60 COLUMNAS (03): ENCONTRAR UN LUGAR EN EL MUNDO

60 COLUMNAS (03): ENCONTRAR UN LUGAR EN EL MUNDO

por - Columnas
20 Abr, 2018 01:29 | comentarios
Sonzini empieza por los modos de filmar los espacios de trabajo, pasa por varios films -algunos muy pocos conocidos- y termina con una sorprendente conclusión.

Uno de los textos sobre cine más inspiradores que he leído en los últimos tiempos se llama “Workaday” y fue escrito por Kent Jones para Film Comment. Y comienza así: “¿Cuántas películas le hacen verdadera justicia al lugar de trabajo, no como concepto políticamente cargado o como principio estructural, sino como entidad viviente? El tema siempre parece estar representando otra cosa: un escenario de amor o de guerra, un microcosmos de cruza social (…) No hace falta aclarar que en diferentes momentos es todas esas cosas, pero el entorno laboral tiene también una marcada identidad propia, y es más que un mero depósito de metáforas”.

Hacerle justicia al lugar de trabajo es mostrar lo más meticulosamente posible la tarea que allí se realiza y sus particularidades. Hacer de sus elementos y sus interacciones la materia del relato. Ruiz lo explica con un ejemplo: “Si se trata de filmar en una oficina como esta, anoto que hay una máquina de escribir, un cenicero, una taza de café. Luego intento asociar estos objetos en relaciones que resultan sorprendentes. Advierto la posibilidad de manipular los objetos: de que la máquina escriba, de que el cenicero se rompa. De que la máquina escriba con tinta fresca, de que no haya tinta, de que haya desabastecimiento… Esto es lo que crea una dramaturgia de los objetos que, en la vida social, tiende a crear pequeñas situaciones, casi microscópicas, que se van asociando entre sí y crean una especie de organismo, una entidad viviente”.

La disquería de Alta fidelidad (Stephen Frears), la cinemateca de La vida útil (Federico Veiroj), el centro de estudiantes de Escuela normal (Celina Murga) o todas las películas sobre alguna institución de Frederick Wiseman (si quieren empezar por alguna, recomiendo In Jackson Heights). Cualquiera que posea esta cualidad es una gran película, pero la más grande de todas es The Shop Around the Corner (Ernst Lubitsch, 1940) que transcurre casi completamente en un bazar en Budapest, y en la que casi todas las escenas muestran un aspecto distintivo de la dinámica del negocio: cuando el Sr. Matuschek (Frank Morgan) le pregunta al Sr. Kralik (James Stewart), su mejor empleado, si debería comprar dos docenas de cigarreras que al abrirse hacen sonar la canción “Ojos negros”, Stewart le dice que es una pésima idea, porque alguien que fuma veinte cigarrillos por día tendría que escuchar la canción veinte veces por día, y además es cuero de imitación y el pegamento no es bueno. Como el jefe quiere comprar las cajas y quiere que le digan que tiene razón, le pregunta a otro empleado, el señor Vadas (Joseph Schildkraut), que es el buchón y el chupamedias, y este responde: “Creo que convertirá a los fumadores en amantes de la música y a los amantes de la música en fumadores. ¡Es sensacional!”. Al rato llega una clienta. Levanta la cigarrera y, cuando le muestran cómo funciona, la rechaza inmediatamente diciendo: “¿De dónde saca la gente estas ideas?”, y Kralik disfruta su triunfo internamente.

The Shop Around the Corner se vuelve una película famosa más por sus ingeniosos enredos amorosos que por la meticulosa descripción del lugar de trabajo. La anécdota es conocida: el señor Kralik y la señorita Novak (Margaret Sullavan) mantienen una relación romántica a través de cartas anónimas, sin saber que en la vida real son compañeros de trabajo. En las cartas se aman y en el bazar se odian.

Con la misma excusa argumental, en 1998, la injustamente menospreciada Nora Ephron escribe y dirige una remake llamada Tienes un email. Película que para mi generación fue “una porquería de las que dan en el ocho los domingos a la siesta”, hasta que de más grandes tuvimos la oportunidad de reverla buscando la genealogía de la Nueva Comedia Americana, y descubrimos que en realidad es una obra maestra. Más que remake es una libre adaptación que apenas conserva de la original un par de escenas recreadas idénticamente y el título (“The Shop Around the Corner”), con el que bautiza la librería de Kathleen Kelly (Meg Ryan) como homenaje. Todo lo demás es distinto.

La primera transcurre en Budapest, y casi nunca sale del interior del bazar. Esta en Manhattan, en el coqueto barrio del West Side, y ofrece un surtido menú de hermosas locaciones exteriores que decoran la película con las vistas del Riverside Park y el río Hudson, sus amplias veredas arboladas y muchos interiores de lujosos departamentos. En ambas la pareja comparte el gusto por la literatura, por leer pero sobre todo por escribir bellamente, y el amor surge de la admiración por la forma de decir las cosas. En la primera son cartas escritas a mano mientras que en esta son e-mails, adaptación que responde al cambio de época. En la primera los protagonistas pertenecen a la clase trabajadora y en esta son de clase media-alta y dueños de sendas librerías; de hecho Joe Fox (Tom Hanks), el galán, es dueño de una cadena de megalibrerías estilo Yenny, es decir, es millonario. Al igual que en la primera, acá también se detestan en la vida real, pero por distintos motivos: la apertura de una de las megalibrerías de él, a la vuelta de la pequeña librería infantil artesanal de librero de ella, tarde o temprano la llevará a la quiebra. Son rivales en los negocios, ella representa un modelo de economía que está por desaparecer en manos de otro que esta por quedarse con todo. Es decir, lo que los separa es muchísimo más infranqueable que en la original.

Si uno mira Tienes un e-mail bajo la lupa del texto de Kent Jones, tiende a desilusionarse porque las librerías y sus particularidades aparecen más bien poco, son más que nada “un escenario de amor y de guerra”. Lo más valioso de Tienes un e-mail lo explica muy bien Quintín en su crítica publicada en El Amante y está relacionado con la historia de amor: que el galán destruya en los negocios a su enamorada soterrando cualquier tipo de salida romántica o milagro inocente es una decisión de una audacia sorprendente. Este sinceramiento de la vida económica es completamente insólito en un film norteamericano de cualquier época. Además, Kathy hace una campaña de protesta para salvar su librería y da resultado: sale en la tele, tiene buena prensa. Pero no vende un solo libro más. De modo que la película se atreve tanto a desmentir la convención cinematográfica de que triunfar en los medios es hacerlo en la vida real como a desafiar la simpatía del espectador por el más débil. Ephron no hace demagogia pero tampoco festeja la caída del pequeño comercio: lo toma como dato.  ¿Por qué Kathy se entrega finalmente a Joe? Este es el punto crucial de la película. La red de gestos y palabras que han construido entre ellos los atrae mutuamente y se aman con toda sinceridad. Y si la diferencia de poder entre ellos no importa es porque un factor más importante los iguala: la gran melancolía que comparten. Kathy y Joe intuyen que la búsqueda del amor funciona como la contracara de la aceptación del orden social. Son parte del mismo movimiento del espíritu. Que la pareja se encuentre después de la resignación de una de las partes frente a la victoria material de la otra no hace más que poner de manifiesto esa constante, permite verla con una lucidez necesaria y dolorosa.

Hace poco, casi accidentalmente, me encontré con otra película construida en torno al mismo enredo amoroso. Una hermana del medio, de 1974, que también fue filmada por una subvalorada cineasta, que en este caso es argentina y se llama Eva Landeck. Gente en Buenos Aires fue su ópera prima y la causa de presiones y persecuciones sistemáticas que conducirían a su exilio. Cuando pudo volver de París consiguió hacer dos películas más, Ese loco amor loco y El lugar del humo, pero ambas fueron sometidas a constantes trabas y censuras. “Me persiguieron de todas las maneras. El lugar del humo me enfermó. Volví a Buenos Aires depresiva. Y después no hice más nada”. A Eva Landeck no le permitieron hacer carrera como directora.

Es sorprendente cómo en la mayoría de las pocas notas escritas sobre ella y su película, el grueso de los elogios se concentra en el hecho de que sea una de las primeras mujeres en dirigir, y se dice más bien poco de lo sorprendentemente buena que es haciendo cine. Basta con ver la secuencia de apertura: primero un plano fijo de un pilón de escombros sobre el que imprimen los títulos; luego la cámara panea hacia arriba y vemos que en la punta está parado, cual rey de la colina, un jovencísimo Luis Brandoni de pelo largo, calzando una ajustada campera de cuero negra brillosa, blandiendo un rifle de repetición. Contraplano de una fila de yupis esperando su condena. Primer plano de Brandoni fusilando a todos con desencajado gesto de locura y placer. Subjetiva desde el pilón de escombros de todos los cadáveres formando una bella y macabra composición en el suelo. Brandoni cambia el fusil por un maletín y sale de cuadro. En la siguiente toma ¡lo vemos entrando a la Facultad de Derecho a rendir un examen! Luego se asoma por la ventana del aula y se ve a sí mismo encabezando una marcha de protesta cuya insignia es “Vivir hoy”, saboteada casi inmediatamente por una turba de matones que lo capturan, lo llevan a un descampado y le pegan dos tiros en la panza. Brandoni despierta. Fin de la escena. Todo en menos de cuatro minutos. No recuerdo muchos comienzos en el cine argentino con este nivel de audacia (empezar con un sueño en el que se expone el inconsciente del personaje antes de mostrar absolutamente nada de este), economía y contundencia narrativa y política (recordemos que la película fue filmada en 1974, poco después de la muerte de Perón).

Volviendo al enredo. Pablo (Luis Brandoni) encuentra anotado un número de teléfono y un nombre en el cuaderno de notas de una compañera de la facultad. Cuando llega a la pensión en donde vive, luego de una larga jornada de trabajo y estudio, llama a ciegas. Inés pregunta quién habla. No importa mi nombre, no me conocés, soy un joven de 28 años que estudia, que se siente solo, y tal vez vos podrías ser una persona con quien charlar. Ella, impredecible: “Estás escuchando Beethoven”. Él se queda callado un segundo, deleitándose por el reconocimiento. La cámara aprovecha para acercarse aún más a su rostro y la Séptima Sinfonía aumenta su volumen y se vuelve aún más épica e íntima. Este pequeño hiato modifica el ritmo de la escena y permite el surgimiento de una emoción en los personajes y una idea en el espectador: acaba de producirse una conexión. Finalmente, él responde: “Sí, es mi preferido”.

Vemos por segunda vez en la escena un plano general de la silueta de Inés dando la espalda a cámara y que de la habitación del fondo sale la dueña de la pensión exasperada. “Tengo que colgar, necesitan el teléfono”, dice ella. Vuelve a su habitación. Cuando entra toma la radio de bolsillo del escritorio y busca con el sintonizador hasta que encuentra la emisora que está pasando Beethoven, se sienta en el piso y se queda escuchando inmóvil, con cara de felicidad. La sincronización que se produce entre los dos personajes, cada uno en su hogar, separados físicamente, pero unidos por una música que se escucha en ese mismo momento, representa maravillosa y sintéticamente el comienzo de su amor.

La relación se desarrolla mediante charlas telefónicas en las que se pierde ese encanto literario que El bazar de las sorpresas y Tienes un e-mail compartían. También hay una diferencia en la pertenencia de clase de los personajes, que no son ni de clase obrera ni de la alta burguesía. Son jóvenes del interior que se mudan a la capital a estudiar, y para poder costearlo necesitan trabajar. Pero la gran diferencia entre Gente en Buenos Aires y las otras dos es que aquí aparece con mucha fuerza el contexto histórico-político en el que transcurre la trama. Llegando al final, vemos a Pablo leyendo el diario en un plano medio en el que se ve perfectamente el titular de tapa: “Fugaron guerrilleros del penal de Rawson”. Estamos sobre el final de la Revolución Argentina, en el gobierno militar de Lanusse, en pleno recrudecimiento del terrorismo de Estado, cuando se intensificaban las acciones del ERP, Montoneros y la FAR.

La consolidación del amor telefónico ocurre en una secuencia de montaje que cuenta además el contexto en el que esta se desarrolla: se alternan las charlas completamente coloquiales, en donde cada vez hay más intimidad, con imágenes de la vida pública de la época: desfiles de vacas de pedigree en la Sociedad Rural, desfiles militares por las calles de la ciudad, turbas de autos transitando el centro, multitudes de peatones, patrulleros vigilando las calles, titulares en diarios informando cosas como “más detenidos por actividades extremistas”, manifestaciones, represión policial. Un paralelo entre la vida privada y el contexto social en donde cada esfera pareciera mantenerse separada de la otra, sin condicionamiento ni contaminación. Ninguna es metáfora ni alegoría de la otra. Mientras el país se está yendo al carajo, ellos concentran su energía y su atención en el amor y el romanticismo, aún siendo conscientes del momento político que están viviendo y sintiéndose interpelados y convocados a hacer algo para cambiar la situación (véase el sueño con el que arranca la película). Pero el montaje no los acusa de “no hacerse cargo”, solo pone en escena la compleja composición de la realidad en la que no se trata de “el amor como contracara de la aceptación del orden social” sino de una fractura entre ambas dimensiones. Un montaje antisintético, antisimbólico, anti-Kulechov, que permite materializar dos fuerzas opuestas no reconciliadas.

En el final los amantes se encontrarán en un museo, en una secuencia en donde todo lo que sucede es relatado sin una línea de diálogo. Como en las otras dos películas, él sabe quién es ella pero ella no sabe quién es él. Primero ella no lo ve y él sí, luego ella lo ve pero no asocia al desagradable hombre del trabajo con el maravilloso hombre detrás del teléfono. Luego, la decepción ante la evidencia. Luego, la aceptación y el encuentro. Cuando finalmente se van juntos, vuelven a aparecer las imágenes alarmantes del presente político del país, como tajeando o interfiriendo en la “felicidad” de los amantes, dejando en claro que la resolución de la historia de amor no implica una resolución del conflicto político que se está viviendo.

Son los únicos dos momentos en los que estas crudas y directas imágenes de archivo interrumpen el desarrollo de la ficción. Solamente aparecen en los momentos de mayor repliegue hacia lo íntimo, otorgándole aún más potencia a la idea de fractura. Otra vez, Eva Landeck desarrolla una idea compleja a partir de un recurso cinematográfico sencillo y contundente.

Hay una escena extrañísima en la película, que podría haber quedado en el tacho del montajista: ocurre al comienzo, cuando Pablo va al negocio en el que trabaja Inés por primera vez. Ella le esconde una orden de compra que le tiene que entregar para molestarlo. Cuando se va, aparece el gerente, un hombre de edad, de aspecto severo, y le pide a Inés que lo acompañe a su despacho. La van a despedir, pensamos inmediatamente. Cuando entran se escuchan unas risas macabras y vemos al dueño de la empresa (que es 15 años más joven que él) con su sobrino tomando un whisky, ocupando la silla y el escritorio del gerente. Hola Daneri, lo estábamos esperando, le presento a mi sobrino, se acaba de recibir de administrador de empresas, ahora va a ser su ayudante, al lado suyo va a adquirir toda la práctica que necesita. En ese instante, por el rictus de terror contenido que invade su rostro, entendemos lo mismo que Daneri acaba de entender: en un futuro cercano será reemplazado por un mocoso acomodado que él mismo tendrá que formar. El destino parece escrito en piedra y no hay nada que hacer. Es una situación desesperante. Perdone, le dejo su escritorio, le dice el sobrino con una sonrisa entre ingenua y maliciosa. Daneri tarda un segundo de más en reaccionar, se da vuelta y le dice a Inés: “Puede retirarse”.

A pesar del peso dramático de este momento, la película nunca retomará la historia de este personaje. Es un descarado desvío de la trama principal, que ejemplifica de manera brillante lo que hace de Eva Landeck una directora talentosa: la capacidad de introducir pequeños desvaríos que sorprenden a los personajes y a los espectadores al mismo tiempo. Y que además no sean solo un juego de formas, un capricho del guion o la dirección, sino que produzcan un movimiento en el mundo en el que transcurre la trama y una variación en los temas que la película aborda. Dicho de otra forma, tener la capacidad y la creatividad para producir un desvío que sea orgánico en forma y contenido. No solamente nos sorprendemos porque Inés no es despedida, sino que nos sorprendemos porque el gerente sí lo va a ser, y también porque es un personaje que, contra todo pronóstico, rompe con el arquetipo “jefe despiadado” al experimentar el escarnio de su propio “jefe despiadado”, y tiene una inmediata capacidad de reflexionar sobre sus actos en función de su experiencia. Y todo esto en dos planos y un gesto taciturno.

Un último desvío: Eva Landeck publicó en 2016, con la editorial cordobesa Alción, Máscaras provisorias. Gracias a la inagotable tarea de pasador que realiza Juan José Gorasurreta (uno de los encargados de la edición), pude leer el libro y ver la película. Es curioso cómo el protagonista de la novela perfectamente podría ser el gerente del negocio en donde trabaja Inés poco tiempo después de la escena incluida en la película: Tomás, gerente de una empresa familiar (que no es de su familia), es despedido luego de 20 años de servicio. Al perder el trabajo, su vida queda completamente descajetada, no tiene nada que ordene ni dé sentido a su existencia. Entonces hace una valijita y se va de viaje sin rumbo. Conoce accidentalmente una compañía teatral que hace sus presentaciones en pueblos perdidos del interior y se termina uniendo a su itinerario. La historia transcurre en algún momento impreciso de la última dictadura militar argentina.

Cuando Tomás acude por primera vez a una de las presentaciones de la compañía, casi sin conocer a ninguno de los integrantes, ocurre esta escena maravillosa: “Alguien entró a la cabina de luces e hizo ruido. Respiré profundo. Yo permanecía arrinconado para no molestar. Preparando la función, los actores no reparaban en mí. El atraso en rescatar la utilería los hacía correr. Espié por un costado de la cortina. Ya había algún público en las butacas. Al darme vuelta, vi el clavo. Asomaba la cabeza por lo menos un centímetro por arriba del piso. Era grueso, el que se lo llevara por delante podría dar un tremendo traspié o caerse de cara. Miré a los demás con la intención de prevenirles pero estaban tan ocupados que no me atreví. Di una vuelta por los alrededores, encontré un martillo, volví al clavo, me arrodillé y me puse a golpear hasta que quedó al ras del piso. Me dio trabajo porque estaba bastante oxidado y había que evitar que se doblara. Mientras martillaba, Clay se acercó, me miró con ojos escrutadores y sonrió. Tartamudeé algo pero no me escuchó y se fue. Me sacudí los pantalones. Años de tierra. Dejé el martillo donde lo había encontrado y volví a ubicarme en el rincón observando el ajetreo hasta que Clay se acercó de nuevo. Tomás, me dijo, allí hay otro clavo. Salí a buscar el martillo y me volví a llenar de tierra los pantalones”.

En este microscópico gesto, en no más que dos minutos, en apenas un párrafo, está condensada la totalidad de la fuerza gravitatoria de la novela y de alguna manera de las tres películas. Porque finalmente todos estos personajes no hacen otra cosa que buscar un lugar en el mundo. Cuando lo encuentran, aunque sea por un rato, se produce un milagro.

Fotogramas y fotos: 1) Gente de Buenos Aires (encabezado); 2) El bazar de las sorpresas; 3) Tienes un e-mail; 4) Gente de Buenos Aires; 5) Máscaras provisorias

Ramiro Sonzini / Copyleft 2018

Las otras entregas de Sonzini:

1

Siete veces Zama (leer aquí)

2.

Volver a ver (leer aquí)

3.

Un posible punto de partida (leer aquí)