
MISIÓN IMPOSIBLE: SENTENCIA FINAL/MISSION: IMPOSSIBLE – THE FINAL RECKONING
Jesús del espacio en Waterloo
Salve Tom Cruise, único garante del cine de acción hollywoodense casi real, que no ha abdicado al CGI como principio y fin de la puesta en escena (¿sabía usted que Cruise hace sus propias escenas de riesgo?). Salve, sucesor de Buster Keaton, pero también de Cary Grant; demente dispuesto a quebrarse cada hueso por una buena toma, pero también galán payaso, que con un gesto mínimo diluye la tensión mortífera de la escena, que con levantar una ceja transmuta géneros, transforma el drama en comedia. Salve, embajador mundial de la Cienciología (en los números, su franquicia más exitosa), ¿sucesor de David Miscavige? Líder de tan particular “iglesia”.
Gracias a Tom Cruise – estrella, rostro, cuerpo, cerebro de la saga –, Misión imposible se convirtió en una rareza para nuestra actualidad decepcionante en todos los frentes: el blockbuster no algorítmico, el espectáculo popular faraónico, sofisticado, cinético y aventurero (el rodaje es aventura, el plano su constatación).
La saga se convirtió a la vez en acto de relaciones públicas, en declaración de intenciones sobre cómo quería ser percibido su artífice con el paso de los años; y en conquista cinematográfica de autor-que-no-se-puede-separar-de-la-obra. Cruise ha aprendido mucho sobre este negocio – ha llegado a editar una película de seis horas que solo exhibe a unos pocos privilegiados de manera privada; se trata de un montaje de escenas donde su voz en off guía y explica todo lo que sabe del cine – y siempre se ha dejado acompañar por directores de peso; en las últimas cuatro entregas es asistido por un excelente sub-autor, Christopher McQuarrie, estudioso de la elegancia clásica y ducho en la ingeniería de las secuencias en las que su jefe desafía la muerte.
Pero si la edad nos llega a todos menos a Tom Cruise, el mal de Marvel ya conquistó hasta el último bastión de las superproducciones. Misión imposible: Sentencia final al igual que las películas de la filial de Disney necesita acolchonar las pocas secuencias de acción con muchas otras de actores parloteando, pasajes donde se asesina el mcguffin, se despliega un manual de instrucciones para cada paso que dan los personajes, se hacen guiños para una minoría de fans y se hacen discursos altisonantes. Ahora, donde Marvel disfraza una necesidad económica (espaciar las carísimas escenas que dependen del rey CGI) con alegorías geopolíticas rancias y meta-chistes insufribles; la octava maravilla de Cruise construye un monumento narcisista como pocas veces se han visto.
Y no es que acá estemos a salvo de las loas al ejército norteamericano. De repente los principales funcionarios del gobierno ya no son estorbos para el agente Ethan Hunt; son héroes modestos, que no le hacen sombra al protagonista mesiánico, pero que le colaboran un poquito. Cruise, abanderado de una organización trasnacional – o de dos: del grupo de rebeldes que evaden la burocracia de las agencias de espionaje, y de la Iglesia de la Cienciología – nos había llevado a desconfiar de los gobiernos. Sonaba algo anárquico, pero era algo que no le hacía ni cosquillas al modelo del capital trasnacional. Ahora que volvieron los nacionalismos y que Cruise necesita hacer buena letra con el Ejército para que le sigan prestando los aviones para la continuación de Top Gun; la Casa Blanca y los muñecos de las fuerzas armadas son buenos soldados, hacen lo que tienen que hacer.
Pero no nos distraigamos del punto de la película. Tras un par de horas de exposición sobre la grandeza de Hunt y apenas un puñado de secuencias de acción notables, el dogma dice que Ethan Hunt – Tom Cruise, Space Jesus–, el enviado a salvarnos una y otra vez del fin del mundo, no tiene tachas. Experto en todas las artes marciales, domador de aviones y submarinos, amigo de sus amigos, amante sin igual, macho cabrío; el único que puede meter en un pendriveal Anti-Dios, una inteligencia artificial que terminaría con la humanidad si no estuviera el más grande ahí para ponerle un freno.
Una vez que se da por concluida la salvación de la especie, cuando otro maldito burócrata tiene que aceptar que Hunt será un cretino que no sigue las reglas, pero es el único ¿hombre? que puede frenar el apocalipsis (o lo que sea que creen los cienciólogos siguiendo la pluma sci-fi de Ron L. Hubbard); la cámara se aleja y se va a los cielos en un dron/nave espacial de la raza teethan. Por corte directo vemos otra imagen al vuelo, esta vez de la Columna de Nelson en Trafalgar Square, monumento que homenajea a un almirante que dio la vida durante las guerras napoleónicas. Una plaza cargada de historia, escenario de protestas políticas desde su construcción hasta hoy; paradójicamente, es el lugar donde nos despedimos de Hunt y sus acólitos, trasfondo para la constatación de que la política no nos salvará: sólo un enviado del cielo o del espacio puede cambiar la historia.
Y si yo fuera un intelectual a lo Zizek, capaz de psicoanalizar la puesta en escena, resaltaría otra paradoja y tendría el cierre perfecto para este texto. En esa transición de planos del cierre, Cruise no se convierte en el homenajeado, Nelson, sino en su víctima, Napoleón: dos petisos egomaníacos que se creyeron reyes del mundo. Y por una traición del inconsciente, o porque la película cae bajo el peso de su narcisismo monumental, en Misión imposible: Sentencia final, tras tantas victorias, finalmente, Tom Cruise encuentra su Waterloo.
Misión imposible: Sentencia final / Mission: Impossible – The Final Reckoning, Estados Unidos, 2025.
Dirigida por Christopher McQuarrie.
Escrita por C. McQuarrie, Bruce Geller, Erik Jendresen.
Santiago González Cragnolino / Copyleft 2025
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