CANNES 2011 (09): LOS OCCIDENTALES

CANNES 2011 (09): LOS OCCIDENTALES

por - Críticas, Festivales
20 May, 2011 11:52 | comentarios

Por Roger Koza

Otra nueva decepción en competencia: La piel que habito, de Pedro Almodóvar. De los grandes directores consagrados, sólo queda ver la película del turco Nuri Bilge Ceylan, Érase una vez en Anatolia, y hace casi 10 años que Ceylan, sin dudas un fotógrafo eximio, no hace una buena película. Lejano es de 2002. En menos de 4 horas se sabrá.

Hace un largo tiempo que el universo cinematográfico de Almodóvar conversa poco y nada con el exterior. Sus películas son solipsistas, mónadas sin ventanas, o, dicho con mayor precisión: el cine y el mundo son inconmensurables entre sí; nada tiene que ver uno con el otro. La explosión libertaria española de fines de los ’70, que tuvo a Almodóvar como un intérprete lúcido, ya no es su interés predilecto. Desde fines de los ’90, el Almodóvar maduro se ha especializado en la intimidad. Al menos por lo visto hasta hoy, la comedia resulta incompatible con ese tópico, y el drama no va más allá de lo que sucede dentro de la piel de los personajes.

La piel que habito arranca con una referencia histórica precisa: Toledo 2012, y en algún momento la historia irá hacia atrás, unos 6 años antes. Pero el film podría estar situado en el limbo, y no es casual que esta exploración sobre la identidad humana dé la espalda a España y su contexto actual, más allá de la voluntad claustrofóbica que atraviesa el film, que prácticamente transcurre en espacios cerrados y en donde la piel es un cerco vulnerable. La única nota de contemporaneidad es que los personajes leen La República y ya no El País, una flecha irónica directa contra el crítico de ese diario con quien Almodóvar tuvo una discusión hace dos años. Y allí Almodóvar tenía toda la razón.

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La piel que habito

Antonio Banderas es un cirujano plástico. Su mujer murió carbonizada. Su obsesión: inventar una piel, es decir, el contorno de la identidad. “El rostro nos identifica”, dice el personaje de Banderas, mientras da una conferencia sobre el trasplante de rostro. Las investigaciones del doctor rozan los límites del manual de bioética del siglo XXI. Y es por eso que su conejito de Indias parlante vive encerrado en su clínica privada. ¿Un spa de experimentación subjetiva? El parecido con su mujer muerta es ostensible, aunque más tarde habrá revelaciones, y nuestro doctor quizás sea un delincuente delirante.

La afirmación más poderosa del filme reside en postular la plasticidad de la identidad humana. Todo es alterable: el rostro, la piel, el sexo. Como siempre, la sexualidad humana en Almodóvar es manipulable, un punto de vista que se apoya en otro que el film suele defender, aunque no siempre con los mejores argumentos: la experimentación e investigación científica madura sin límites éticos. ¿Una película de terror? Tal vez, aunque en los últimos 30 minutos se filtra el humor irónico de su director.

La piel que habito es una película fallida. Sus excesos musicales, la poca fluidez de su relato, los subrayados y el desprecio rotundo por vincular el filme con el mundo atentan contra la obra maestra que muchos sospechaban y que ahora, incluso después de ser vista, insisten en defender. En ciertos instantes el grotesco invade, quizás sin proponérselo: la cogida de Zeca (un hermano perdido del médico) a Vera (Elena Anaya) es una de las escenas supuestamente graciosas del film. Quedará dolorida por la fuerza primitiva de la bestia. Después, el doctor querrá tener sexo con Vera, pero la heroína que en sus tiempos libres se dedica a la escultura y a practicar yoga de Iyengar, todavía tiene su órgano genital hinchado. El doctor sugiere ir entonces por el culo.

Quizás el jurado le encuentre méritos que el film no tiene: Uma Thurman, Jude Law y Robert De Niro aman al español, lo que en este caso no es lo mismo que amar el cine. Almodóvar es un director valioso con películas importantes, incluso en su último período tiene títulos valiosos. Pero las promesas de La piel que habito se diluyen a medida que avanza su metraje. Un elegante fundido encadenado de un rostro de un hombre que deviene en mujer, o algunos planos en picado heterodoxos no conquistan la trivialidad de su propuesta y la grosería que merodea cada tanto. La dermatología de Almodóvar no puede hacer suyo el famoso aforismo de Valéry: “Lo más profundo es la piel”.

Hoy a la mañana llegó el turno de This Must Be The Place, del italiano Paolo Sorrentino, cuarto film del director que participa en Cannes y el primero hablado en inglés (y título homónimo de un tema de David Byrne, que tiene una aparición gloriosa en la película), se parece a una de las tantas películas que se estrenan en Argentina todos los jueves. De Cannes siempre se espera más, pero es posible que la cosecha 2011 no haya sido buena. Muchos nombres consagrados están, pero quizás las musas inspiradoras estaban de vacaciones en el momento de filmar.

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This Must Be The Place

Sean Penn es un músico retirado conocido como Cheyenne. Vive en Irlanda con su mujer, en una suerte de mansión, aunque su vestimenta y su conducta como consumidor no es la típica de un rockero devenido en millonario. A imagen y semejanza de Robert Smith, el cantante de The Cure (aunque a veces parece Forrest Gump versión dark), Cheyenne carga en sus espaldas las consecuencias de sus letras depresivas. Varios fans adolescentes prefirieron el otro mundo y él se siente responsable.

Por décadas no vio a su padre, ya muerto, lo que lo lleva a una suerte de viaje iniciático por Estados Unidos para seguir un mandato particular de su progenitor: dar con un nazi y hacer justicia. Este hijo de un sobreviviente del Holocausto poco sabe de ese episodio que mancilló la historia del siglo XX. Para eso irá a una clase dictada por un amigo de su padre, un cazador de oficiales SS. Bastarán unas diapositivas para entender el fenómeno. En algún momento, Cheyenne dará con el nazi en cuestión. El castigo elegido poco tiene que ver con el cumplimiento de una venganza. La humillación no corresponderá en este caso a la lógica del ojo por ojo, aunque la resolución estética se anticipa en la pedagogía visual elegida por el perseguidor de oficiales hitlerianos. No es precisamente una buena elección, a pesar de Sorrentino debe haber pensado que un plano general en medio de la nada y una caravana en donde se esconde el monstruo eran estéticamente cool.

El film de Sorrentino es convencional y didáctico, y casi siempre mediocre; su talento está contenido en un universo en el que las reglas del juego narrativo y estético son precisas; esta fantasía americana, con un sospechoso giro final conservador, está muy lejos de El divo, su película anterior que transmitía una voluntad obsesiva por experimentar en los encuadres y agilizar el relato a golpes de montaje, en un sentido por momento novedoso. La conversión a Hollywood acrecentará su cuenta bancaria. Los Ángeles ya tiene al sucesor de Muccino.

Penn, capaz de convencer al jurado de que su interpretación es extraordinaria, puede llevarse el premio mayor a la mejor actuación masculina. Y quizás ahora este film liviano y ridículo sea una película ideal para premiar, y contrarrestar un poco la ola nazi que acecha en Cannes. Después de que Lars von Trier confesó su simpatía por Hitler, y sugirió decretar “la solución final” para los periodistas cinematográficos, algunos dicen haberlo visto hoy al mediodía caminando desnudo, como sucede con el cretino del film de Sorrentino, por la alfombra roja.

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Drive

Hollywood está más presente que nunca en este año canino. La hollywoodización del festival que hizo del cine de autor su política (pero que no ejerce con lucidez la política de los autores), insiste en el glamour y ya casi no apuesta al riesgo. Todo es previsible. De las elecciones californianas, la más interesante es Drive, un film de género protagonizado por el ascendente Ryan Gosling y dirigido por el danés Nicolas Winding Refn. La cinefilia solipsista parece haberla abrazado como si se tratara de una genialidad. Es la zona Tarantino del festival: sangre, autos, sexo, ítems articulados en un romanticismo fálico propio del Hollywood de los ’70, época que con la que el film parece identificarse.

Gosling al volante es un Ayrton Senna proletario. Con sus guantes de corredor toma el volante como si se tratara de un caballo. Domina los fierros, y es un duro, aunque también es sensible: su vecina (Carey Muligan), quien tiene un hijo y un marido que alterna entre la cárcel y el fracaso, lo conmueve. Si bien trabaja en un taller mecánico, sus otras actividades laborales oscilan entre trabajar de doble en las escenas automovilísticas de películas y asistir al hampa en materia de conducción. Tanto la primera escena que abre el film (un robo), como un pasaje en el que se ve el rodaje de un accidente para una película demuestran la pericia de Refn.

Drive, que bien podría ser concebido como un western maquillado en donde los caballos son sustituidos por automóviles,  seduce por la puesta en escena: los diálogos suelen ser tomados en extraños planos en contrapicado, los ralentis son fabulosos y el paroxismo de la violencia hasta sirve para trastocar la hemoglobina en tema humorístico. Pero hay dos méritos que elevan al Drive de la medianía de varias películas de su tipo: la presencia gloriosa de Albert Brooks en un papel secundario pero fundamental (un tipo vinculado a los negocios sucios pero también al cine, europeo, agrega, en un comentario que excede al film y habla un poco de su propia carrera como cineasta) y una decisión final en donde el personaje de Gosling toma una decisión que resignifica la totalidad de la película. Dicho en otros términos: cuando en una película el dinero no articula el deseo, se trata entonces de un film secretamente rebelde, intempestivo para su época y una excepción a la regla. Drive, por momentos, se inclina hacia el inconformismo.

Roger Alan Koza / Copyleft 2011