JUEGOS DE AMOR ESQUIVO
**** Obra maestra *** Hay que verla ** Válida de ver * Tiene un rasgo redimible °Sin valor
por Roger Alan Koza
TEATRO CALLEJERO
Juegos de amor esquivo, Francia, 2003.
Dirigida por Abdellatif Kechiche. Escrita por A. Kekiche y Ghalya Lacroix.
*** Hay que verla
El reciente ganador de Venecia, Abdellatif Kekiche, ya demostraba con su película precedente un acercamiento al cine social sobre adolescentes novedoso y riguroso, lejos de títulos como Kids y El odio, y en el peor de los casos, Mentes peligrosas.
Einstein decía: «Dios no juega a los dados». Iniciar una crítica, con este aforismo del físico más famoso, sobre una película acerca de adolescentes de clase trabajadora de inmigrantes africanos y musulmanes de los suburbios parisinos, puede parecer un despropósito. ¡Qué importa si el determinismo subyace y gobierna el comportamiento de la materia! Pero este filme de Kekiche examina otro tipo de determinismo, aquel que establece las coordenadas simbólicas por lo que un sujeto sin saberlo se percibe a si mismo y al mundo que le rodea.
Ganadora de 4 Césars (el equivalente al Oscar hollywoodense), Juegos de amor esquivo , una combinación de su título francés L’esquive y del origen literario del film, Juegos de amor y azar , conoció tanto el escándalo como la consagración. Los coristas , con sus niños rubios y su apuesta a la nostalgia, era por aquel entonces el gran candidato. Pero triunfó un filme sobre la chusma humillada, esa que Chirac mandó a silenciar unos años después al estallar en cólera durante el 2005.
Inspirada por una obra teatral del siglo XVIII, de Pierre Carlet de Chamblain de Marivaux, el contexto contemporáneo dista de ser anacrónico respecto del material esencial de esta pieza. Aquí el escenario social e histórico, lógicamente, es otro: adolescentes norafricanos que hablan la lengua de Moliére pero creen en Alá, jóvenes cuyas vidas cotidianas parecen estar predestinadas al aplazamiento social infinito o a la delincuencia, como algunos de sus padres. Pero como todavía van a la escuela, es allí en donde pueden adquirir conocimiento y autoconsciencia, acaso el primer requisito para una posicionamiento social crítico.
En efecto, al estudiar e interpretar una obra de Marivaux, el texto deviene en un espejo. ¿Se puede pretender a alguien que pertenece a otra clase (o a otra etnia)? Eso es lo que retraído Krimo habrá de aprender mientras soborna a un amigo para tomar el papel del pretendiente en la obra, pues su amor por Lydia lo insta a aventurarse al teatro, para el que tiene el talento de un placard. Como se sugiere en un pasaje clave, en boca de una apasionada profesora que los guía, Marivaux sostiene que somos «prisioneros de nuestra condición social»: los pobres se enamoran de los pobres. Los ricos de los ricos. Ni el amor es puro, ni elegimos por azar. El origen social, secretamente, determina la conducta.
Kakiche elige una altura de cámara justa. Sus encuadres movedizos y sus primeros planos constantes siempre se mantienen al nivel de la mirada de sus personajes. El sonido de la calle interactúa «musicalmente» con diálogos extensos, cuyas métricas reproducen el habla de un teatro callejero. Las interpretaciones son gloriosas.
Kekiche no es un determinista. Posiblemente, cree que la educación (y el arte) es todavía una discreta pero efectiva práctica emancipatoria, y en su defecto, un consuelo ante el infortunio. Pero en una escena magistral, antes del desenlace, advierte cómo se perpetúan la desconfianza y la diferencia de clases. Los policías son protagonistas. La violencia simbólica también. Aunque este acto concluye en un primerísimo plano del libro de Marivaux sobre un auto. La fuerza de la ignorancia, la esperanza de la palabra.
Copyleft 2000-2007 / Roger Alan Koza
Esta crítica fue publicada en el mes de septiembre por el diario La Voz del Interior de la provincia de Córdoba.
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