EL BAFICI DESPUÉS DEL BAFICI 2015 (05): LOS BALANCES: TREN DE SOMBRAS

EL BAFICI DESPUÉS DEL BAFICI 2015 (05): LOS BALANCES: TREN DE SOMBRAS

por - Críticas, Festivales
10 May, 2015 06:15 | comentarios
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Under Electric Clouds

Por Nicolás Prividera

Tal vez se deba a la elección personal que todo recorrido por una cantidad inabarcable estimula, pero no deja de ser ostensible para cualquiera que en buena parte de este Bafici se percibe en filigrana la pregunta por la herencia, incluida la del propio festival. Si por un lado hay algo no por acostumbrado menos cansino en ciertas repeticiones o invariantes (como Upa 2, secuela de la película ganadora en 2007, o La princesa de Francia, cuyo premiación replica tardíamente y sin mayor entusiasmo los ditirambos dedicados a Viola hace un par de años), por el otro aparecen algunos saltos notables, lleguen o no a su meta, que ayudan a tener alguna esperanza en el futuro. Lo que sigue es apenas un punteo por esas luces y sombras:

“Cuando uno canta están a los maestros marcándote cosas, de manera inconsciente incluso”, dice Victoria Morán en la película que le dedica Juan Villegas. Queda claro que Victoria no es solo un amable retrato de artista (más cerca de lo cotidiano que de cualquier tentación mainstream) sino una pequeña reflexión sobre la independencia y la dificultad para sostenerla. La entrevista que tiene lugar al final de la película lo deja claro: “no hay excusas para no cantar”. Villegas está hablando de cómo sostenerse en pie, y ante todo de la posibilidad de reinventarse (todo lo contrario a lo que sucede con La vida de alguien, donde Acuña se identifica con un músico que –una vez más– no sabe cómo dejar atrás la nostalgia por la adolescencia).

Reinventarse parece la añoranza que anida bajo la oscuridad de La sombra, aunque también parece sucumbir a cierta nostalgia por el pasado que pretende ayudar a derrumbar. Pocas películas revisan de modo tan directo la novela familiar del cine argentino, pero tratándose de una película que intenta un (auto)retrato “íntimo, honesto y brutal” –como Javier Olivera lo definió en un reportaje– deja el sabor de un work in progress que aún espera su conclusión. Esto no se debe solo al evidente largo proceso que implicó (la película tuvo largos años de gestación, como el mismo Olivera después de El visitante –exhibida en el Bafici 99 como parte de la renovación generacional encarnada por la premiada Mundo grúa– y la posterior El camino, en la que caía bajo el peso del viejo cine argentino, que su padre terminó a su vez encarnando luego de haber contribuido a su renovación a fines de los años 50): Olivera parece no terminar de despegarse de ese pasado de opaca gloria (y ese es el otro sentido del título: el de un hijo que no deja de ser la sombra de su padre). Hay una indecisión entre la pura confrontación entre presente y pasado, que no puede sustituir al implícito agon entre padre e hijo, y en ese sentido el ajuste de cuentas parece quedar a medio camino, como una suerte de versión minimalista de la ochentosa Gracias por el fuego.

Si una historia familiar ligada a la vida de un país no necesariamente alcanza para constituir por sí misma una gran película, tampoco lo hace un personaje tan notable como el de El incompleto, de Jan Soldat. Como el espacio cotidiano explorado por Ulrich Seidl (En el sótano), se trata de simbolizar a través de una figura grotesca aquello que parece esconderse bajo el apacible presente alemán. Pero el mero registro termina volviendo todo demasiado fácil, como una mera curiosidad malsana, no menos débil que su personaje. Algo parecido sucede con Una juventud alemana, que se limita a exhibir su envidiable archivo (sería imposible hacer “una juventud argentina”) sin expresar el malestar de una cultura. Pese a su voluntad objetivista de no intervención del material y su retrato generacional, es evidente que la película no sabe qué hacer con su notoria protagonista (Ulrike Meinhof) y su figura trágica. De hecho la pregunta que queda flotando en el aire es qué queda de toda esta historia hoy en Alemania (o en la Francia de su director, Jean-Gabriel Périot, que seguramente la realizó pensando en su propia primavera del 68). Es como si la distancia entre pasado y presente (y el propio mandato de “no intervención”) hiciera de la inconmensurabilidad entre épocas una excusa para el inmovilismo.

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Aquí y en otro lugar

La distancia entre pasado y presente se juega en Aquí y en otro tiempo, pero esta vez el límite está dado por lo observacional. Si bien la película inicia con el relato presencial del único sobreviviente de la persecución franquista a los resistentes republicanos asturianos (cazados y exterminados entre 1937 y 1952) su director, Ramón Lluis Bande, asume que “del documento se pasa al monumento” a través de largos planos fijos de los sugestivos paisajes donde se estima fueron asesinados. Lo que nos recuerda la objeción de su compatriota Jaime Pena hace un par de años: “Creo que no resulta inapropiado recordar ahora una pequeña película realizada por un amigo, Xurxo González. La película se titula 36/75 y habla del golpe de estado de 1936 y la represión consiguiente en un pueblo gallego, A Guarda, fronterizo con Portugal y junto al estuario del río Miño. González filma los escenarios de esa represión, trazando un itinerario que se desarrolla a lo largo de esos primeros meses del ‘glorioso alzamiento nacional’ y cuyas escalas son las calles, las casas o los parques que aún hoy son testigos silenciosos de la historia. A cada plano fijo le sigue un rótulo explicativo: en este escenario ocurrió esto o vivía fulanito, el cual… (…). No sé si hace falta apuntarlo: 36/75 está inspirada por Profit Motive and the Whispering Wind , de John Gianvito, una película cuya estela ha debido de causar estragos por todas partes. (…) Estaría bien rastrear todos los homenajes y parodias a costa de la película de Gianvito”, decía Pena para referirse a Tierra de los padres (película que está muy lejos de aplicar tan rígido programa). Y suponemos que Pena penará entonces por la existencia de otra película como esta, pero sospechamos también que no lo escribirá, al ver el modo exultante con que presentaba a su director en la función Javier Porta Fouz (hablando no de esta película, incómoda para cualquier detractor de “Podemos”, sino de su fanatismo por la más pop El fulgor). Nadie es profeta en su tierra, y bien lo sabe aparte Bande: si la película tiene pese a todo sentido es precisamente porque logra sacar de quicio a quienes (como el franco compatriota que lo increpó tras la función por usar el verbo “asesinados”) pretenden seguir negando la memoria del exterminio.

Menos aún había un registro previo del genocidio que cuenta La mirada del silencio, tan osada y sospechosa como The Act of Killing, la anterior película de Joshua Oppenheimer sobre el mismo tema, aunque aquí logra un resultado más reconcentrado al confrontarse con una historia particular y hacer de su protagonista (un oculista que aprovecha sus entrevistas médicas para pedir explicaciones por el asesinato de un hermano, al que su nacimiento vino a sustituir) el alma del relato. El problema es que la inevitable confusión que reina en ese mundo al revés (donde los genocidas se llaman héroes y las víctimas deben guardar silencio) lleva a que la impugnación de un régimen a veces se confunda con la mera búsqueda de una reconciliación impostada. Ese fantasma se agita cuando la hija de un hombre senil que acaba de confesar que “bebía la sangre de sus enemigos para no volverse loco” pide perdón en nombre de su padre y el confesor la abraza (“de algún modo somos hermanos” dice ella). Y si bien Oppenheimer elige terminar su película con otra reunión familiar que deja a las claras la imposibilidad de la “reconciliación” (ya que el régimen sigue basándose en la amenaza de la repetición del genocidio), no podemos dejar de preguntarnos qué pasaría si uno solo de los asesinos esbozara su arrepentimiento, como hicieron en Sudáfrica para evitar la cárcel (sin que haya, que sepamos, ningún documental que nos proponga su modelo). Se diría que la distancia brechtiana que el film nos impone funciona precisamente porque eso no es posible en la realidad actual, pero que bien podría derivar en esa identificación hollywoodense que ambas películas conjuran, con solo cambiar ciertas coordenadas de la realidad. Después de todo, el director logró filmarlas porque era un admirado norteamericano, mientras que no sabemos cuál es el destino de su amenazado protagonista.

Salvando las distancias, algo parecido sucede simbólicamente con Caballo Dinero, el ¿cierre? de su acercamiento a Ventura, el protagonista de Juventud en marcha. Aquí ya no lo vemos recorriendo su fantasmal barrio bajo de Lisboa, sino un espacio indefinido que quiere ser un hospital o acaso una morgue. Lo mortuorio se acerca demasiado a la forma misma, porque es el mismo Costa quien parece peligrosamente cerca de su zona de confort, paseando a Ventura por decorados derruidos y haciéndolo cruzar con personajes hieráticos (ay, esa estatua viviente del final), como un títere de su propia conciencia culposa. Da la impresión de que todo lo que latía como una herida abierta en El cuarto de Vanda se transforma aquí en un galope muerto, como decía el poeta, donde el minimalismo deviene mero manierismo. Todo arte corre el riesgo de convertirse en su propio teatro muerto, y esa había sido la energía inicial de esta serie de películas, lejanas del estudiado artificio en el que Costa vuelve a recaer. Pese a su depurada maestría, todo suena impostado en Caballo Dinero. Si solo quería es clausurar de modo autoconsciente un sistema exhausto y quemar las naves, en buena hora, pero no lo ayudan los críticos que la festejan como su obra consumada y no ven que esa estetización termina siendo la misma perversión artie de Ciudad de Dios, otra película de muertos sin sepultura. Como dice un amigo cineasta que lo admira pero no deja de notar este momento crítico: «un cine hecho con inmigrantes debería ser una patada en la cabeza de la buena conciencia europea, no la posibilidad de disfrutarlo, de ser una experiencia sensual».

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Cuerpo de letra

Extrañamente, una película sobre las cuadrillas nocturnas que trabajan pintando consignas en las paredes es algo así como una experiencia sensual, sin dejar de ser a la vez una experiencia política. Desde su título, Cuerpo de letra asume ese doble juego y le presta una puesta en escena cuidadosa, lejana de cualquier repentinismo. Aquí el tema no es más importante que la forma, y Julián D’Angiolillo da un salto cualitativo desde su opera prima (Hacerme feriante), que era un muy interesante retrato coral de La salada pero algo más convencional. Se suma así a quienes, además de contar una zona que casi nadie explora (el conurbano bonaerense), lo hacen con una asumida conciencia de sus medios, como Hernán Rosselli y José Campusano. De todos modos, la película deja varios interrogantes, y no solo por su forma abierta y expansiva: también se torna difusa la motivación de los personajes, y ante todo a la lectura que se puede hacer de la participación como mero tráfico (dado que, más allá del plano conclusivo donde el protagonista ejerce finalmente su voto, las consignas “se venden” como una mercancía más). Habrá que ver cómo sigue el derrotero del propio D’Angiolillo, que parece estar preparado para grandes cosas si afina el lápiz.

También en su propio punto de inflexión parece encontrarse José Campusano, quien después de una larga saga que culminaba con la “profesionalización” de El perro Molina, rumbea a un cine de otra clase en Placer y martirio. Pero no se trata solo de que haya cambiado los barrios perifèricos por Puerto Madero y se meta con un mundo que no es suyo, sino que parece dejar de lado precisamente esa distancia (como si él mismo asumiera que se puede ir de un lado al otro con solo buenas intenciones): como resume Roger Koza, se trata de la “sustitución de una lectura de clase por una lectura de género”, donde la cofradía está dada por la pertenencia al mundo femenino (en el que la empleada asume el viejo rol de madre y amiga, muy lejos de las ironías de La nana). Lo que lo salva sigue siendo la incomodidad que provoca su cine: en la platea abundan las risas ante ciertas situaciones o diálogos fuera de registro, que sin embargo serían impensables frente a una película como El incendio (ay, esa escena de sexo “salvaje”), porque presupone un reconocimiento de clase a prueba de farsa. En ese sentido, el premio a la mejor dirección es tan bienvenida (ante sus oponentes, que consideran esta película la prueba del desatino de tomarlo en serio) como preocupante, en la misma premiación que consideró como mejor película La princesa de Francia: no debe haber nada más lejano del cool Piñeiro que el hasta aquí outsider Campusano, al que esperemos sus nuevos amigos no conviertan en una especie de Saverio el cruel.

Los que se burlan de él harían bien en escucharlo con más humildad: la retórica de Campusano es más convincente que la de la mayoría de los directores argentinos. En el Q&A resumió en una sola frase todo lo que esta nota intenta decir: «se filma lo filmado». Del mismo modo, se escribe lo escrito: la crítica lee las películas en sus propios términos, o repitiendo los consensos habituales, y reproduce así un sistema blindado en el que nada puede desmarcarse sin caer en el ridículo o el olvido. Raramente se piensa en una película como un objeto producido en ciertas condiciones, y se pierde lo que en ella hay de común o extraordinario. No es extraño entonces que el consenso premie las gráciles superficies pulidas de La princesa de Francia y deje de lado las sutiles e inquietantes asperezas de Cuerpo de letra: la película de D’Angiolillo es desafiante pese a sus problemas, la de Piñeiro es intrascendente hasta en sus aciertos. Una busca un modo nuevo de expresar un mundo tan familiar como inexplorado, mientras la otra se contenta con aligerar el peso de su teatro muerto.

Todo lo contrario sucede en una de las mejores películas del festival, Bajo nubes eléctricas, de Aleksei German Jr, donde los planos secuencia y las coreografías (menos exhibicionistas que en su anterior película Paper soldier) se ajustan a un retrato preciso, no solo de la ruinosa Rusia post-soviética, sino de un mundo globalizado bajo el poder devastador del capital. Frente a ese mundo (y las películas que propone para su gloria, tanto en el mainstream como en el indie), la revisión de la tradición que propone German Jr (su padre, Sokurov, Tarkovski, pero también Antonioni, Jancsó y la modernidad europea) es puesta en juego sin ironía ni cinismo, con una autoconciencia completamente moderna. Basta compararla con Babel, Un toque de violencia, o incluso Relatos salvajes, con sus episódicas historias de violencia aptas para todos los públicos: en la película de German las numerosas referencias a la cultura moderna son parte de esos desechos que nos resistimos a abandonar, y la violencia permanece fuera de campo (apenas la brusca sangre que brota de una nariz), como la Historia misma que se vislumbra como paisaje después (o antes) de la batalla. Como ese caballo arrastrado por la playa en el último y preclaro plano del film.

Nicolás Prividera / Copyleft 2015