud de Álbum para la juventud “provocar placer e interés sin recurrir a una función ideológica”. Como si existiera –repitamos– un “puro” hacer (cine o lo que sea) no mediado por alguna definición (¡ideológica!) de ese hacer. 

En su texto para el mismo sitio, Quintín también contrapone esa purísima estética exenta de ideología a la que “no le importa el placer del cine: es simplemente un instrumento de combate”. De ahí su continuo rescate de “otra tendencia: la de los cineastas que no sienten que tienen deberes éticos y que encaran el cine como un combate o una operación destinada a imponer un punto de vista, una voluntad como demiurgos estéticos, históricos o políticos”. Es decir, el mismo latiguillo que la crítica hegemónica repite desde los despolitizadores 90, época de gloria de El Amante. ”El cine tiene derecho a no ocuparse de la política”, insiste Quintín, como si “la política” solo se expresara en twitter o en el cuarto oscuro, y no fuera simplemente una mirada sobre el mundo y los otros en el mundo, como la que estos críticos proponen.

“No hay conflictos en el sentido que proclaman los manuales de guion –dice sobre Album para la juventud–, pero tampoco hay consejos ni consignas”: la consigna de Quintín, por tanto, es que para evitar los consejos hay que evitar los conflictos (en el cine, al menos, porque luego en twitter o en la vida o la crítica misma se puede ser un energúmeno que trata a quienes disienten como “policía ideológica”, “comunista”, o cualquiera de las etiquetas que tanto les molestan). Esa es su  «utopía», como deja en claro al final de su nota: “un estado de la vida sin apremios y anterior a las verdaderas preocupaciones, a las determinaciones de la historia o la biografía”.

Por su parte, Tomás Guarnaccia hace suya en su crítica una caracterización de Valentino Cappelloni sobre un libro de Ellen Bass, cuya poesía elogia en contraposición a lo que llama “literatura tofu” (aquella “insípida e irrelevante, de los poetas indies a los que nunca les pasó nada en su vida”, que bien podría caracterizar parte de la poesía y cine de los 90 hasta aquí), para hablar de un “cine tofu” del que Álbum para la juventud es un inspirado ejemplar más. Por eso, frente a alguien que sostiene que “no tengo tanto para decir sobre la vida y la libertad” (porque Solarz también cree que la única opción ante la nada son las películas donde los “personajes vienen a decirnos las ideas que tienen los directores”), no podemos dejar de simpatizar con César Gonzalez, alguien a quien le pasaron muchas cosas. Entre ellas estar haciendo un camino en el cine, que seguirá marcando con sus luces y sombras algunas de estas contradicciones.

Nicolás Prividera / Copyleft 2021