CINEFILIA ONLINE (21): VIAJE A ORIENTE

CINEFILIA ONLINE (21): VIAJE A ORIENTE

por - Cinefilia online, Críticas
26 May, 2020 09:08 | Sin comentarios
Viejos maestros y nuevos talentos. He aquí varias películas para viajar a ese continente geográfico (y simbólico) llamado Oriente.

Como sucede con los viajes reales a un continente, una región nunca puede conocerse o explorarse enteramente en una sola expedición. Más aún si la locación elegida es eso que llamamos Oriente, vastísimo territorio cifrado en una pluralidad ostensible e investido de múltiples fantasías, muchas de estas de índole espiritual, porque así sueña a menudo el occidental países como India, China y Japón, cuyas películas fácilmente desmienten ese prejuicio y de inmediato trastocan el lugar común.

En esta ocasión, varias cinematografías fundamentales, como la coreana, la filipina y la tailandesa, quedan afuera. Es un viaje limitado, incluso en los dominios elegidos. Pero los films elegidos sí detentan un momento relevante del cine y el tiempo de un país y asimismo presenta una característica clave de su cultura. 

Los ilusionistas rojos

El olvido y el recuerdo son magnitudes volátiles del tiempo, este corolario puede extraerse de Largo viaje hacia la noche, segunda película del realizador chino Bi Gan, en la que un hombre intenta volver a encontrar a una mujer que amó en el pasado y cuya imagen empieza a desprenderse de su memoria. 

El relato transcurre en Kaili y a la vez en el flujo de asociaciones y conexiones dispersas en la mente del protagonista. Si bien este regresa a su ciudad materna porque su padre ha muerto, y en esa vuelta tiene que enfrentar también la muerte de un amigo inmiscuido en el mundo del juego, nada es más importante para él que hallar a su enamorada, ahora quizás actriz y cantante, tal vez madre de un hijo de otro hombre. En verdad, el tiempo concreto es impreciso, aunque el 2000 es un indicio leído en un calendario. En verdad, la discontinuidad temporal y espacial de las escenas reproduce el funcionamiento de la memoria de Luo Hongwu; en la primera hora, los zigzags narrativos definen la construcción del relato.

En efecto, la naturaleza heteróclita del relato puede confundir, como también fascinar, ya que la composición narrativa del film es un facsímil de un sueño, incluso cuando, al cumplirse más de una hora, el aludido montaje discontinuo da a lugar a un plano secuencia de una hora y minutos en el que la cámara recorre un extenso territorio, hasta llegar incluso a volar (y no hay trucos digitales para sortear los obstáculos del registro). Esa hora final (originariamente en 3D) no es otra cosa que un film que ve el protagonista en un cine, o más bien un film soñado en el que retoma todos los signos que cifran su vida diurna y real, con varios elementos fantásticos, pero lo suficientemente reconocibles, porque la intuición en y por fuera del film en sí es que la vida de la conciencia y la experiencia cinematográfica se amalgamen sin distinguirse. Largo viaje hacia la noche es definitivamente un viaje, como promete el título, cuyo recorrido no está exento de perplejidad, el precio a pagar por experimentar un trance anímico y cognitivo.

The Wild Goose Lake, de Diao Yinan es, de inicio a fin, un prodigio visual: un tiroteo en un zoológico en el que los animales observan impávidamente la necedad de los hombres, otro tiroteo cuyo preámbulo es una danza callejera en la que los participantes emplean zapatillas de luces de colores o la magnifica contienda inicial entre los mismos miembros de una familia de mafiosos por la jurisdicción de zonas de robos de motocicletas, en la que Diao prefiere condensar la violencia a través de primerísimos planos sostenidos de la reyerta, son pruebas contundentes del virtuosismo. Todo es esplendoroso en este film noir que se desarrolla en la ciudad china más famosa de la República Popular China de la actualidad: Wuhan. 

Como todo policial negro, el argumento es deliberadamente intrincado, y el empleo de dos extensos flashbacks con los que abre el film son característicos de toda una tradición narrativa del género. Un gángster quiere volver a encontrarse con su esposa, a la que no ve desde hace cinco años. Este, envuelto en una revuelta de mafiosos, dispara contra unos policías, a quienes confunde con sus rivales. 300.000 yuanes piden por él. Todos lo buscan, y en vez de encontrarse con su mujer, lo acompaña una prostituta ligada al mundo al que pertenece, quien sustituye a su exmujer en un encuentro pautado con esta. Hay sorpresas de todo tipo, giros imprevistos y detalles que trastocan el lugar común del entendimiento. Pero el argumento es secundario.

Es que el placer mayor de la cuarta película de Diao no recae en descifrar las acciones y las motivaciones no explícitas de sus protagonistas, sino en sus delicados hechos físicos capturados por la cámara. La culminación más prosaica en la ejecución de un momento de sexo oral puede transformarse aquí en un acto estético, al igual que la penetración de un paragua en el centro del estómago de un mafioso. Todo el film puede ser visto como un documental indirecto sobre la luz y la relación cromática que se establece entre la gama de colores y los objetos. Y, también, como una descripción sociológica oblicua acerca de la composición delictiva de la sociedad china, que incluye a la institución policíaca y que se extiende hasta la lógica misma que organiza todo el orden laboral.

India, más allá de los mitos

Nadie sabe muy bien qué derrotero tendrá su propia vida, y pocas cosas son tan hermosas en el cine como aquellas películas que transmiten el carácter radicalmente contingente del destino de una persona. Un tiempo, una lengua, un territorio, una conformación familiar, una clase social (o una casta), incluso el clima y la vida natural circundante condicionan ese devenir; que así sea no significa que el trayecto de una vida esté predeterminado, y es justamente todo esto lo que se puede asir enteramente en la famosa Trilogía de Apu, del coloso de Calcuta, el cineasta Satyajit Ray.

En Pather Panchali: el pequeño sendero, Ray introduce la familia y la cotidianidad de su pequeño protagonista: madre, padre, tía y hermana mayor, quienes viven en una aldea de Boral, Garia, no muy lejos de Calcuta. La vida rural es tan ardua como amable, y Ray acopia los testimonios domésticos necesarios para que un estilo de vida se plasme con total ecuanimidad: la hermosura de la naturaleza es indesmentible, y esto no es inadvertido para Apu, como la puesta en escena se encarga de señalar, del mismo modo que el relato también indica su costado impío: de un día a otro, el propio hogar puede quedar desmantelado ante una tormenta descomunal.

En ese contexto, Ray sitúa a su personaje, que observa a su abnegada madre y a su padre, a veces demasiado cándido respecto de sus aspiraciones como escritor, un niño que demuestra atención por todo, más aún cuando se trata de actividades culturales. Su rostro atento frente al desarrollo de una obra de teatro es mucho más que una casualidad; es la exteriorización de una voracidad cultural.

Siendo este el primer film del director, es apabullante comprobar la precisión de cada diálogo, los gestos y las elipsis. El protagonismo simbólico y concreto que tienen los trenes en esta primera parte es tan decisivo como la presencia de la lluvia, que Ray sabe registrar como pocos. 

La segunda parte de la trilogía es notable. En Aparajito: el invicto, la familia se ha mudado a Benarés, ciudad sumida en el mito, como bien se introduce en el preámbulo con toda la variedad de ritos ligados al río Ganges. Sin embargo, en esa ciudad se afianzará el interés por el conocimiento; el preadolescente Apu preferirá a Newton antes que a Ganesha. Es una etapa de aprendizaje, a veces no desprovista de tristeza. En la ciudad sagrada por antonomasia de la India, el niño conocerá por segunda vez la intensidad del dolor por la pérdida de un ser querido. En esto, Ray demuestra una vez más su imaginación pictórica para filmar una muerte: la relación que establece entre el último respiro de un personaje y el libre vuelo de una bandada de pájaros es de una creatividad visual singularísima (algo que repite en la última parte de la trilogía, en relación al final de otra vida y la visión del moribundo de una aparición repentina de luciérnagas). 

En el desenlace, Ray permite ver el crecimiento de Apu, el paso de la adolescencia a la madurez, su pasión por el conocimiento ya afianzada, el abandono definitivo de su aldea y el desarrollo de su propia vida en Calcuta, el deseo de convertirse en escritor y asimismo la llegada del primer amor. En El mundo de Apu, el personaje tiene una vida que es apenas una versión mejorada de la de sus padres: el trabajo sobre la relación de semejanza y diferencia entre el presente y el pasado del personaje es otro mérito del guion y la realización. Todo lo que sucede entre su esposa y él, en la breve convivencia que tienen en la habitación de Calcuta, reenvía ese tiempo nuevo al universo doméstico de sus padres.

La trilogía de Apu es un hito en la historia del cine, y constituye también un desmantelamiento de las fantasías que muchos occidentales proyectan sobre la India. Al respecto, Ray no niega los mitos ni las tradiciones milenarias; sin duda, las respeta, pero no las venera, y sugiere sin desmerecerlas que allí anidan obstáculos para el progreso. En esto, Ray fue un iconoclasta, un humanista que creyó en el conocimiento como el gran motor del espíritu humano.

Ray estrenó la trilogía en la mitad de la década de 1950; el relato empezaba a principios de la década del ’20. Thithi, de Ream Ready podría aludir a cualquiera de esas dos fechas mencionadas, hasta que se alcanza a divisar un celular. Sucede que las aldeas de la India no lucen muy diferente de como lucían 100 años atrás, pero lo del celular es contundente: los jóvenes de una aldea de Karnakata consumen pornografía.

Si bien la trilogía de Ray y la ópera prima de Reddy eligen la aldea como escenario inicial, Ray prescindía del costumbrismo, no así el joven cineasta indio, que trabaja sobre las costumbres pretéritas en un contexto pragmático y en una época en la que coexisten la cultura digital y los ritos ancestrales. El drama, no exento de comicidad, pasa por la adjudicación de unas tierras. Tras la muerte de un hombre de 100 años, a su hijo, el heredero inmediato de más de 80 años, no le interesa en lo más mínimo ni la posesión de la tierra, ni el dinero que puede obtener de su venta. El nieto, en cambio, está urgido de ese dinero y pretende entonces hacer pasar por muerto a su padre para quedarse con los títulos y así luego venderla. De todo esto se predica un conjunto de contratiempos simpáticos que revela la eterna burocracia estatal india propensa a la corrupción y el desinterés de las generaciones más jóvenes respecto de los valores tradicionales de su pueblo.

La inconmensurable nación del sol naciente

Ninguna nación de Oriente cuenta con tantas tradiciones y maestros del cine como Japón, una paradoja, en cierta forma, debido a que su territorio es el menos extenso y las variaciones lingüísticas y culturales son menores. Pero la lista es numerosa, tanto del pasado como del presente. Del periodo clásico, se podría haber elegido a Ozu, Naruse, Yoshimura, Shindo o al más famoso de todos: Kurosawa. No menos geniales son aquellos iconoclastas y modernos, como Oshima, Imamura, Suzuki, Adachi, entre otros. Y hay varios notables entre los contemporáneos: Kitano, Kurosawa (el otro), Sono, Matsumoto. Por esta vez, solamente, una gloria del pasado y un maestro viviente: Kenji Mizoguchi y Hayao Miyazaki. 

En 1956, a los 58 años. Mizoguchi muere de leucemia. La extraordinaria La vida de Oharu es de 1952, y de esa fecha hasta su muerte hizo ocho películas más, la mayoría tan magistrales como la historia de la involuntaria prostituta llamada Oharu, una mujer que podía haber vivido enteramente de otro modo, pero su existencia no fue otra cosa que una cosecha de amarguras. Basada en una novela del siglo XVII titulada Vida de una mujer amorosa, de Ihara Saikaku, Mizoguchi y su guionista, Yoshikata Yoda, no alteran la sustancia del relato, pero sí le imprimen un tono de melodrama ausente en la pieza literaria.

Como es de suponer, poco tiene que ver el melodrama japonés con el mexicano y el hollywoodense; la codificación y la expresión de los sentimientos pertenecen a otro orden simbólico, lo que no significa que estos no puedan desoír el llamado a la contención propio de una cultura. En una hermosa escena, casi en el inicio, el pretendiente de una clase inferior (Toshiro Mifune) le declara su amor en un bosque y Oharu termina en sus brazos; ese pasaje sintetiza qué concebir aquí como melodrama y también el estilo de Mizoguchi: todo se observa a cierta distancia, sosteniendo la extensión de la duración del plano y prescindiendo de primeros planos (aunque en este film hay algunos). Circunspección y precisión. Esa escena es una de las tantas glorias del film. 

A través de un flashback prodigioso que se suscita en la visita de la protagonista a un templo budista, La vida de Oharu cuenta la historia de una mujer que es condenada sistemáticamente por circunstancias propias de una época y sus costumbres a someterse a un régimen patriarcal en el que las mujeres pueden ser madres, cortesanas, sirvientes o prostitutas, mas nunca autónomas y menos libres. Aun Oharu, que proviene de una familia ligeramente acomodada, tendrá un destino desgraciado, acaso porque el dinero, sin importar el origen social o el clan al que se pertenece, domina absolutamente todos los intercambios. En ese sentido, aquel tiempo y el nuestro no difieren, aunque se trate del siglo XVII, que aquí no es dato decorativo, sino una ontología completa que se despliega en los gestos, indumentaria, arquitectura, interiores, sonidos e incluso en la misma naturaleza, como si esta hubiese sido filmada en aquel entonces. 

En el cine de Miyazaki, la naturaleza es la protagonista ubicua de sus grandes películas, más allá de la infinita capacidad del dibujante y realizador japonés para crear personajes inolvidables como Mononoke, Chihiro o Ponyo. Casi todas sus películas están disponibles para ver online, incluso el documental 10 años con Hayao Miyazaki, en el que Kaku Arakawa sigue la cotidianidad del cineasta, desde que llega a las 10 de la mañana con su Citroën 2CV azul a su estudio, no muy lejos de las oficinas de los Estudios Ghibli, hasta que termina la jornada de trabajo, no siempre inspirada o productiva. El fuera de campo de toda su poética se revela en los cuatro episodios del documental, y es en sí una excelente introducción a su obra. 

Es difícil elegir un film de Miyazaki, pero tal vez La princesa Mononoke, sexto film del realizador, es el que mejor glosa el genio de su arte y asimismo el que más se acerca a la otredad cultural a la que pertenece: una cosmogonía y un orden del mundo completamente ajenos al imaginario occidental se materializan en ese milagro animado con una fuerza expresiva pocas veces vista. En la contienda entre entidades metafísicas que viven en el bosque y una forma de civilización predatoria encarnada por los hombres resplandece una visión del cine y del mundo. Por otro lado, ese film regala una de las figuras más hermosas que ha dado el cine en toda su historia: “El espíritu del bosque”, una criatura encantada e imponente, nacida de la imaginación de Miyazaki, gracias a la cual se le puede adjudicar al realizador el título de demiurgo.

Fotogramas: The Wild Goose Lake+El mundo de Apu+La vida de Oharu+Largo viaje a la noche; 2) Largo viaje a la noche; 3) Pather Panchali: el pequeño sendero; 4) La vida de Oharu.

*Las películas mencionadas se puede ver en Netflix, Qubit. Tv y Mubi.

Roger Koza / Copyleft 2020