CANNES 2009: LOS AUTORES DE LA POLITICA

CANNES 2009: LOS AUTORES DE LA POLITICA

por - Festivales
26 May, 2009 09:08 | comentarios

  

por Roger Alan Koza

Gracias a la gentileza de Gonzalo Maza, programador del festival de cine de Valdivia, puedo leer ¿Qué es el cine moderno? Se trata de libro de Adrian Martin, que este respetable festival chileno publicara el año pasado. Leo allí algo que venía sugiriendo en estas crónicas de Cannes: “Debemos establecer conexiones entre los filmes que no dependan siempre de la presencia de un <<nombre>> que los legitime. ¡Debemos descubrir las películas sin autor!”.

Cannes es un festival que practica al pie de la letra la política de los autores, el viejo concepto surgido de la crítica cahierista de la década del ’60. Es un concepto útil aunque impreciso, pues la categoría de autor puede ser problematizada a tal punto que el término autor deje de tener sentido. Después del estructuralismo y la deconstrucción, insistir en el autor parece ser un gesto porfiado y caprichoso.

Pero el problema es otro. Más allá de los autores, o junto a éstos, estaba el otro término: la política. Por política habría que entender en este contexto un posicionamiento del crítico por el que se convalida que detrás de toda película no solamente hay un autor, sino que en él se expresa una conciencia, a través del plano, que da cuenta del juego de fuerzas sociales y materiales que ordenan, limitan, reproducen y a veces cuestionan el orden simbólico. Este orden es precisamente el conjunto de reglas explícitas e implícitas por las que podemos inteligir el mundo en el que vivimos.

En plena crisis capitalista, pues los europeos ahora hablan de crisis con cierto tono de novedad, muy pocas películas que se vieron en Cannes tuvieron el brío de interrogar el presente. Las más audaces eligieron un método conveniente: mirar el pasado para establecer una analogía o secreta conexión entre lo pretérito y lo presente. La ganadora de la Palma de oro es un buen ejemplo de ese procedimiento.

No hacía falta ser Nostradamus para sospechar que Michael Haneke se iría de Cannes sin un premio en la mano. El presidente del jurado, Isabelle Huppert , ha sido una presencia reiterada en sus películas. Pero Haneke no ganó aquí por puro acomodo, sino por creer en un cine  capza de interrogar el mundo en el que vivimos y revelar algo que sólo una cámara puede hacer. No siempre es prolijo en sus intentos, pero sí se trata de un realizador político.

Probablemente, The White ribbon no es su mejor película, pero es coherente con su obra sólida y rigurosa, cuyo tema por antonomasia ha sido siempre la violencia como expresión lógica de la disfunción secreta de un sistema socioeconómico y convalidada por un cuerpo de creencias. En efecto, Haneke, desde su magistral opera prima, El séptimo continente, ha buscado encontrar el lenguaje cinematográfico apropiado para jamás ratificar la violencia como un comportamiento intrínsecamente humano. A menudo se lo califica de nihilista o de un mero misántropo. Son calificaciones infundadas. Su tratamiento sobre la crueldad, en todos sus films, y en The White Ribbon, en particular, subordina la estética a una ética de la representación. ¿Hasta dónde se puede mostrar la crueldad de nuestra especie? ¿Hay un límite? Ni siquiera en Funny Games, tanto en su versión austriaca como en la estadounidense, Haneke traiciona una premisa de trabajo: las formas que un cineasta elige definen qué se dice sobre un tema elegido. Un plano de Haneke nunca ha sido cómplice respecto de la brutalidad humana.

 

El film ganador de la Palma de Oro transcurre en una aldea protestante al norte de Alemania, entre 1913 y 1914. Un conjunto de eventos violentos indican que la pureza, aquí simbolizada por una cinta blanca que el pastor del pueblo ha regalado a sus hijos, no es precisamente la virtud del alma que domina en esta comunidad de feligreses obedientes. La voz en off de un maestro funciona como una guía narrativa: “la historia puede ser verdadera”, nos dice, aunque agrega que es difícil recordar exactamente qué ocurrió. Interrogar el espanto no es una tarea sencilla.

Lo que sigue es simplemente un relato en el que se combina la dureza y el hieratismo de la vida cotidiana de los pobladores con varios “accidentes” que denotan las contradicciones perversas de un modo de vida. Si bien hacia el final habrá un giro inesperado en el que los sospechosos habrán de ser los más inocentes, poco importa para Haneke saber quién fue, sino más bien le interesa indicar cómo y por qué suceden cosas semejantes.

El tono cromático del film es perfecto: los planos generales del pueblo cubierto de nieve poseen un esplendor cuyo correlato necesario es la oscuridad grisácea que predomina en las escenas en interiores. Es un mundo blanco y negro, uno de grandes contrastes hipócritas.  Y es lógico, también, que Haneke elija en esta ocasión planos fijos extensos: se trata de un mundo sin cambio, una cosmología en punto muerto.

The White Ribbon es un film sobre los riesgos de la sumisión a un dogma. Haneke insinúa, al mismo tiempo, una hipótesis: en ése atmósfera cultural, el futuro advenimiento del nacionalsocialismo era una cuestión de tiempo. Los niños de su película son los futuros líderes de la juventud hitleriana.

Un crítico amigo me decía que la película de Haneke nos da una falsa idea que el fascismo era una cuestión de paternidades deficientes. A mi modo de ver, Haneke propone que este kantismo elevado al cuadrado conduce a un sadismo desproporcionado. En todo caso no es un problema de paternidades deficientes sino de un patriarcado que en la figura del fürher alcanzaría su apoteosis. En ese sentido, la escena más violenta de toda la película es de índole discursiva: el modo en el que un médico humilla verbalmente a su amante sobrepasa los castigos múltiples que The White Ribbon habrá de mostrar. La pedagogía integral del patriarcado fanático empieza en la lengua y finaliza en el látigo. En el principio era el verbo.

Muchos críticos amigos me decían que Vincere de Bellocchio y Les herbes folles, la película de Resnais eran dos grandes películas. Nos las pude ver. El premio consuelo para Resnais fue un poco vergonzoso. El propio Resnais lo señaló con la elegancia de un sabio. Bellocchio, que ahora revisa la controversial historia contemporánea de Italia, dejando los ‘60 y yendo directamente a inspeccionar la juventud de Mussolini, no consiguió siquiera que se nombre su nombre

Lo mismo pasó con el director palestino Suleiman. Conceptualmente humorística y formalmente atrevida, la única película estrictamente política (y personal) de la competencia oficial pasó inadvertida. The Time That Remains, de Elia Suleiman, es un film autobiográfico en el que el director revive un poco gran parte de su vida, la que coincide con el establecimiento del Estado de Israel hasta nuestros días.

Inspirada en algunos diarios de su padre, quien tuvo que exiliarse en la década del ‘60, Suleiman, en primer lugar, establece una ligazón entre la historia política y la historia personal: la intimidad se inscribe en un texto político. Es notable que su película jamás podría ser concebida como antisemita.

Narrativamente lineal, The Time That Remains es una película rizomática: no tiene un centro narrativo, más bien acumula situaciones que van constituyendo una tesis: la injusticia sistemática en la que vive el pueblo palestino. La extraña comicidad de Suleiman funciona como una herramienta eficiente contra el absurdo. Hay un pasaje memorable en el que se ve un muro que separa el lado judío del palestino. Un plano general muestra el muro. El siguiente se lo ve a Suleiman con una garrocha. Hace una pausa, mira, sale corriendo, toma impulso y lo salta. Es una instancia desopilante. A través del humor se disloca la supuesta racionalidad política de un Estado opresor.

Las reseñas y los comentarios remarcaban la similitud entre Buster Keaton y Suleiman. Pero la referencia secreta de Suleiman es Jacques Tati. Si el tema político en Tati es la paulatina americanización del mundo, Suleiman es un eximio intérprete de la naturalización de la estética de la opresión en la vida cotidiana. Así, un tanque en la calle deja de ser una presencia de terror para transformarse en un artefacto de control diario tan inerte como un semáforo.

Tati y Suleiman también entienden que en la forma palpita una política. La concepción del sonido de The Time That Remains es fascinante: Suleiman está en su cuarto. Afuera, dos grupos, uno palestino y otro israelí, están a los tiros. El sonido del tiroteo es interrumpido por otro sonido, hasta ese momento inidentificable. El tiroteo, efectivamente, se detiene. Suleiman expresa con una mueca cierta sorpresa. Plano siguiente: una mujer está cruzando la calle con su bebé en un carrito. La guerra se detiene. Cruza y vuelven los tiros. La escritura cinematográfica de Suleiman es admirable.

Como sucedió inexplicablemente con Waltz for Bashir en el 2008, The Time That Remains no obtuvo ninguna reconocimiento en Cannes 2009. Pero son estas películas las que le dan respiro a esta supuesta fiesta del cine, una celebración del séptimo arte que muchas veces se confunde con la opulencia y el narcisismo característicos del primer mundo.

(Fin de la serie)

FOTOS: 1 y 2) The White Ribbon; 3) Suleiman.

Copyleft 2009 / Roger Alan Koza