DECOUPAGE (01): DOS MUJERES SOLITARIAS

DECOUPAGE (01): DOS MUJERES SOLITARIAS

por - Columnas
10 Jun, 2025 08:56 | Sin comentarios
La joven crítica rumana comienza con esta publicación la columna Decoupage. El texto inaugural señala algunas de sus preocupaciones formales y políticas. Es una alegría enorme recibirla en el sitio. Suma una perspectiva que siempre hace falta.

En los últimos dos años, desarrollé una pequeña broma que a veces uso en las conversaciones con cinéfilos de mi entorno: en el cine moderno de festivales hay un género muy distintivo que uno podría llamar “mujer solitaria con expresión triste sentada a solas en habitaciones”. Es apenas un gesto, por supuesto (después de todo, la primera vez que vi Los encuentros de Ana no pude más que llorar), me burlo de lo que a veces siento un reciclaje infinito (narrativo) de topos y temas recogidos de referencias erróneamente asimiladas (Akerman, Tsangari), y con escasos frutos intelectuales. Estas mujeres a menudo regresan para cuidar de un padre anciano moribundo, y casi siempre hay una escena en la que la protagonista debe bailar torpemente en un largo plano secuencia al ritmo de alguna melodía chillona y kitsch; una abrumadora sensación de absoluta seriedad… Pero a pesar de todo esto, en dos películas que vi recientemente, me encontré maravillada con algunos momentos de soledad y silencio experimentados por dos mujeres. Secuencias y escenas que me hacen preguntarme: ¿qué nos atrae (no solo a nosotros, espectadores, sino también a la mirada, la narración, la narrativa) a estas imágenes de mujeres que no son vistas dentro de la diégesis misma de dichas imágenes?

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La monumental c, de Laura Citarella, es una película que juega astutamente con la idea de la visibilidad de la mujer; idea que está integrada dentro de la misma premisa narrativa del film: una mujer llamada Laura desaparece, dejando detrás suyo pocos y enigmáticos rastros, y desconcertando a dos hombres (uno, Rafael, su pareja estable, y el otro, Ezequiel, un amante pasajero) que parten en su búsqueda. Dentro del marco teórico de Laura Mulvey, el diagnóstico sonaría algo así: el objeto de placer es (físicamente) desplazado, por lo que las miradas masculinas vagan en la privación, confiando sólo en la mirada interior de la memoria subjetiva para recuperar, momentáneamente, la imagen perdida. Es precisamente esta memoria subjetiva lo que usa Citarella para tirar de la alfombra bajo los pies de todos (personajes y espectadores por igual): la primera parte de la película señala engañosamente que la desaparición de Laura tiene que ver con su creciente obsesión con la figura de una mujer, Carmen Zuna, desaparecida sin dejar rastro, a quien descubrió en una serie de cartas escondidas en la biblioteca local.

Trenque Lauquen

Por supuesto, el engaño existe en la perspectiva de los hombres, en especial en la mirada de Ezequiel, que es expuesta por la película a través de flashbacks; y es que no podrían haber estado más lejos de la verdad: la desaparición de Laura está atada a su encuentro con una misteriosa mujer del pueblo, Elisa, quien opera un extraño laboratorio en una casa de las afueras que comparte con su compañera femenina y un bebé siempre fuera de toda vista (que podría ser o no humano). Su encuentro con Elisa (probablemente exacerbado por sus columnas en la radio del pueblo compuestas de lecturas apasionadas acerca de figuras femeninas históricas: Lady Godiva, Alexandra Kollontai) le revela una cruda verdad: una sociedad en la que el hecho más escandaloso (y exaltante) posible es el adulterio entre un hombre y una mujer no es más que una farsa, un fraude; Zuna sólo da cuenta de eso en su carta de despedida y, como ella, Laura apenas deja detrás suyo un papel con las palabras “Adiós, adiós. Me voy, me voy”. En última instancia, su desaparición no es ni más ni menos que un acto de rechazo a una existencia plana y normativa (el elemento de ciencia ficción de la segunda parte sólo sirve para reforzar esta noción de una vida que yace escondida bajo la superficie); el único gesto natural frente a tal desestabilización es no poder volver jamás.

Después de pasar una buena parte de sus casi cuatro horas retratando a Laura sólo a través del lente de las memorias y la imaginación de otro, al final, por fin, obtenemos un vistazo sin mediaciones de su destino definitivo: como la Mona de Agnès Varda, ella se ha convertido en una flâneur, una vagabunda, sin techo ni ley, errando por el campo sin un objetivo preciso (o, al menos, claro), durmiendo en casas abandonadas o en pulperías. Estas escenas son extraordinarias sobre todo porque, después de una película tan cargada de diálogos, Citarella opta por envolverlas en el silencio: cuando finalmente somos testigos de Laura en plena libertad de (y sobre) sí misma, su imagen al mismo tiempo llena y hechiza la pantalla, es una presencia finalmente tan tangible que se siente hasta cierto punto irreal.

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Otra imagen de una mujer solitaria (aunque no del todo) que me ha estado persiguiendo últimamente es bastante peculiar, incluso imperfecta. Debo admitir que, inicialmente, estas escenas me resultaron algo frustrantes: las vi como un meandro, una deriva dentro de una película de dimensiones ya leviatánicas; sin embargo, cuanto más tiempo pensé en ellas, mi fastidio se convirtió en admiración, e incluso en una especie de asombro. Se me ocurren pocas expresiones de libertad narrativa como la inserción de una larga secuencia que tiene poco o nulo impacto sobre el argumento general, tal como sucede aquí. Estoy hablando, por supuesto, de Ludwig: La pasión de un rey de Luchino Visconti y sus maravillosas escenas de la Emperatriz Isabel de Austria buscando a su primo por sus faraónicos, vacíos e inacabados castillos de Baviera.

Ludwig: La pasión de un rey 

Que Sissi (aquí la hábil manipuladora de los sentimientos de amor obsesivos y fetichistas del joven rey bávaro y la astuta arquitecta de un compromiso finalmente fallido entre él y su su hermana menor, Sophie, todo en un intento de forjar enlaces políticos) esté interpretada por la gran Romy Schneider no es inconsecuente. Después de todo, ella había sido convocada para interpretar el rol de la monarca femenina más amada de Austria en la trilogía de Sissi (1955-1957) de Ernst Marischka, en pleno auge del fenómeno del Heimatfilm; tres films que no forman exactamente parte de este género en sí, pero que no dejan de ser síntomas de una sociedad que intentaba recuperar su autoestima, su historia independiente y una imagen de sí misma después participar en la carnicería de la Segunda Guerra Mundial. No es de extrañar, entonces, que la Emperatriz que vemos en la película de Visconti sea escurridiza, desilusionada, íntima e intensamente consciente de los problemas y peligros del poder. Un marcado contraste con la de Marischka (cuyas películas sólo retratan los primeros años de su reinado), y el complemento perfecto para la mirada soñadora del “Rey de Cuento de Hadas”.

Cuando la Emperatriz sale en búsqueda de Ludwig (¿respondió por fin a una de sus muchas misivas implorándole que se le una? ¿O se trata de un capricho, de otra partida de un ajedrez político velado con encantos?), el joven monarca ya inició su caída irreversible: su belleza de otro mundo, casi como la de Adonis, empezó a desvanecerse, su mente romántica comenzó a ceder a la megalomanía y la perversión, y su gabinete ya trama su destitución. Y cuando por fin ella lo encuentra, en el aún inacabado castillo de Neuschwanstein, él se niega desesperadamente a recibirla, en un doloroso pero tácito reconocimiento de su degradación; el rechazo de él (un símbolo de la pérdida de toda esperanza) actúa como la salida de escena del personaje de ella, que nunca volverá a aparecer en la película.

Sin embargo, no es Ludwig quien nos interesa aquí, sino Sissi: cubierta por la sombra de su dama de compañía, todo lo que oímos (salvo un breve intercambio que señala la muerte de Richard Wagner) es el sonido de sus pasos resonando en los espléndidos y vacíos salones del castillo de Linderhof, salpicados por el susurro de su amplio miriñaque mientras, despacio, contempla el jardín a comienzos de la primavera, los salones rococó incrustados en oro, o su suntuosa y subterránea Gruta de Venus, emulando el primer acto del Tannhauser de Wagner. Y por último, su risa, que atraviesa el estéril Salón de los Espejos de Herrenchiemsee, una réplica casi perfecta del de Versalles. ¿Es una risa de lástima, hacia los ingenuos ideales de Ludwig de emular los palacios (y por tanto, la función) del mismísimo Rey Sol? ¿Es una risa de desesperación, o de cínica autocompasión, siquiera? Schneider avanza cautelosamente, evitando con cuidado que se la vea en uno de los innumerables espejos alineados contra la pared. Aunque sea sólo por unos minutos, la Emperatriz no es más que una figura que se mueve silenciosamente entre monumentos foráneos, una turista dentro de una obra abandonada. Y aunque sólo sea por unos minutos, Visconti pone al espectador en pie de igualdad (a través de la mirada) con una de las mujeres más poderosas de la historia.

Flavia Dima / Copyleft 2025

*Versión al español de Tomás Guarnaccia.

* El texto fue redactado dos años atrás; por distintos motivos, tardamos en publicar el texto. Pedimos disculpas a la autora y a los lectores; el texto, de todos modos, no ha perdido vigencia.