EL TACTO DE LAS IMÁGENES: DE LA MANO DE EASTWOOD Y LOS STRAUB

EL TACTO DE LAS IMÁGENES: DE LA MANO DE EASTWOOD Y LOS STRAUB

por - Ensayos
19 Jun, 2013 02:35 | comentarios
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¿Dónde se esconde la sonrisa?

Por Roger Koza

Impregnados todavía por la fiesta del Oscar, ese mitin planetario de millonarios que se repite año tras año como si se tratara de un acontecimiento cósmico, un hito en el calendario para los supuestos amantes del cine, resulta casi imposible concebir el cine como un oficio y una noble tarea artesanal. ¿Quién podría equiparar a Ben Affleck y Kathryn Bigelow mientras trabajan en sus películas, sean obsesivos o displicentes, con la labor de un sastre o un orfebre? El famoso director sentado en una silla con su nombre escrito en el respaldo y un megáfono para dar órdenes de todo tipo desconoce la soledad y austeridad del artesano. El director de cine, en esta liga de plutócratas, suele ser un privilegiado que, en el mejor de los casos, es el ojo mandamás de un panóptico que da órdenes precisas en un perímetro llamado set.

El oficio de cineasta poco tiene que ver en nuestro imaginario con un hombre o una mujer trabajando en un taller durante meses, insistiendo en perfeccionar pieza por pieza (o plano por plano), intentando escuchar y ver en cada fotograma en movimiento la naturaleza y necesidad de su obra. Y es lógico, pues en la era dígito-dactilar de las imágenes, en la democratización banal y absoluta donde cualquiera manipula con sus manos las imágenes en una pantalla, un director de cine, más que un artesano, parece un ingeniero en sistemas. El fotograma es puro bit, y si el director manipula sus imágenes será en todo caso bajo esa estética y esa práctica popularizadas por el profeta del tacto digital Steve Jobs. Todos lo sabemos: una imagen deja lugar a otra tan sólo por el movimiento de nuestros dedos. Las yemas del índice y el anular mueven todos los recuerdos visuales. En realidad, los programas de edición para películas son bastante complejos y sigue siendo el mouse el objeto que media entre la mano y las imágenes y los sonidos. En ese sentido, el encuentro táctil con lo filmado es ya una experiencia extinta. El revelado y la materialización de un instante sellado en una película pertenecen a un viejo oficio. El montajista del siglo pasado es cosa del pasado; el montajista de hoy trabaja en una aeronave plateada con el logo de la manzana.

Una de las películas recientes sobre este tema más extraordinarias, estrenada a comienzos de este siglo, que funciona como una estrella titilante que ya está muerta pero que todavía vemos resplandecer, se llama ¿Dónde se esconde la sonrisa? (2001), de Pedro Costa. El director portugués se limita justamente a registrar la artesanía del cine, entendido como un oficio en sentido estricto. Por supuesto, no se trata de un documental sobre Spielberg trabajando en un estudio o sobre Christoper Nolan editando una de sus Batman. Hace mucho tiempo que los grandes directores de Hollywood ni siquiera se toman el trabajo de mirar junto a sus montajistas las escenas rodadas y la mágica unión de un plano con otro que en la suma final se transforma literalmente en una película. Menos aún tocan las imágenes con las manos. Lo extraordinario e inusual del film de Costa reside justamente en mostrar el viejo arte cinematográfico como un trabajo artesanal y manual. ¿Por qué? ¿En qué consiste? ¿Quiénes son sus protagonistas?

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¿Dónde se esconde la sonrisa?

Pocas veces el cine devela su condición laboral, su materialidad, el esfuerzo humano que hay atrás. Aquí, dos viejos directores, que también son una pareja amorosa, Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, amasan la materia de su película con sus propias manos. Costa se detiene en el proceso de montaje de Sicilia (1999) en un pequeño estudio. Los Straub miran fotograma por fotograma todas las escenas. Hacen el trabajo de montaje como en los viejos tiempos del cinematógrafo: el monitor donde miran su película en bruto es una caja que parece más bien la pantalla de una vieja película de marcianos o astronautas. La pieza oscura está más emparentada con el taller de un carpintero que con el laboratorio de un ingeniero. A la izquierda del cuarto se ven los rollos de película. En el crepúsculo del siglo XX, Huillet y Straub todavía montan en la moviola y tocan la película con sus manos. Después de cada decisión final en cuanto al montaje de una escena, Huillet corta con una tijera la cinta de la película. Es una acción de una hermosura ya prehistórica donde el trabajo del ojo y el oído culmina en la mano de los cineastas. Dirá Straub mientras trabajan: “Nosotros trabajamos con una materia que nos resiste y no se puede cortar en cualquier parte… La lucha entre la idea y la materia, y la lucha con la materia, da lugar a una forma”. La praxis remite a un orfebre, el discurso retoma una vieja inquisición filosófica, una preocupación griega y medieval. Hay aquí una filosofía del trabajo y del cine, de lo que se predica una meditación estética sobre su naturaleza y una contextualización de su ejercicio. Los grandes cineastas tienen una idea, trabajan sobre una materia y encuentran una manera de darle forma. Idea, materia y forma, la tríada enigmática pero esencial del cine como arte. Eso es el cine. Dirá Straub: “Sucede lo mismo con el escultor. Tiene una idea, y tiene un bloque de mármol y trabaja sobre la materia”.

Se trata de una película notable, vital y sorprendente. Las discusiones entre los dos directores acerca del momento exacto donde un plano debe empezar o termiar pueden sorprender a más de uno. Aquí el cine se concibe como un arte exquisito en el que el mínimo detalle define absolutamente todo. En cierto pasaje la discusión pasa por determinar el instante preciso en el que se insinúa una sonrisa en el rostro del personaje. Straub y Huillet hablan sobre ese momento con una precisión microscópica, y hay que mirar con suma atención para descubrir la diferencia entre un gesto y el siguiente. En otra secuencia, el movimiento de una palmera a la derecha del cuadro resulta para los directores de una desprolijidad inaceptable, involuntaria alteración producida por el azar que lleva a la búsqueda de cómo conjurar esa intromisión no planificada. Parece un diálogo de locos, o de maniáticos obsesivos incorregibles, pero en realidad somos testigos de un modo de trabajo y una práctica estética propios de un oficio que tiene sus secretos y sus reglas y cuyo ejercicio tal vez pertenezca a la antigüedad del cine. Tal vez.

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Las curvas de la vida

En clave pop, una película proveniente de Hollywood insiste, en algún sentido, con lo mismo. No es el cine sino el béisbol el campo de acción elegido. No es un documental sino una película de ficción, si todavía tiene sentido la diferencia. El título es engañoso y hasta tiene connotaciones de autoayuda: Las curvas de la vida (2012). El film fue dirigido por Robert Lorenz, con el protagónico de Clint Eastwood en un personaje no muy lejos de su Kowalski de Gran Torino (2008). Gus, cascarrabias e intolerante, es un viejo descubridor de talentos de béisbol. Su oficio consiste en detectar el verdadero talento en jugadores jóvenes de ligas menores para que los compren clubes de primera línea. El trabajo de Eastwood es observacional y, como el film revelará, no sólo se trata de mirar sino también de escuchar.

Más allá del reencuentro entre un padre y su hija, una abogada muy ambiciosa, el tema secreto pasa por la sustitución de un oficio vinculado a la mirada y la experiencia de los hombres por una mecanización electrónica y digital asistida por una computadora. El saber mirar es reemplazado por la estadística y el estudio comparativo de la efectividad de los golpes de los deportistas. El artesano, una vez más, es superado por un ingeniero en sistemas. Las curvas de la vida demostrará la falibilidad de la máquina y la actualidad y vigencia de la mirada artesanal. El reconocimiento del talento, y ahí estará el secreto para distinguir a un gran jugador de un jugador vistoso, pasa por saber escuchar el golpe y no tanto por observar los movimientos del cuerpo al batear y la eficacia eventual del golpe en una jugada. Sólo un saber no codificable en términos de bits distingue el talento verdadero. Extraña proposición indirecta: la preeminencia del oído sobre la vista puede servir también para mirar y hacer cine. Y tal vez, indirectamente, el film de Lorenz funciona tangencialmente como una moraleja sobre nuestra experiencia con el cine y sobre cómo aprender a diferenciar lo falso de lo verdadero.

De lo que no hay duda es que dos películas muy diferentes como ¿Dónde se esconde la sonrisa? y Las curvas de la vida giran en torno a un cambio ontológico que intuyen y exponen en sus propios términos. Los Straub, quizás los cineastas más grandes y libres en la historia del cine, y un principiante como Lorenz aluden a una transformación en nuestra relación y nuestra experiencia con la materia de las imágenes. En el devenir digital de las imágenes, el fin de la naturaleza analógica implica un nuevo concepto de representación y una nueva modalidad vincular. Dialéctica visual y digital, destinación técnica: en ese traspaso de un orden a otro algunos oficios mueren. Un film de los Straub no está lejos de ser un tigre de Tasmania o un quagga.

Este artículo fue publicado por la revista Quid en abril de 2013

Roger Koza / Copyleft 2013