DESPIDIENDO A JONAS MEKAS: EL RECOLECTOR DE COSAS HERMOSAS

DESPIDIENDO A JONAS MEKAS: EL RECOLECTOR DE COSAS HERMOSAS

por - Varios
03 Feb, 2019 07:43 | comentarios
Una conjetura general sobre el cine de Jonas Mekas o una forma de despedirse del maestro.

En julio de 2017, Jonas Mekas, con 94 años, visitó la ciudad de Madrid. La magnífica editorial Caja Negra había organizado una presentación de la versión al español de Cuaderno de los sesenta, una compilación de textos del realizador nacido en Lituania en 1922 de la que se puede inferir una complejidad y un rigor intelectual que no siempre son inmediatamente evidentes en sus películas. En ese libro indispensable se pueden leer también entrevistas con hombres y mujeres notables de la luminosa cultura neoyorkina de la década de 1960 y 1970. Los interlocutores de Mekas fueron Warhol, Ginsberg, Sontag, Lennon y Ono, entre otros; también cineastas no menos notables como Kubelka, Jacobs y Pasolini.

El día de la presentación del libro, el calor era imposible. Los 45 grados resultaban una amenaza para cualquier tipo de actividad. Todos intuimos con el paso del tiempo que las altas temperaturas resultan incompatibles con el ejercicio del pensamiento. Mekas no había llegado aún, y algunos miembros de la mesa preparada para discutir el libro y su obra, entre ellos, los cineastas Ado Arrietta y Deborah Stratman, y los críticos Ariel Schweitzer y Manuel Asín, vacilaban sobre si la leyenda viva del cine se presentaría al evento. Mekas llegó en punto. Vestía una camisa azul oscura y un saco del mismo color, llevaba puesto su sombrero blanco y estaba preparado para todo. Uno de los organizadores le preguntó si él iba a poder hablar con el calor asfixiante. Mekas respondió: “Después del verano, viene el otoño”.

El pragmatismo poético de aquella simpática respuesta, exento de quejas y condiciones, glosaba una posición del cineasta que lo excede. A un sobreviviente de los campos de trabajo y de refugiados de la Segunda Guerra, a un hombre que escapó sin dirección alguna junto con su hermano de los triunfantes totalitarismos europeos de mitad de siglo pasado, la incomodidad del clima, incluso después de tantas décadas de bienestar espiritual —como sus películas transmitían— era un dato que no merecía ni un mínimo de atención. La voluntad de vivir del cineasta, ese misterioso vitalismo que prevalecía en cada fotograma en que él aparecía, se explicaba paradójicamente por el temprano encuentro con el horror. Conjurar la abyección identificando los ocasionales fenómenos que afirmaran la vida fue la gran política (estética) del cineasta. En ese sentido, Mekas fue siempre la mejor refutación física y artística al famoso adagio de Adorno sobre la imposibilidad de hacer poesía después de Auschwitz.

En Ningún lugar adonde ir, en una entrada de su diario de 1952, Mekas afirma: “El siglo veinte (¿o fue el diecinueve?) produjo a Freud y a Jung: excavaciones en el inconsciente. Pero también produjo el cine donde el hombre es representado y definido por lo que ve, por la superficie, y en blanco y negro: como si desafiara a ambos, a Freud y a Jung. La superficie lo dice todo; no es necesario analizar los sueños; todo está en el rostro, en los gestos, nada está oculto en la realidad ni enterrado en el inconsciente: todo es visible…”. Esta declaración de Mekas ayuda a entender la poética de todas sus películas, destinada a aislar fragmentos de la existencia doméstica en los que resplandece amablemente un sentido mínimo en el orden del mundo.

En efecto, en Mekas, los entes animados sin lenguaje, los objetos creados por los que sí lo tienen, las ciudades, los paisajes, los hombres y las mujeres constituyen un todo viviente que visto a través de la cámara añade un plus a lo dado que lo justifica y lo trasciende. El cine podía prescindir del gran relato y atenerse a la hermosa apariencia cambiante de todo; una microfísica encantada fue el hallazgo del cineasta. Así registraba, con la mítica Bolex, fragmentos de pocos segundos sobre lo circundante y los montaba en un collage de placeres diarios. En la algarabía de los niños jugando, en el descanso de un gato disfrutando del sol en el living, en un instante entre otros de una calle de Manhattan en el invierno, en la prepotencia disimulada de una flor, Mekas compaginaba un ordenamiento estético que desdecía la insignificancia de los eventos ordinarios y la indiferencia con la que suelen presentarse a los sentidos. En el corazón de películas notables como Walden, Reminiscencias de un viaje a Lituania o Tomas descartadas de la vida de un hombre feliz se puede verificar esa confianza inaudita por filmar lo que está en la superficie y resulta hermoso pero que sin una cámara no se percibe.

En una de sus películas más extraordinarias, En el camino, de cuando en cuando, vislumbré breves momentos de belleza, se lee cada tanto una placa que dice: “Esta es una película política”. La insistencia es enigmática, porque Mekas no escenifica ningún signo directo que esté orientado a desdeñar los totalitarismos del siglo XX, a cuestionar el desenfreno consumista del capitalismo o simplemente enunciar injusticias reconocibles de la esfera pública (cosa que sí ha hecho en otros films). Una posible conjetura es adjudicarle un sentido político a toda experiencia que esté disociada del imperativo de la producción y el acopio de riquezas. En esos 320 minutos se celebran la amistad, el cine, la vida animal y los actos cotidianos, y al hacerlo lo visto se dispone estéticamente a una desobediencia respecto de un estilo de vida según el cual el placer es obligatoriamente un excedente del capital. En tiempos como los nuestros, cuando se ha llegado a naturalizar la perversa idea de que el tiempo es dinero y que debe estar siempre al servicio de un objetivo, el cine de Mekas es pura disidencia y asimismo un desvío del cinismo obligatorio de todos los días.

*1) Mekas; 2) Tomas descartadas de la vida de un hombre feliz; 3) Walden.

*Este texto fue publicado con otro título por Revista Ñ en el mes de febrero de 2019.

Roger Koza / Copyleft 2019