BREVES APUNTES SOBRE UNA FÍSICA DE LA CRÍTICA

BREVES APUNTES SOBRE UNA FÍSICA DE LA CRÍTICA

por - Ensayos
12 May, 2020 11:18 | comentarios
Como el título lo indica, es apenas un esbozo, y nada más que eso, sobre cierta tendencia en el ejercicio de la crítica de cine.

Una aclaración pertinente: voy a reescribir en mi teclado lo que alguna vez dije oralmente en una sala de cine que funcionaba como espacio de conferencia. Lo que hablé en esa ocasión estaba organizado en un papel: conceptos, alguna frase general, una cita, muchas líneas que operaban como una estructura relacional que pretendía una racionalidad. Se me sugirió recibir el audio de la conferencia real para entonces reescribir desde la intervención concreta de aquel día. Podría haber aceptado pero preferí evitarlo. Sabía muy bien lo que había dicho porque no se trató de una improvisación. Confieso entones mi resistencia a leer una ponencia. Nunca me gustó. Siempre pensé que si una ponencia será solamente leída frente a un público lo ideal consistiría en darla a conocer con anterioridad por la audiencia y directamente avanzar sobre lo escrito en forma de preguntas. Por eso no leí, aunque también puede tratarse de un argumento que suaviza una irresponsabilidad.

Digo esto porque sé que tendré esta dificultad: escribir como si se tratara de una conferencia todavía no pronunciada de la que en verdad vuelvo a ella con la experiencia ganada de antemano pero pretendiendo simular una cierta inocencia en su recepción original. Quizás convenga poner siempre en evidencia esta doble genealogía del texto. Su pasado fallido como texto y su reconstrucción textual posterior tras haber sido leído lo que diré aquí. Es como reconstruir un hecho vivido en un documental. Un texto híbrido, una escenificación de una experiencia que recuerdo con gratitud y placer.

Una segunda aclaración no menos pertinente: el título de mi intervención. Parecía inapropiado ante el contexto general del evento: La imagen argentina. Este declamaba por una aproximación de otra naturaleza. ¿Por qué habría de hablar sobre la física de la crítica –sea lo que fuera ese enunciado- cuando lo que se trataba aquí era de problematizar políticamente el cine de un país y sus imágenes? Parecía una propuesta descabellada y desubicada. Todavía hoy un participante de otra mesa, más allá de aprobar su interés acerca del título de la ponencia, me sugirió cambiarlo y trabajar sobre lo dicho en otra dirección. Creo que no le daré el gusto, y además estoy seguro que en aquella oportunidad supe explicar la razón de mi elección en la coyuntura del evento.

Empecé con una cita y elegí no dar a conocer su procedencia. En ese momento, esperaba la pregunta directa sobre el autor. Públicamente, nadie me preguntó, pero inmediatamente después de terminar con la intervención algunas personas se acercaron y me pidieron el nombre del responsable.

Aquí el texto elegido para comenzar:

“Hace tiempo que acaricio la idea de demostrar una especie de teorema por el cual cada película tiene una especie de punto fijo, un momento en el que lo que ocurre delante de la cámara es, si no idéntico, al menos homólogo a lo que ocurre detrás de ella, donde lo que sucede entre los personajes no es más que la duplicación simbólica de lo que hace el cineasta con sus materiales. Buscar ese momento en cada film sería entonces el punto de partida de la crítica y su condición de posibilidad, la única manera de no caer en lo arbitrario, que es lo que cada vez me molesta más cuando leo lo que se escribe sobre cine. Pero todavía no lo tengo del todo claro. Lo que intento decir, acaso, es que siento que perdemos el tiempo discutiendo sobre interpretaciones cuando podemos hablar de matemática”.

La última afirmación es notable y poco tiene que ver con las formas de trabajo con las que solemos pensar a la crítica cinematográfica. ¿Por qué hablar de matemáticas y no de hermenéutica? ¿No se trata acaso de interpretar el sentido que se dispone en un film, de hacer hablar al conjunto de planos que lo constituye? La interpretación es inevitable porque cualquier marco observacional ya está implícita una forma de interpretación, pero eso no implica que la crítica cinematográfica esté destinada a ser solamente una materia de hermeneutas. Dicho de otro modo, los críticos pueden tomar prestado la actitud de los físicos. Estos últimos no dejan de interpretar, porque no dejan de mirar sin cierto condicionamiento lingüístico el mundo circundante, pero no miran partículas, ondas y otros fenómenos subatómicos o cosmológicos tratando de develar la ideología secreta de una partícula y de una supernova. La impureza del cine –se dirá- es de otro orden epistémico, y nadie podría dudar de que los métodos de lectura de un film requieren en cierto momento de una voluntad hermenéutica. Pero he dicho o me he propuesto hablar sobre una física de la crítica.

Al decir física estaríamos orientando una forma de mirar y escuchar el cine en el que se pondría en juego una manera de aproximación al conjunto de relaciones que se establecen entre los planos y en los planos, a modo de una identificación sobre la disposición concreta de lo visible y audible que en su formación y enumeración dan por resultado una identidad específica que es la película en sí. Se trataría de un esfuerzo sensible de intelección de las formas elegidas en una película que la conforma, es decir, un intento descriptivo y analítico sobre la materia de un film. La redescripción material de una película permite un reordenamiento sensible que propone otra forma de apropiación de un film y que en última instancia puede suscitar otra dimensión interpretativa. Espero en los ejemplos elegidos a los que me referiré más tarde sirvan para entender de qué estoy hablando.

En síntesis, se trataría de una inquietud epistémica, un querer conocer, antes de una voluntad hermenéutica, el querer interpretar. Dicho de otro modo: el límite de una interpretación es la misma de una película. Tratar de indagar sobre la física de la película y sobre los materiales, es decir aquello que se resiste al capricho de la imaginación del crítico. Es bastante fácil darse cuenta que la segunda parte de Socios por accidente no trata sobre la plusvalía, pero no parece ser tan evidente que un film como Réimon, que sí gira en torno a la plusvalía, sea una película antikirchnerista o que una secuencia de La ciénaga en la que sí se puede divisar la decadencia de una clase social en Argentina quiera eventualmente significar el estancamiento de un país en un tiempo histórico preciso. El límite de la interpretación reside en la materia de una película. Toda sobreinterpretación niega la física de una película, o en todo caso la ignora.

Quisiera ahora advertir dos tendencias en la crítica cinematográfica que se suele llevar a cabo en nuestro país, y al pensar en una crítica física he tenido muy en cuenta estas dos “escuelas” que, en cierta forma, evitan en algunas ocasiones, no siempre, analizar la materia constitutiva de las películas. En cierta medida, se trataría de los dos dogmas de la crítica en su ejercicio contemporáneo, y la caracterización que propongo excede al contexto nacional. He aquí la importancia de lo que quiero decir en relación a la imagen argentina. Los textos sobre las películas argentinas que se estrenan, es decir, los fragmentos discursivos que se ponen en juego en el discurso general sobre el cine argentino como materia de discusión viene parcialmente precedido por una forma de construcción discursiva características de estas dos escuelas.

Por un lado, tenemos la escuela del subjetivismo diletante. Nadie, en su sano juicio, puede querer erradicar la propia subjetividad en el ejercicio de la crítica. Quien mira ve desde su propia mirada, la que está constituida por una cantidad de juicios, algunos conscientes y concebidos como lo propio de la mirada, otros menos conscientes (o directamente inconscientes) que se despliegan en las argumentaciones que se ponen en práctica al analizar una película. Los subjetivistas diletantes suelen ser militantes de su propio gusto, como si en él estuviera cifrado un ideal normativo de qué es el cine, gusto que en ciertas ocasiones coincide en su institución con los valores de una tradición crítica (y en Argentina, la misma nunca refiere a una tradición vernácula sino más bien europea (francesa) y estadounidense). La mayor destreza del subjetivista diletante consiste en contar con herramientas estilísticas de su prosa que en el mejor de los casos su gusto –a menudo no indiferente a los dictámenes del humor- consigue objetivarse de tal forma que se pueda incluso adivinar desde la historia de él hasta su inobjetable condición materialista. Los gustos del subjetivista diletante no son impolutos y no dejan de estar articulados en una pertenencia de clase que es el primer condicionante en la constitución del gusto. Eso no significa que un subjetivista no puede llegar a ser consciente de eso. En todo caso, la ética de un crítico pasa por su capacidad de objetivar directa o indirectamente el lugar de su enunciación, del mismo modo que la epistemología de un crítico pasa por una interrogación sobre cómo llega a mirar de una determinada forma, algo así como una crítica de la crítica.

La inversión de la figura subjetivista, acaso su inversión necesaria y correlativa, pasa por los miembros de la escuela del contextualismo hiperbólico. Los contextualistas ven las películas como signos que refieren a una experiencia que excede al propio film, síntomas condensados del malestar social como también de las tensiones políticas que atraviesan cualquier acto de creación. No es inapropiado tener en cuenta las condiciones materialistas de cualquier expresión artística, pero el análisis de un film no se agota en el descubrimiento de cómo las fuerzas sociales de una época palpitan en el interior de la puesta en escena. El problema del contextualista es que a menudo la propia materia del film queda en suspenso dado que las condiciones externas explican mejor el sentido del film que el film mismo. La insistencia crítica estriba en percibir las coordenadas simbólicas del afuera de campo de la película que organiza secretamente los materiales. El procedimiento puede ser hasta cierto punto edificante y necesario, pero en la medida que el contextualista intente no solamente relacionar los signos externos con la materia de la película sino que él o ella pueda atender a la propia física de la película que no siempre está inscripta en un campo de tensión discursiva y política. En efecto, el contextualista politiza la totalidad del orden visible y audible en un film; desde el corte de pelo hasta el sonido del viento pueden contribuir, en su obsesión por la denuncia, revelar una posición ideológica. Lo que el contextualista tal vez no llegue a percibir es que la misma organización sensible que propone una película es de por sí una cuestión política de primer orden.

Lo curioso es que los contextualistas como los subjetivistas tienden a forzar lo que ven para que la película coincida (o no) con un sistema de lectura que a veces anticipa la recepción de la misma. El gusto del diletante desconoce en general una prueba de la solidez de su constitución o un desafío de descentramiento. La expansión de gusto es aquí gradual y no rupturista. Se trata de una expansión desde un centro inamovible en el que reposa el gusto y sus presuntos fundamentos, que puede incorporar poéticas distintas pero manteniendo un sistema de jerarquías estables. En cuanto al contextualista, las películas se ordenan jerárquicamente en función de un cumplimiento del film frente al sistema. A mayor cercanía del filme respecto del núcleo duro de creencia que articula el sistema la película goza entonces de mayor beneplácito, acaso una forma de platonismo inconfeso en el que se impone siempre una traducción inmediata de cualquier expresión cinematográfica a una valoración ya determinada que se resuelve entre la depreciación de un film existente respecto de uno ideal. Son ambos sistemas “heliocéntricos”, ya que las películas giran alrededor de la subjetivad del primero y la ideología del segundo. En otro lugar hablé de un giro copernicano, por el cual el crítico se permite metodológicamente un acercamiento al film en el que él o ella giran alrededor de la película. Quería entonces sugerir una deliberada renuncia momentánea frente al orden del saber propio, respondiendo a una cuestión metodológica, en la que se busca el descentramiento como forma de encuentro con ese objeto llamado film. La práctica de ese descentramiento depende estrictamente de un reconocimiento pormenorizado de la forma cinematográfica y una relación estrecha con el seguimiento de la materia de una película, de lo que se predica una afección radical de la sensibilidad de quien mira.

He aquí el término que se pone en juego a la hora de insistir con una crítica física, la sensibilidad. El concepto rehúye un poco a su propia determinación discursiva, pero es menester decir sobre él lo siguiente: la sensibilidad sería la categoría que reúne los efectos sonoros y visuales que provienen del exterior, respecto de las vías perceptivas, que a su vez está organizada por un mundo lingüístico en el que se está siempre, y que el cine por su eficacia material de reproducir un mundo constituido por fuera de una lengua puede desestabilizar esa reunión estructural para abrir la experiencia misma de la recepción.

Ciertas películas desordenan la fijeza de las cosas, la posición de los sujetos, la geometría de los espacios públicos, las relación entre la naturaleza y los hombres, de tal modo que una secuencia libera por unos minutos al espectador del orden simbólico con el que experimenta todo lo que le rodea, e incluso su propia corporeidad y vida espiritual. ¿No es es lo que sucede en un film como La casa, de Gustavo Fontán, o con los cortometrajes de Claudio Caldini? Las películas de Caldini y Fontán habilitan otra dimensión perceptiva general. La relación con la materia del mundo es trastocada por la materia del cine.

Y lo mismo sucede con los hombres y sus lugares asignados. Cuando Raúl Perrone en Ragazzi se dedica a seguir el ocio de los desposeídos al lado de un río en la ciudad de Córdoba, el que la mayoría de los ciudadano no distingue otra cosa que un paraje incivilizado que aún no fue domesticado por la urbanización, el cineasta destituye el sentido común de esa apreciación espacial, hiende la experiencia colectiva y visualiza una superficie natural despojada en el que los jóvenes fuera del sistema laboral de su película ejercitan un hedonismo impropio frente a la mirada de los pudientes. El baldío deviene entonces en spa y un lugar mancillado como tierra de nadie adquiere, gracias a un par de planos en contrapicado, una dimensión lírica que reenvía simbólicamente una zona desprestigiada de Córdoba a una secuencia festiva de un cualquier film de Dovzhenko.

En este sentido una crítica física tiene también otra función, acaso externa a la propia materia de una película en particular pero ligada esencialmente a las condiciones de recepción de toda película. Al proponerse una lectura material de un film, se insistirá de inmediato en la constitución poética tanto del film como del propio espectador. El espectador acrítico aprende a

escuchar de una forma, a seguir una secuencia de planos y ser sensible a una velocidad específica entre secuencias y en las secuencias, a ser capaz de apreciar algunas formas de combinación de colores. A partir de una recurrente física de cine que predomina, el espectador ha sellado circuitos de percepción: él o ella han naturalizado velocidades visuales, modelos de sonoridades e intensidades dramáticas. En otras palabras, el espectador existe y vive en un régimen sensible; él o ella han sido subjetivados como un tipo de espectador y en cierta medida se clausura, no del todo y nunca para siempre, una forma de hacer experiencia frente a la imagen y el sonido.

Un buen ejemplo para entender de qué estamos hablando, pues se trata de cuestiones muy concretas, puede ser la embestida exitosa de la uniformización del sonido en el cine. La naturalización de la fragmentación del sonido en una sala es prácticamente del orden de lo impensado. Es así como la dispersión sonora del 5.1 impone una espacialidad incuestionable de propagación de la sustancia sonora de la película, de la que se desprende una poética del sonido por parte de quienes están encargados de él. En efecto, los ingenieros de sonido van concibiendo así una sonoridad a sabiendas de que la experiencia en sala se oirá de cierta forma. Algún que otro cineasta, cada tanto, y como es de esperar, se revela frente a ese modelo de sonoridad. Es lo que sucede con las películas recientes de Jean-Luc Godard: en Film socialisme el sonido se fragmenta en otra dirección y no se respeta por consiguiente la división del trabajo sonoro. Hay otra forma de encuadre del sonido y otro concepto de reproducción. Cuando Pedro Costa y Bruno Dumont eligen trabajar con un sonido monoaural, o cuando un cineasta joven como Luke Fowler elige otro procedimiento de fragmentación sonoro que tiene lugar en el centro y en la periferia de la propia pantalla, siguiendo una distribución aleatoria de los sonidos pero jamás despegada de la pantalla, se instituye una disidencia en la propia materia sensible. Es por eso que el efecto sonoro que no responde a la norma sonora de hoy opera inmediatamente como un llamado a la percepción, a menudo codificada como un error de reproducción y una molestia receptiva.

Visualmente, se repiten las mismas situaciones, pues las condiciones de producción y realización son las mismas. ¿Por qué los planos generales y panorámicos no tienen una función narrativa? ¿Por qué el montaje frenético es el elegido por el cine comercial y para el presunto cine arte el tiempo de los planos suele ser más extenso? Cuando Godard incluye el chiste cognitivo en Adiós al lenguaje, ese momento glorioso en el que el 3D se malogra en cierta forma para que el espectador elija entonces qué quiere ver (si lo que se desprende del plano hacia la derecha o si deja su atención en lo que permanece en su perspectiva, lo que implica que cierre un ojo o el otro), se evidencia una experiencia física de la imagen. Lo que sucede aquí es tan sencillo como que la pasividad orgiástica del cine estereoscópico se entorpece y el espectador debe inesperadamente activar su propia mirada para poder ver.

Lo que importa destacar de estos ejemplos es el sentido último de estos procedimientos: trabajar sobre el disenso sensible. He aquí una tarea noble y necesaria. Los cineastas pueden trabajar otras formas de asociación de los elementos constitutivos de sus películas y romper entonces con los contratos sensibles que estabilizan una experiencia general de las imágenes. Es una decisión, y de naturaleza política, en la medida en que se aplica a la experiencia en sí que se tiene de la imagen, siendo esta última hoy no tanto el vehículo móvil de una representación, sino más bien una forma predominante de estar en el mundo.

Pensemos ahora en una película extraordinaria como La orilla que se abisma de Gustavo Fontán. ¿Cómo se reseña una película como esa en un diario? El desenfoque es el procedimiento con el que Fontán elige filmar el ecosistema que inspiró a J. L Ortiz. Los planos sobre la naturaleza específica van perdiendo su referencia. La abstracción subsume los contornos de la vegetación y la vida animal. De ese modo, al hallar un principio poético que pueda absorber la referencialidad precisa de la poesía del escritor, conjurando entonces su ilustración, Fontán consigue filmar la experiencia poética de los versos del poeta entrerriano. No se lee la poesía, no se ve aquello que la inspira, más bien se ha inventado una forma cinematográfica en la que se conjuga el sonido y la imagen para reproducir una experiencia propia de lenguaje de una forma que lo elude. Es una victoria alucinante del cine como medio de expresión. El verso se transmuta en plano y la musicalidad del primero se traslada al disponer del segundo.

Pensemos por un instante en Yatasto, la ópera prima de Hermes Paralluelo. La clave física de la película sobre la familia de carreros cordobeses no solamente reside en la invención de un lugar de registro del trabajo en sí, la cámara fija que está instalada en el propio carro, sino en la noción espacial que el film propone a través de su fisicalidad: la falta sistemática de planos que den una perspectiva de horizonte, de tal modo que pueda entenderse que la experiencia del espacio en la radical desposesión esté circunscripta a una forma en la que la vista del espacio ha dejado de sugerir una discreta promesa. No hay aquí un ir hacia delante. Todo muere en un ahora, en un tiempo breve que es el de la supervivencia, y que tiene a su vez una relación con el espacio desinflado y reducido. Paralluelo sustrae el horizonte trabajando sobre un encuadre obsesivo. A fuerza de contrapicados el cielo pierde su dimensión de fuga y el peso de la existencia se torna invencible. Es por eso que el viaje imaginario (o no) que cuenta uno de los personajes, el inolvidable y pequeño Ricardito, tiene un valor político por excelencia.

Matemáticas, física, ¿qué tiene ver todo esto con la crítica de cine?

*Este texto fue publicado en el libro La imagen argentina. Episodios cinematográficos de la historia nacional, de María Iribbaren, Ediciones CICCUS, Buenos Aires, 2017.

*Fotogramas: Ofrenda; 2) Yatasto; 3) Ragazzi.

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