EL AMIGO AMERICANO. LA COLUMNA DE KENT JONES: GLORIA AL HÉROE CONQUISTADOR

EL AMIGO AMERICANO. LA COLUMNA DE KENT JONES: GLORIA AL HÉROE CONQUISTADOR

por - Columnas
21 Dic, 2019 09:47 | Sin comentarios
Kent Jones revisita la carrera de cincuenta años de Andrew Sarris, el hombre que introdujo la teoría del cine de autor en Estados Unidos.

Después de la proyección de prensa de la recuperada Acosado que tuvo lugar en Nueva York unos años atrás, se escuchó una crítica que señalaba: “Me imagino que es lo que usted llamaría “Seriedad forzada”. Y yo me imagino que el comentario es lo que llamaríamos un chiste interno. Muy interno.

Para aquellos que no entienden el chiste, y espero que sean muchos, son expresiones aprendidas de un texto sagrado, cuya fecha oficial es 1968. “Seriedad forzada” es en realidad el nombre de una categoría, que aparece entre otras dos: “Discretamente agradables y rarezas” y “Películas únicas y recién llegados”, bastante parecido al lugar que ocupa el libro de los corintios, entre los romanos y los efesios. Cada categoría comprende una lista de cineastas y una sublista de sus respectivas películas; las importantes están en cursiva, y el libro completo cuenta además con un anexo compuesto por listas de películas ordenadas jerárquicamente y por año, las cuatro o cinco películas más importantes también están en cursiva. Se trata de un proyecto típicamente norteamericano. Es cierto que se mencionan directores extranjeros (“Beneficios complementarios”), y el que se llama Renoir ha sido tan genial, dicen, que llegó al paraíso (el Panteón) con solo cinco películas estadounidenses a su favor. Pero la peculiar rigurosidad espiritual de estas listas y rankings reveladores es claramente norteamericana, como Emerson o Hawthorne.

“No puedo sacarme de la cabeza esas categorías de mierda”, una vez protestó un amigo, como la mujer que escucha el tic-tac de una bomba en Sed de mal. Nada nuevo. Consideremos el orden descendente, desde el todo trascendental hasta las partes más prosaicas (“Ha creado más pasajes extraordinarios y menos películas notables que cualquier otro director de su talla”, sugiere una nota particularmente alarmante), o los textos superficiales, que no son tanto defensas sino más bien iluminaciones crípticas (por ejemplo, “el cine de Cukor es un cine subjetivo sin un correlato objetivo”). El cine norteamericano tiene la autoridad descomunalmente atemporal de un texto originario. ¿Una historia alternativa de las películas norteamericanas? Por supuesto, dado el hecho que una película ganadora de múltiples premios Óscar (Ben-Hur) se ubica tristemente y sin cursivas al final de 1959. Pero es más que eso. Si uno recibió El cine norteamericano en el momento justo de su vida, y a muchos les ocurrió –incluido yo mismo–, el texto tenía la fuerza de una profecía, de un “gran despertar” cinematográfico. Supongo que eso convirtió a Andrew Sarris, su autor, en el Jonathan Edwards de la crítica cinematográfica.

Se ha señalado, con frecuencia, que muchos críticos de habla inglesa anteriores a Sarris invocaban la figura del director en sus críticas. El mismo Sarris lo ha señalado muy frecuentemente. Sin embargo, la realidad es que nadie excepto Manny Farber había encarado la pregunta sobre qué era realmente la dirección. Hicieron prácticamente de todo menos eso: observaciones ontológicas, prescripciones teóricas ocasionalmente ilustradas con películas, comentarios tales como: “Regresó de la guerra con un estilo de notable pureza, inmediatez y cordialidad, sin manierismos ni prisas, sin movimientos superfluos ni excesos emocionales o estéticos, como nadie que yo conozca”. Palabras de James Agee sobre William Wyler, y aunque todo suena maravilloso, no aborda la pregunta central sobre qué es exactamente lo que hace Wyler.

Fue Sarris quien asumió la tarea de revisar la crítica cinematográfica estadounidense, enfrentando lo que otros evitaban o ignoraban, con o sin un pretexto cultural. Y lo logró mediante un par de movimientos bastante simples, elegantes. Sarris tomó una idea francesa de posguerra –la idea de la politique des auteurs–, que tradujo como “teoría del autor”, respecto de la cual luego admitió (correctamente) que no se trataba de una teoría, sino de “una colección de hechos, una ayuda memoria para resucitar películas, redimir géneros y redescubrir directores”. Se dice que simplemente tomó un concepto francés y lo hizo estadounidense, lo cual no es falso, pero minimiza el desafío que asumió. Aceptar el cine estadounidense y a sus realizadores en París era una cosa. Aceptar esas mismas películas y esos mismos cineastas en el país donde se habían realizado y donde habían sido marginadas era, para empezar, una propuesta mucho más arriesgada. Consistía en la destrucción y reconstrucción sistemática de la mirada estandarizada del cine estadounidense y, por extensión, de todo el cine; consistía en la insistencia de que la belleza del cine no provenía del exterior (el tema apropiado, los actores, el escenógrafo, el director de fotografía, etc.), sino del interior, y era lógico que se le atribuyera al director, más que al guionista o a los actores, el resultado final. En otras palabras, concentrar la mirada en los actores, en la dirección de fotografía o en los diálogos era como focalizar la mirada en la boca, las rodillas o el ombligo de alguien, mientras que contemplar una película a través de la estructura de la dirección se parecía más a mirar a la persona completa. En última instancia, el empeño de Sarris, los ataques polémicos y despiadados y demás afirmaciones fueron saldados. La próxima vez que echemos un vistazo a la sección de Vincente Minnelli en Kim’s, veamos un tributo de TCM a Raoul Walsh o leamos un agradecimiento de Park Chan-wook en The New York Times, pensemos en Sarris.

Aquellos que atacaban a Sarris reaccionaban con su propia marca de extremismo que, en retrospectiva, parece notable, tanto por su veneno como por su zozobra subacente, para no mencionar su ostensible evasión de las sutilezas y la complejidad de sus argumentos. Por un lado, Dwight Macdonald y John Simon (inmortalizado por Sarris como “el crítico de cine más grande del siglo XIX”) le llamaban la atención a Sarris por legitimar los impulsos más trillados en el cine y traicionar de este modo la promesa original del medio; por otro lado, una crítica intentaba en The New Yorkerlas dos cosas a la vez, elogiaba el conservadurismo de Macdonald y Simon y luego acusaba a Sarris por “aguar la fiesta” convirtiendo la carrera enérgica de la cinefilia en un lento y sombrío camino hacia el museo, puntuado por numerosas genuflexiones e incienso.

Una de las singularidades de la historia es que, al menos en este momento, el nombre de Pauline Kael tiene que aparecer cuando se discute sobre Sarris. Van juntos, como Petruchio y Kate, Zeus y Hera, Bobby Riggs y Billie Jean King. Nunca dejaron de pelearse después de 1963, cuando Kael lanzó una granada al núcleo mismo de la teoría del autor con un artículo sagaz pero absurdo, “Círculos y cuadrados”, y la tibia despedida de Sarris a su archienemiga en The Observer. “No deseo continuar jugando a Charlie Brown y Miss Lucy”, escribió Sarris en 1970, “pero no puedo discernir ninguna cuestión moral fundamental en las preferencias conflictivas de dos críticos de cine”. Tal vez no, pero así como Godard reconocía en el traveling una cuestión moral, podríamos decir lo mismo de la postura de un crítico respecto del arte que contempla. Y mientras Kael sigue siendo después de su muerte tan popular como lo era en vida, si no aún más, creo que Sarris es quien ha tenido un efecto más positivo y duradero en el modo de ver cine.

Sarris asumió sin ambages todos los desafíos, y Kael los esquivó a todos: Resnais, Malick, Fassbinder, el último Bresson, el último Dreyer, el Kubrick posterior a Dr. Insólito, el Scorsese posterior a El último vals, Shoah, y por último, aunque no por ello menos importante, el cine clásico estadounidense que estaba experimentando un proceso de revisión vital en ambos lados del Atlántico durante su momento de esplendor. Asimismo, Kael alentaba constantemente a sus lectores a que evitaran, como ella, esta clase de aproximaciones, y les ofrecía una serie de excusas concisas. Aunque Sarris compartía con frecuencia la ambivalencia de Kael respecto del cine arte, casi siempre intentaba cierto acuerdo; la línea infranqueable de la tolerancia de los espectadores que Kael vigilaba como un águila era para Sarris inexistente. Él estimaba que el espectador ideal, empático, les debía a los cineastas, en la medida en que no perdieran el control o se lavaran las manos, lo mejor del cine. Se podría decir que para Kael el artista es culpable hasta que demuestra lo contrario, mientras que para Sarris es inocente hasta que se prueba su culpabilidad.

La mirada honesta de Sarris ante la maravilla del cine, radicalmente opuesta a la famosa perspectiva de Kael una proyección/una crítica, en mi opinión, queda cristalizada en sus revisitas a Kubrick. Empezó con 2001, que favoreció una mirada retrospectiva “enriquecida”, dos años más tarde, que terminó siendo uno de los pasajes más adorables de toda la crítica cinematográfica estadounidense. “Debo decir que recientemente he revisitado 2001 de Kubrick bajo la influencia de una sustancia que mi contacto aseguró ser un poco más fuerte y más auténtica que el orégano de un King Sano [marca de cigarrillos]. (Confieso que vuelo un poco más alto con un vermuth, pero ya está bien con estas diferencias generacionales). Como sea, me preparé para ver 2001 en lo que yo considero óptimas condiciones, y para mi sorpresa, me di cuenta de que estaba cambiando mi opinión original. 2001 es verdaderamente una obra notable, de un artista notable”. No sé que me gusta más de este pasaje: el hecho de que es imposible imaginarse a otra persona escribiéndolo (¡en 1970! ¡¡En The Village Voice!!), su absoluta franqueza, o su consecuente y absoluta inconsciencia. Un par de oraciones después, el texto alcanza su punto máximo: “No creo que 2001 sea exclusivamente, o incluso especialmente, una película central (y ahora hablo con la voz titubeante de autoridad)”.

A pesar de que el virtuosismo vertiginoso de su archienemiga se opone, con frecuencia, al estilo de cualquier otro crítico anterior o posterior, Sarris es, finalmente, con su infatigable inteligencia y su mirada al estilo de Proust, el escritor más moderno. En la mejor tradición de Bazin, Daney y Farber, siempre ha sido un crítico-teórico; en otras palabras, su inmersión en el medio es tan absoluta que genera teoría a través de su práctica. Ha producido a lo largo de cincuenta años un corpus de críticas notablemente incisivo y lúcido, donde el cine siempre está en el centro, defendido con valentía por Sarris como si este fuera su reina y él su caballero. Si lo mejor de su escritura –Ophüls, Mizoguchi, Hitchcock, Ford– es menos emocionante que sus textos sobre las películas fallidas, es probablemente porque la excelencia tiende a ser un gran igualador, mientras que la imperfección tiene variaciones ilimitadas. “En general, la mayoría de las películas tiende a ser más compleja que profunda”, escribió en La pantalla primigenia, “pero esto hace que las películas sean más difíciles de precisar, describir y categorizar”. Nadie excepto Farber trabajó tanto para precisar, describir y (siempre provisionalmente) categorizar. Para mí, lo mejor de Sarris aparecía cuando se enfrentaba con un problema especialmente espinoso, y las convulsiones políticas y estéticas de los ’60 y ’70 le ofrecían un caudal de paradojas, engaños e hipocresías para desestimar y examinar. “Creo que Nixon puede ser derrotado en 1972, pero no por un grupo de vírgenes circunspectas e ideólogos puristas”, escribió Sarris sobre El candidato, cuya mirada atravesaba la superficie engañosa y alcanzaba el fondo de la porquería más absoluta. “En el instante final de la película… todo lo que puede hacer McKay es preguntar ‘¿Qué hacemos ahora?’, bueno, en principio, el senador electo Mckay puede ir al Senado y votar en contra de las afirmaciones de Renquist, Powell, Burger y Blackmun”. Uno de sus mejores pasajes es cuando cuestionó no a Gillo Pontecorvo, sino a la audiencia del Lincoln Center por vitorear el bombardeo del café en La batalla de Argelia: “Muy bien, ustedes dicen que creen en la violencia indiscriminada. Entonces, metan a Robert Redford, Paul Newman, Jane Fonda, Jeanne Moreau, Catherine Deneuve, Marcello Mastroianni, Laurence Olivier, Vanessa Redgrave, Jean-Paul Belmondo, Peter Finch, George C. Scott y Diana Rigg en un café argelino lleno de gente. Luego, hagan explotar la bomba a los cinco minutos de empezada la película y muestren a todas nuestras estrellas como cadáveres destrozados… ¿Sigue siendo un motivo de celebración? Creo que no”. Sarris no era un mediador de la causa popular; no hace falta aclarar que no equiparaba la primera proyección de Último tango en Paris en Nueva York con la presentación inaugural de La consagración de la primavera. No veía nada milagrosamente nuevo en el Nuevo Hollywood: para él era solo un grupo de cineastas talentosos que operaban bajo condiciones diferentes de las que sus antecesores contratados por los estudios habían padecido.

Sarris siempre nos sorprende. Se perdió a Cassavetes en el momento de Sombras, y cuando vio, rigurosamente, The Chelsea Girls, admitió que era una obra de gran solemnidad y belleza. Siempre tuvo problemas con la cultura joven, pero amenizaba consistentemente sus reproches de viejo con pasajes que reflejan el punto de vista más generoso e iluminador desde Bazin. “Estamos demasiado cerca del cine popular de hoy como para analizarlo apropiadamente”, escribió en su artículo Easy Rider. “Si las películas estadounidenses de hoy parecen demasiado eclécticas, poco originales y demasiado afectadas, hay que pensar que lo mismo sucedía con el cine de los ’20, los ’30, los ’40 y los ’50… De la imitación y las pantomimas del primer cine surgieron estilos muy personales, y no hay ninguna razón para creer que eso mismo no ocurrirá una y otra vez. Por consiguiente, hay que tener cuidado con todas las generalizaciones, incluida esta, tal vez especialmente con esta, porque existe la posibilidad remota, después de todos los lamentos falsos, que el cine quizás esté en realidad transitando el camino hacia el destino creativo que se auguró durante tanto tiempo. Aunque lo dudo. No es tanto el medio lo que envejece, se agota y se vuelve cínico, sino sus críticos, envejecidos y metafísicamente desorientados. Este crítico en particular jamás se ha sentido más joven en su vida”.

“Nunca discuto con la gente sobre cine”, me dijo Andrew cuando lo visité en su acogedor departamento en Upper-East Side, que compartía con su esposa, Molly Haskell. “Todos vamos al cine y vemos a nuestros amigos, a nuestros seres queridos. Hermanos, hermanas, padres, madres. Amores perdidos. Amores fallidos. La gente que odiamos. El cine es tan viejo como el psicoanálisis. Por eso, si te pusiera a vos, o a cualquier otra persona, en un sillón y te dijera: ‘Contame cuáles son tus películas preferidas’, de algún modo, te estaría psicoanalizando”. Nuestra conversación recorrió durante dos horas una amplio espectro de temas: la muerte, en aquel entonces inminente, del papa (“Me genera sospechas cuánto tiempo lleva”), la proyección de El ciudadano a estudiantes de SVA (“Se prendieron las luces y uno de ellos levantó la mano y dijo: ‘Realmente usaban ropa extraña en esa época’”), el problema político que cayó del lado “derecho a morir” en el caso Schiavo (“No te podés poner de pie en el Senado y gritar ‘¡Desenchúfenla!’, no sería del agrado de tus votantes”), y Clint Eastwood (“Ahora encuentro gente todo el tiempo diciendo cosas como: ‘Estoy de acuerdo con usted sobre Million Dollar Baby; a mí tampoco me gustó’. El hecho de que no les guste es una observación mucho más generalizada de lo que yo he dicho. Piensan que no es lo suficientemente grande, lo suficientemente importante, lo suficientemente abrumadora. Y supongo que no lo es, ¿pero qué es?”). Sin embargo, lo que hicimos realmente todo el tiempo es hablar de la práctica de la crítica cinematográfica, sobre la que Sarris ha reflexionado una vida entera. “Siempre le dije a la gente que la teoría del autor está bien, pero es hipotética, y gradualmente uno aprende cuánta influencia, mucha o poca, han tenido diferentes directores. Es evidente que Hitchcock ha tenido mayor influencia que alguien como [John] Stahl. La realidad es que primero ves algo y te gusta, y después es un misterio y te zambullís en ese misterio, y eso es lo interesante. Y el desafío de la crítica es: ¿se puede hacer de esto un caso?”.

“¿Vos creés que hemos desperdiciado nuestras vidas?”. Andrew me preguntó esto mientras me acompañaba a la puerta. Por supuesto que era una broma, pero había algo inquietante en la pregunta. La gente siempre tiene la idea de que las películas, y las horas que pasan mirándolas, son una pérdida de tiempo. Cuando sos joven, te preguntan: “¿Por qué te querés sentar en una sala oscura en un día tan lindo?”. Cuando sos mayor, lo percibís en el tono irritante del periodismo cinematográfico, la creencia cultural que sustenta analfabetos cinematográficos como Gore Vidal, y los esfuerzos enérgicos de críticos de cine culposos que conectan el cine con el “mundo real” porque se sienten obligados a demostrar su “importancia” una y otra vez. También se percibe en esa palabra supuestamente empática que es “cinefilia” o “amante del cine”, que conlleva un dejo de aflicción. Andrew, con su honestidad y su gracia, siempre ha hecho que esas nociones parecieran irrelevantes.

Han pasado 32 años desde que abrí una copia de El cine norteamericano por primera vez, y todavía no me puedo quitar esas categorías de mierda de la cabeza. No es que lo haya intentado. Que a mí me guste John Houston o William Wellman más que a Andrew está fuera de discusión y siempre va a ser así. Él me dio, y a muchos más, un marco conceptual, un modo de ver y entender una forma de arte que culturalmente tenía y todavía tiene mala reputación. Yo le debo mucho a Sarris, como cualquiera que escriba sobre cine.

* Este texto fue publicado en su versión original en Film Comment, edición mayo-junio de 2005. 

*La traducción es de Luciana Borrini. 

Fotogramas: Libros de Sarrris; 2) The American Cinema; 3) A. Sarris; 4) 2001: odisea en el espacio; 5) The Chelsea Girls

Kent Jones / Copyright 2019