AFTERSUN

AFTERSUN

por - Críticas
07 Feb, 2023 07:59 | Sin comentarios
Sobre la ópera prima de la cineasta escocesa Charlotte Wells.

LO OPACO, LO TRANSLÚCIDO Y LO TRANSPARENTE

Lo primero que escuchamos en Aftersun es una videocasetera siendo manipulada. La cinta va y viene al ritmo de unos duros botones que son presionados. Mientras, en pantalla, ruedan los logos de los institutos y productoras que financiaron al film. Se acaba el negro e irrumpe la luz: la imagen de una cámara nerviosa, desprolija y amateur se materializa; su textura es la del pixel, la del video hogareño, y es exactamente eso lo que se nos exhibe: una hija filmando a su padre en una habitación de hotel. Es vacaciones, es verano, son los 90 o los principios de los 2000 en un resort de Turquía. Él bailotea y juega para la niña cineasta. Ella dispone una entrevista improvisada, pero la imagen muestra algo más: en la superficie, casi imperceptible como una sombra en la noche, aparece el reflejo de una mujer que, posicionada en el mismo lugar del espectador,  mira el video. La niña lanza como un dardo: “¿Cuando tenías once, qué pensabas que estarías haciendo ahora?”. A la pregunta le sucede un silencio parco y la mujer del reflejo rebobina el vídeo frente a nuestros ojos para llevarnos al comienzo de la historia. Lo primero que vemos en Aftersun es una persona que revisa su vida. 

El horizonte de expectativas que auguran estas primeras imágenes remite inmediatamente al boom contemporáneo de documentales autobiográficos donde archivos familiares se convierten en pistas que realizadores (devenidos en una suerte de detectives de la intimidad) indagan alrededor de intrigas del pasado –Esquirlas en Argentina o la irlandesa The Image You Missed son ejemplos resonantes–. Pero Charlotte Wells aprovecha la ley del arte que dicta que todo puede ser ficcionalizado y entrega una narración puramente ficcional donde incluye esos videos de aparente cariz documental como una de sus partes. La propia realizadora advierte en una carta dirigida a los espectadores: “Esta película es inequívocamente ficción, pero dentro de ella hay una verdad que es mía; un amor que es mio”. Una verdad y amor que tienen que ver, según también dice, con dos viejas fotos que fueron punto de partida para la película. En estas están ella y su padre, él con 30 y pico y ella con 11. Están juntos, es verano y son unas vacaciones en un resort de Turquía.

En Aftersun, tanto para este padre como para su hija, interpretados por Paul Mescal y la debutante Frankie Corio, las vacaciones son un punto de confluencia para sus vidas marcadas por la distancia: él vive en Londres y ella con su madre en Edimburgo. Este reencuentro marcado por los tiempos de ocio de un all-inclusive funciona como habitáculo de una intriga que toma la forma del secreto, uno íntimo y propiedad del padre. Difícil proeza la de filmar la impenetrabilidad del secreto, tarea para la cual la directora diseña un trampantojo (o trompe-l’œil, para la tribuna galófila). Como prestidigitadora, con una mano, Wells usa la línea narrativa de Coiro para trazar en la superficie los tropos de una coming of age marcada por la sinuosa relación que tienen padre e hija; al mismo tiempo, con la otra, asoma de tanto en tanto porciones del pelaje del conejo que intenta esconder a plena vista: el descuido total de Mescal al cruzar una calle transitada, su obnubilación frente a la sangre que corre por su brazo luego de cortarse accidentalmente y un escupitajo de dentífrico al espejo del baño; son algunos de los arrebatos que traslucen destellos de un desequilibrio personal interno. Asimismo, Wells pone en boca del hombre remates que cortan la sutileza de sus movimientos: «No me puedo ver a los 40 para ser honesto, me sorprende incluso haber llegado a los 30», dice el padre sin rodeos antes de alcanzar otro punto alto de su procesión emotiva en el plano de un llanto solitario de espaldas a la cámara. Una imagen ya cortada en fotogramas y compartida como postal estética en todas las redes sociales en el último tiempo.

Adentrado el film en los vaivenes emocionales del padre y entre episodios donde la niña coquetea con el advenimiento de la adolescencia, la escena del inicio de la película vuelve a aparecer. La situación se muestra desde otro ángulo, ahora el video del comienzo se ve dentro de una televisión, como una textura más dentro de la diégesis del pulido plano que captura la habitación del hotel. Como deja vú, la pregunta: “¿Cuando tenías once, qué pensabas que estarías haciendo ahora?”. El hombre se niega a responder y le demanda a su hija que apague la cámara. Ella acepta, pero le advierte que en cambio pasará a guardar todo en su «mind camera». 

En Aftersun el pasado se reconstruye por dos frentes: por un lado, gracias a la fría objetividad de la cámara hogareña, cuyos vídeos observa en el presente la niña devenida adulta; y por otro flanco, con planos pulidos tomados desde un punto de vista exterior que, podemos jugar, corresponden a la mind cámara con la que la protagonista reconstruye desde el presente las lagunas del pasado no capturadas con la cámara. Se podría hablar de una perspectiva objetiva interna (la de la cámara de la niña) y otra perspectiva subjetiva asociada al recuerdo. Asimismo, profundizando, todo este pasado se evoca desde otro punto de vista asociado a un espacio concreto: el departamento donde la mujer revisa los videos; donde se configura una perspectiva objetiva externa a través de imágenes frontales y distantes que develan el punto de partida, el tiempo base y el kilómetro 0 de Aftersun: una persona que se mira a sí misma, una directora que adopta las formas del collage para exponer una revisión personal. 

Como si tres no fuesen multitud, la película de la británica suma un cuarto espacio: bañada en luces intermitentes y rodeada de personas, aparece de a flashes a lo largo de la película la versión adulta de la protagonista en una fiesta. Podríamos decir que este lugar responde a una perspectiva subjetiva onírica, una posición alejada del tiempo base de la película y en otra frecuencia de onda respecto de las perspectivas del pasado. En tanto tema a tratar cinematográficamente, la memoria siempre resulta complicada. La película de Wells, gracias a la invocación de la fragmentariedad y la difusión, se hace cargo de la labor enarbolando una poética que pretende moverse entre grietas de translucidez que se abren en una superficie opaca. Como resultado, esta mezcla permanente de tiempos, climas y atmósferas brilla en sus momentos menos farragosos, más contemplativos y cercanos al clima de una distendida coming of age, pero se codea con la declamación en sus pasajes más cargados, los cuales en sus instancias literales rozan la cursilería. Una breve secuencia de montaje conducida por el relato en off de la niña, donde reflexiona sobre lo bello que es vivir todos juntos bajo el mismo cielo, condensa parte del espíritu de esta película que, además de apuntar todas sus lentes hacia la impenetrabilidad de lo privado, goza de detenerse para hacer un aparte y coquetear con el soliloquio, formal y literal. 

Algo de la verborragia disimulada del film se palpa en las transiciones entre los distintos espacios y tiempos: súbitos movimientos de cámara o secuencias de montaje funcionan como puentes entre perspectivas; ya sea entre los carismáticos videos de la niña y las tensas imágenes y sonidos de la fiesta o entre este espacio onírico y el presente de la protagonista en su departamento. Estos pasajes, en conjunto con momentos donde irrumpen músicas de sintetizadores que inquietan escenas inocentes, evocan un chirriante suspenso alrededor de un enigma que, en paralelo y con toda dedicación, la directora cocina a fuego lento a lo largo del metraje. En la jerga del automovilismo deportivo, se le puede atribuir a un piloto el «querer ir más rápido que el auto» en una maniobra donde un exceso de velocidad durante el tránsito de una determinada curva resulta en la pérdida de adherencia del vehículo y en un consecuente despiste o trompo. Algo similar se le podría recalcar al trabajo de Wells: Aftersun es un ejercicio de un desborde formal que empuja sus materiales con osadía y ansias sobre una superficie mínima. El punto límite de adherencia se aprecia con claridad en una escena de baile que comparten padre e hija, un volantazo final en el clímax del film. Allí, en la cúspide rítmica de los entrelazamientos entre espacios y perspectivas, Wells resuelve la tensión de la mentada intriga, harto difuminada por la aglomeración de sus formas, gracias a un hit de los 80 que utiliza para conducir las emociones del espectador y para que se entienda textualmente lo que pudo haber quedado atrapado en las opacidades de la arquitectura de la película: lo que estuvimos viendo, nos dice el David Bowie de Under Pressure, es el “last dance” de los protagonistas. Aftersun derrite su cobertura traslúcida y todas sus pátinas opacas para descubrir su carne cristalina y lisa en los últimos metros de pista. 

El tenso hilo sobre el que se sostiene la película conformado por imágenes preciosistas de las vacaciones, con sus momentos candorosos y conflictivos entre la dupla y su ambiente, se revelan como galimatías que guardan una función lineal de contrapunto con la triste verdad del borroneado enigma íntimo. Ya corridos sus velos y apartada de las sutilezas, Aftersun termina por transparentar su complejidad y desnudar ampulosidad en lugar de virtuosismo. El efectismo de las formas de Wells se unen a un flujo de imágenes melancólicas y dan como fruto de la ecuación un solemne signo nostálgico, un abrazo distante. “This is our last dance” (“Este es nuestro último baile”), dice la frase entera, con una primera persona plural que es rígida y acaparadora en Aftersun: son ella y él, siempre, en frente y anverso. Nosotros, espectadores, ni siquiera somos dueños de los reflejos, estos no existen en la pura transparencia.

Aftersun, Estados Unidos-Reino Unido, 2022.

Escrita y dirigida por Charlotte Wells.

Tomás Guarnaccia / Copyleft 2023