EN LOS HOMBROS DE BUD

EN LOS HOMBROS DE BUD

por - Ensayos
05 Mar, 2011 12:43 | comentarios
Un recuerdo hermoso, un hombre que vivió (y vive) en mi corazón.

¿Cómo llegué hasta aquí? Es decir, ¿cómo sucedió que el cine se transformó paulatinamente en un destino, una profesión, un placer, acaso incluso una religión (secular)? ¿Cómo fue mi primera vez ante una película? Sé que escribo sobre cine porque es mi modo de agradecerle. El cine ha sido casi desde el inicio una práctica estética, una ascesis, un modo de vida. Quizás mi infancia se parece a un film que no recuerdo, y para hablar sobre la primera película que vi no puedo tomar otro camino que el del mito y la leyenda.

Desconfío de mi memoria, tal vez porque la identidad no es otra cosa que un palimpsesto decorado por certezas endebles y una repetición estratégica, una cierta forma de mentirse para conjurar el horror de constatar sólo una pantalla vacía sin proyección alguna. Puede que me equivoque. Quizás el cine es también un palimpsesto: las imágenes se yuxtaponen y se amontonan, se sustituyen, y cada tanto acceden a la conciencia de quien mira para luego ser reemplazadas por otras. ¿Qué puedo retener? Surge así una débil premisa: no podré ver los inicios de mi propia película, mi historia con las películas, pero sí puedo a través de ciertos films imponerme una operación de montaje, un trabajo sobre la puesta en escena que constituye en sí la memoria. Haré, entonces, un esfuerzo por compaginar mis memorias, la del espectador que he sido desde siempre, la del cinéfilo en el que me he convertido y la del crítico que, para bien y para mal, he elegido ser. No puedo hacer otra cosa que invocar fragmentos vividos en el cine y con él. Algunos planos, algunas secuencias son apoyos materiales y físicos de mis memorias. Ya no recuerdo a mi primer perro, pero sí retengo a Benji corriendo, uno de los tantos perros que han transitado la historia del cine. No es el primer film que vi, pero sé que es el primero que vi en una sala en más de diez ocasiones.

Lo que se aprende en los primeros años de vida en el cine es a hacer una experiencia con él. Ir a la sala, esperar el comienzo de un film, dejarse llevar por una realidad que se proyecta mientras nuestros padres permanecen a nuestro lado ante la experiencia alucinatoria de imágenes en movimiento (cuyas proporciones exceden cualquier conformidad entre la experiencia real y la representación en la pantalla) es lo que importa en principio. Rara vez, nuestras primeras películas son aquellas que, como luego sabremos entender, constituyen las grandes obras del cine. No tuve la suerte de que mi primera película fuera El cameraman, Mi tío o El circo. En verdad, no consigo recordar cuál fue la primera película que vi, pero estoy seguro de que no fue una de John Ford, ni de Jacques Tati. Lo que resulta casi evidente, excepto que uno sea el hijo de un cineasta o de un crítico, es que el destino involuntario de todo amante del cine es aprender que sus primeras películas no fueron siquiera aceptables. Pero fueron las primeras.

Fue mi padre quien me llevaba al cine. Él solía decir que era un crítico de cine aficionado, aunque su profesión era otra: dentista. No hay ninguna interdicción para que un odontólogo sea por las tardes y noches un crítico de cine. Decía que escribía en una revista llamada Impulso. Como preferí no imprimir la leyenda, jamás pude encontrar evidencia de que existiera esa publicación, ni tampoco he podido conseguir leer una línea escrita por él. Lo que estoy seguro es que mi padre no fue un secreto Manny Farber, quien además de pintor y crítico de cine, ejerció el oficio de carpintero. Sin embargo, es a mi padre a quien debo agradecer en primera instancia. Conocí el western de muy niño en un cine de Maldonado, Uruguay. Íbamos en vacaciones de invierno, y creo que allí había funciones continuadas. Sólo recuerdo haber visto westerns y cine bélico, pero no creo que se tratase de films de Anthony Mann y Samuel Fuller. De aquella época, cuando tenía entre 4 y 7 años, sólo sé que amaba las películas de Trinity. ¿Western spaghetti para niños? Eran divertidas y amablemente banales, aunque hoy no podría siquiera intentar reconstruir la trama de un film de Trinity. Me parece que esas películas me enseñaban a distinguir un modo particular de vínculos entre hombres. La amistad es uno de los temas más bellos del cine.

Debía tener 6 ó 7 años. Mis padres solían cuidar en el verano la casa de unos amigos adinerados que tenía pileta y cancha de paleta. Lo que a mí me importaba no era precisamente ni jugar con la raqueta, ni dar brazadas, sino ir al cine de la esquina. Estoy seguro de que allí vi El principito, de Stanley Donen. Confieso que jamás me gustó el libro, una introducción sentimentalista al platonismo destinada a los niños y cuyo lema principal, lo esencial es invisible a los ojos, además de promulgar la preeminencia de un mundo suprasensible, parece ser un aforismo anticinematográfico, pues la ontología del cine pasa por una recuperación y reproducción materialista del mundo respecto de lo que es visible para los ojos. Lo que el cine habrá de inventar son modos de mirar (y escuchar). La cámara es un refuerzo óptico para persistir en nuestra obstinación por experimentar y entender el mundo. “La cámara no es una certeza, es una duda”, dice Godard.

El film de Donen no siempre es fiel a la pieza literaria. Es por eso que la sospechosa concepción de la amistad entre el zorro y el niño entendida como proceso de domesticación adquiere un grado de ternura extrema en el film. El devenir zorro de Gene Wilder es inolvidable para un niño de 6 años, aunque la secuencia que habría de permanecer en mí desde aquel entonces fue otra. No fue el zorro sino la serpiente el animal hombre que me impactó. La víbora danzante, o el devenir serpiente de Bob Fosse en el desierto canalizando un musical impensable para el universo simbólico propuesto por Antoine de Saint-Exupéry, se selló en mi memoria. ¡Qué extraño poder! La aparición del VHS hacia fines de los ’70, y su democratización en los ’80, me permitió revisar aquella secuencia unos años más tarde. Fosse trastoca y expone deliberadamente la perversión del libro, pero en su sensualidad extrema propone un lenguaje corporal, movimientos del cuerpo en el espacio, que conjura momentáneamente la crueldad directa del capítulo de la novela. El deslizamiento en ralentí de Fosse sobre la arena fue desde la primera vez mi plano favorito. Unos años después vi All That Jazz, el día de su estreno, en un cine espantoso de Miami junto a mi padre. No era PG, pero mi padre consiguió hacerme pasar. Como se sabe, el film dirigido por Bob Fosse es una suerte de autobiografía imaginaria del propio coreógrafo, que llegó incluso a imaginar su propia muerte. Tardé un tiempo en darme cuenta de que la serpiente y ese personaje mujeriego, fumador empedernido y coreógrafo tanático, interpretado por Roy Scheider, eran el mismo hombre.

Insisto y me digo a mí mismo: no puedo recordar mi primera película, realmente no puedo seleccionar entra la dispersión de mis primeras impresiones un recuerdo preciso. Puedo sí reconstruir con cierta dificultad la modalidad de una experiencia ante la imagen. Sé que cuando vi una imagen poderosa siempre quise volver a ella. Es la famosa compulsión de repetición del cinéfilo, y también del niño que puede ver mil veces un film sin aburrirse. Creo entender el secreto de esa conducta: existe un deseo de verificar algo que se ve pero no se identifica del todo, y que se pretende fijar para ver si es posible más tarde toparse con eso fuera de la sala. En otras palabras, lo Otro asoma en el cine sin proponer por esto una escena traumática. Más allá de esta hipótesis, no sé por qué me gustaba tanto ver al perro Benji, pero sé que con Mi adorado Benji adquirí el hábito de volver una y otra vez sobre un film. Lo mismo me sucedió unos diez años después con El sacrificio, Al filo de la navaja, Querelle, La fiesta de Babette y Las alas del deseo, películas que fueron importantes en mi adolescencia. Para ese entonces solía llevarme el grabador de cinta para capturar el sonido de las películas. Luego, en casa, escuchaba el film en cassette mientras arreglaba mi cuarto. La última vez que volví a ver películas más de 10 veces fue hace unos años: La casa está oscura, de Forugh Farrokhzad y Juventud en marcha, de Pedro Costa. Puedo reconocer la voz poética de Farrokhzad en apenas un segundo, como me ocurrió recientemente mirando The Hunter, de Rafi Pitts, que cita misteriosamente un fragmento del film de Farrokhzad, que se puede oír primero y luego ver en un desenfoque a través de un televisor en el fondo del plano durante una escena de transición. Lo mismo me pasa con la voz de Ventura recitando la poesía que estructura el nudo narrativo de Juventud en marcha. Son voces de mi conciencia, compañeros imaginarios, fragmentos visuales y sonoros encarnados en mi propia historia. Algo similar me sucede con La noche del cazador, la película que no vi ni de niño, ni de joven, y que sería el film perfecto para hablar de la infancia, la mía y la de cualquiera. También vuelvo sobre él como si se tratase de una cabaña de retiro en la que voy cada tanto a encontrarme conmigo mismo. No es paz lo que encuentro allí sino un éxtasis aterrador frente a la sintaxis onírica que revela los materiales del psiquismo.

Ya no sé cuál fue mi primera película. Intento recordarlo y, como si se tratara de un trauma, no puedo reconstituir ese instante que supongo sagrado. Pero sí recuerdo nítidamente cómo fue mi primer recuerdo de película. Mi padre y yo íbamos caminando por un centro de compras en un país extranjero. Al entrar a un negocio reconozco al eterno compañero de Trinity. En efecto, Bud Spencer estaba probándose un par de zapatos. Le pregunto a mi padre si podemos ir a saludarlo, pues estoy seguro de que es él. Unos minutos más tarde estoy, literalmente, sentado sobre los hombros de ese hombre grandote y bondadoso. Caminamos una media hora, él, mi padre y yo. Una vez más, no recuerdo de qué hablaron mi padre y él, pero estoy seguro de haber vivido una felicidad desconocida.

* Este texto fue publicado por Grupo Kane durante enero del 2011. Junto con mi texto se publicaron respuestas de otros críticos, cineastas y actores sobre su primera vez en el cine.

Roger Alan Koza y Grupo Kane / Copyright 2011