LA IMAGEN VELADA

LA IMAGEN VELADA

por - Ensayos
13 Nov, 2023 08:44 | Sin comentarios
Este texto forma parte de “Fundido a negro. Cine y censura a 40 años del retorno de la democracia”, publicado por el Festival Internacional de cine de Mar del Plata.

Pensar la herencia de la última dictadura en el cine argentino implica una compleja trama de cuestiones, que exceden el mero ejercicio de la censura y a la vez la reactualizan, incluso bajo la forma de autocensura, a veces (aunque muy pocas veces) no necesariamente negativa. Permítanme intentar explicarlo a partir de una anécdota personal y política:

Una de las innumerables búsquedas que hice hace casi veinte años para mi película M (2007) me llevó a rastrear unas fotos que, según alguien me había comentado, habían sido publicadas en una publicación militante de la época (Evita montoneraEl descamisado o alguna otra de esa revistas partidarias que circulaban más o menos clandestinamente). Claro que como no habían sido conservadas en las bibliotecas públicas, había que rastrear a quien pudiera tener alguna colección más o menos completa que revisar. Finalmente, luego de más idas y vueltas (y si hago este preámbulo es para mostrar también la dificultad que existe en Argentina para conseguir materiales de archivo, no sólo audiovisuales), alguien me pasó el dato de un ex militante que había logrado conservar una colección bastante completa, lo que era de por sí algo excepcional (ya que esos materiales tendieron a dispersarse, perderse, o desaparecer, en manos no solo de las fuerzas represivas sino de los propios militantes, que en medio del terror se deshacían de cualquier material “comprometedor”). 

El hombre las había conservado enterradas en el patio de su casa (como mucha gente que intentó conservar libros, revistas o folletos así, antes que resignarse a quemarlos, aunque fuera más peligroso y su preservación no dejara de ser incierta: pocas páginas sobrevivieron a esas tumbas culturales creadas durante los largos años de la dictadura), así que me sorprendió hallarlas en un estado respetable. El ex militante las había esparcido ante mí con celo extremo, y rendí homenaje a sus cuidados tratándolas con la delicadeza debida a un incunable. Y así, en esa casita suburbana convertida en improvisada biblioteca pública, tras largas horas de búsqueda, encontré por fin la foto que buscaba (aunque esa es otra historia). 

Tierra de los padres

Si cuento esto es porque detrás de esa búsqueda lateral apareció, como siempre sucede, otra cosa aun más inesperada. Aquel militante popular, devenido coleccionista e improvisado bibliotecario, me contó que andaba detrás de un material que le habían ofrecido entre gallos y medianoche, un documento único y jamás visto: “Un video de los vuelos de la muerte”. Así dijo. Y por un segundo mi cabeza explotó en un fogonazo de especulaciones. 

Pensé (aunque no sé si en este orden, porque mis cavilaciones se agolparon en el instante que medió entre sus palabras y mi espontánea e instantánea respuesta) que era imposible que tal cosa existiera, porque en esa época no se había extendido el uso familiar del “video”, aunque tal vez había querido decir “película casera” y eso sí era posible, ya que no era difícil acceder a una cámara de super8mm… ¿Pero quién querría o podría acceder a filmar eso? Y ante todo: ¿Quién podría haberlo hecho sin contar con una improbable aprobación de sus superiores, o arriesgándose a desobedecer órdenes?

No era homologable a las fotos de detenidos rescatadas de la ESMA por uno de sus pocos sobrevivientes, Victor Basterra. No. Esto (incluida la sola mención de la posibilidad de que existiera algo así, y que alguien quisiera hacer un negocio con ello) sólo podía ser obra de un ser despreciable. Esa fue mi respuesta (en verdad dije “un hijo de puta”, y pronuncié la palabra “estafa”: lo recuerdo porque sentí que era una pobre palabra para designar tamaña enormidad), y agregué que si fuera cierto se la habrían ofrecido antes a algún periodista sin escrúpulos, que pudiera ofrecer más dinero a cambio. 

Sin embargo, le sugerí al buen hombre que no abandonara la “negociación” hasta desenmascarar al responsable (para hacerle pagar de alguna manera su canallada), y me fui con el material que había encontrado, que habría a su vez nuevas puntas para mi búsqueda. Luego me perdí en ese laberinto, sin tener más noticias del viejo militante, y supuse que todo habría quedado en la nada. Pero con el paso de los años nunca pude olvidarme de esa historia sin final. Tal vez porque su núcleo iba al centro de un vacío muy significante: la falta de imágenes de la represión (tanto que no entiendo como este u otro cuento sobre las improbables imágenes de los vuelos de la muerte no se convirtió en una especie de “leyenda urbana”, aunque el pacto de silencio que pesa sobre ellos aun sea aún más fuerte que cualquier mito).

A primera vista no debería extrañar, ya que la política genocida hace del secreto uno de sus fines (a la vez que la encubierta publicidad de sus medios: por eso los operativos eran tan nocturnos como públicos). Los regímenes que sucedieron al nazismo aprendieron bien la lección: nada de imágenes del horror, que luego pudieran ser usadas en algún Núremberg futuro. Así, la dictadura argentina solo nos dejó, por todo reflejo de su accionar, la imagen de unos soldados entrando a una casa (que retomé en mi película Adiós a la memoria [2020]). 

Esa imagen tiene dos características: la primera (extrínseca) es que ha sido repetida hasta el hartazgo en noticieros y documentales. La segunda (intrínseca) es que se trata indudablemente de una reconstrucción “ficcional”. Ninguna de esas características es inocente, pero la segunda nos permite pensar la única solución posible a esa carencia de imágenes. Veamos: 

Los hijos de Fierro

En principio recordemos que, como pronto descubrieron las vanguardias, la repetición anula la capacidad de asombro, y con ella el pensamiento y respuesta críticos para enfrentar ese mal hasta hoy cotidianizado. La dictadura (en la conciencia icónica del espectador, que a veces es toda su conciencia) se redujo así a un par de soldaditos acercándose a una puerta (sin siquiera golpearla, no digamos ya violentarla). Pero además, para cualquiera que conozca la gramática del cine, es evidente que se trata de la reconstrucción “ficcional” de una escena (ya que consta de dos planos unidos por un claro raccord). 

Sin embargo, esa “puesta en escena” ha sido naturalizada incluso en democracia por los noticieros, que han utilizado también otras imágenes ficcionales (por ejemplo, de Los hijos de Fierro [Solanas, 1976], para “ilustrar” la represión). Por no hablar de cómo la dictadura misma (en comunión con los medios) construyó la “lucha antisubversiva” como un relato de ficción (justificador de su propio acciónar, como cualquier épica totalitaria): presentando fusilamientos como “enfrentamientos” y la represión ilegal como “guerra” (“no convencional”, por supuesto), utilizando muchas veces la misma iconografía guerrillera (como en las falsas fotos tomadas a las monjas francesas en la ESMA, frente a un gran cartel falso de la organización “Montoneros”).

Las dictaduras siempre han sido las primeras en saber que la Historia se construye como un relato épico, ya que pueden disponer de todos los recursos de la ficción al servicio del Estado (y por eso prefieren el cine de ficción a la mera propaganda documental). Es por eso que Ricardo Piglia señalaba que, como proponía Rodolfo Walsh (siguiendo la enseñanza del Facundo de sarmiento) “un uso político de la literatura debe prescindir de la ficción”, y que el compromiso del escritor es enfrentar ese “relato del Estado”, oponiéndole los relatos silenciados por el poder. 

Ahora bien, “prescindir de la ficción” no significa renunciar a sus recursos, sino mostrar precisamente su funcionamiento, desmontar el discurso del poder utilizando sus armas. Eso es lo que logró Walsh en Operación masacre, por ejemplo: darle a lo real –que parecía “increíble”– la potencia y densidad de una ficción (sin dejar de explicitar su trabajosa construcción narrativa). Pues Walsh narró lo que el poder ocultaba, y su victoria fue reparar esa imagen velada para convertirla en memoria histórica (presente en el tenaz recordatorio de los fusilamientos del 56, que sin su relato acaso también hubieran quedado en tinieblas, fuera de la Historia, y también con su “Carta abierta a la junta militar”, que sigue siendo un reservorio de ideas e imágenes).

En ese sentido, e incluso antes de 1983 (si uno piensa en los films que intentaron narrar la dictadura aún bajo su poder), el cine argentino tenía necesariamente que reponer esa imagen ausente, con mayor o menor suerte (basta ver la distancia entre Últimos días de la víctima [Aristarain, 1982] y En retirada [Desanzo, 1984], ambas con guión de José Pablo Feinmann). De ahí que aún películas problemáticas como La historia oficial (Puenzo, 1985) o La noche de los lápices (Olivera, 1986) hayan adquirido desde entonces la cualidad escolar de ilustrar esa falta. 

También los vuelos de la muerte fueron abordados tangencialmente por el cine en al menos dos ocasiones, que dan cuenta de la mejor y peor manera de hacerlo: Garage Olimpo (Bechis, 1999) construye su escena final desde el decoro clásico de no mostrarlos de modo directo sino a través de la imagen sobrecogedora de un avión mientras se escucha el himno patrio “Aurora”, mientras que Koblic (Borensztein, 2016) no sólo los pone en escena sino también al servicio de un policial degenerado. Si algo nos ha enseñado la larga tradición del cine sobre los horrores del siglo XX es que no es posible pensar esa representación sin tener en cuenta las implicancias estéticas y políticas de esa palabra.

Repaso estas instancias ficcionales para decir que si la supuesta filmación real de la que hablábamos existiese, también resultaría abyecta. Podrá decirse que lo son las tomas de pilas de cadáveres en campos de exterminio que utilizó Alain Resnais en Noche y niebla [1955], y que el cineasta logró trastocar su valor. Pero esas ya venerables imágenes (como la película misma, ya cincuentenaria) demuestran que no alcanzan por sí mismas para desterrar la negación de lo que muestran (ya que siempre habrá una corriente “revisionista” que  intente negar el exterminio masivo, incluso desde –y no a pesar de– esas imágenes que también denunciarán como manipuladas).

Y es que, antes bien, habría que trabajar sobre la represión misma (como hace Claude Lanzmann en Shoah [1985], negándose a usar el material de archivo y la omnipresente voz consoladora), para explicitar la abyección que la reproducción no mediada de esas imágenes presupone (y traslada a la “inocente” mirada del espectador). Esas imágenes deben quedar veladas, justamente para que nunca “se repitan”: Para no “reproducir” la Historia, hay que examinarla desde las heridas abiertas que deja en la memoria, sin intentar cerrarlas con una imagen tentadoramente conclusiva y, por tanto, impúdicamente tranquilizadora.

Nicolás Prividera / Copyleft 2023