CANNES 2024 (02): VIDAS EXTREMAS
Hubo una época en que una película como Pigen med nålen hubiera enfurecido a los críticos que vienen de todo el mundo hasta la ciudad costera llamada Cannes. En su lugar, un Frankenstein narrativo que lleva la firma de Magnus von Horn hasta puede recoger tímidos aplausos. Hoy no fueron muchos, pero los tuvo. Sucede que siendo una película nihilista sobre el nihilismo en su versión más elemental y banal puede pasar que su veredicto duplique la posición de su público no menos nihilista, quizás, sin saberlo o a la fuerza. Si el mundo es invivible desde el final de la Primera Guerra Mundial, ¿por qué habría de esperarse del cine algo más que confirmar un apocalipsis sin la pirotecnia teológica que sublima muy bien la decadencia?
La filosofía ramplona de la canalla principal del relato podría parecer, si se la interpreta descuidadamente, la de una parienta tardía y escandinava de Monsieur Verdoux. Hay diferencias inconmensurables entre uno y la otra, porque Chaplin llega casi al final de su carrera y tras haber intentado todo para concluir con tristeza que entre su asesino de mujeres y la sociedad que lo condena existe una complicidad homicida. En Pigen med nålen, por cierto, no es un hombre sino una mujer la que mata y la aberración acá son los infanticidios. La razón que esgrime la convencida se escucha cada tanto de un modo más matizado en los razonamientos de muchos jóvenes matrimonios desencantados. Como ninguna felicidad puede esperarse de este mundo, no tiene el menor sentido seguir poblándolo. La historia de Karoline parece confirmar el argumento; es irrefutable.
Tras quedar sola, desempleada y sin hogar, la joven encuentra finalmente una pocilga para vivir en Copenhague y un poco después un trabajo como costurera. El marido ha desaparecido en la guerra, el dueño de la fábrica la corteja, más tarde queda embarazada de su patrón, pero la suegra detendrá la unión de los enamorados. En un momento desesperado que tiene lugar en un baño público para mujeres, Karoline conoce a Dagmar. Es el inicio de una esperanza. Pura apariencia, porque la colocación de bebés de modo clandestino no puede jamás ser un acto revestido por el consuelo. De ahí en más, un vía crucis permanente con varios números perversos que es un popurrí de los hits nórdicos (con esa ruindad banal y autocomplaciente que tanto gusta al festival) en materia social.
En efecto, la sordidez manda, la estetización acompaña, en este ejemplo de esos que acá se vindican desde hace mucho tiempo, y que incluyen cosas como el registro laborioso, a través de un plano general incompleto, previendo meticulosamente el ángulo de cámara para que dé una perspectiva parcial que permita hacerse una idea total de lo que está pasando, de un fuera de campo afectado con el que se pretende escenificar cómo dos mujeres abrazándose asfixian a una criatura recién nacida. Tan solo imaginar a von Horn y su equipo concibiendo esta escena, y ensayando para sopesar el cálculo de los tiempos y los movimientos, causa, al menos, vergüenza. Hay técnicas más veloces y asépticas que se aprenden prestando atención y llenando las elipsis. Incluso existen métodos caseros que hasta un niño puede practicar. Ni hablar de la voluntad de filmar eso.
Como está en blanco y negro, es un tanto más fácil dejarse llevar por la prepotencia de algún encuadre vistoso. En toda la película hay un solo plano que no está al servicio de la impostación y la declamación. Karoline mira por la ventana –que hasta entonces nunca ha abierto– de su pequeño cuarto alquilado, consigue abrirla y sale por un rato para observar la ciudad desde la altura. La expectativa sobre esa acción se lanza antes, pero se cumple después. Es una delicadeza honesta, acaso involuntaria, entre un sinfín de planos ampulosos, secuencias experimentales que quisieran ser cuadros de Francis Bacon representando todos los rostros sin fondo y un concepto sonoro y musical heterogéneo, bastante disociado de la época del relato y de la relación intrínseca, cualquier sea, que pueda establecerse con la evolución del relato.
El prestigio estético de la sordidez nunca ha cesado de estar en alza en el cine oficial del festival de festivales; lo suele acompañar una presunción de brillantez. La peculiar convicción de que todo lo que incomoda debe señalarse a los gritos, como gozando con la propia denuncia, es propia de demagogos. El cine no está exento de esta forma de estupidez. Axioma para mantener a distancia artefactos como el que acá se discute: siempre, a último minuto, habrá un llamado a la redención y la reconciliación, siempre se compensará la severidad con un pasaje inesperado a la ternura. Los atajos pocas veces son buenos. Los amantes del western lo saben: en ese camino más corto estaba la trampa.
Y mientras tanto…
Frente a los senadores, el cineasta Mariano Llinás y la productora Vanessa Ragone, dos exponentes lúcidos y comprometidos del quehacer cinematográfico argentino cuentan frente a los parlamentarios la situación del cine vernáculo, advierten los riesgos que se avecinan si el gobierno nacional insiste con su desmedro sistemático al sector y desmontan los sofismas de una inquina insólita contra el cine.
Del otro lado del océano, el primero de los tres largometrajes argentinos que se estrenan en Cannes, Simón de la montaña, tuvo su primera función en la mañana de hoy. Llovía lo suficiente para incomodar, pero la extensa fila para el ingreso al Espacio Miramar, donde se proyectan las películas de la sección Semana de la Crítica, ya anunciaba una sala sin butacas vacías. Todo el equipo estaba presente, incluido su protagonista, Lorenzo Ferro, quien ya había confirmado su talento con El ángel, y lo vindica aún más en esta película dirigida por Federico Luis, quien ha concebido un relato inimaginable sin un actor capaz de concentrar en su propia interpretación la intensidad y el misterio que recubren la refractaria personalidad del Simón invocado en el título.
El único que habló antes de la presentación fue Luis, el joven y calmo director; se expresó en español, eligió cada palabra con el tiempo que se precisa para deducir a través de un sustantivo y un adjetivo el sentimiento que definía ese presente irrepetible para su carrera. Tener una primera película en Cannes solamente pasa una vez. Su conmoción personal no lo obnubiló. Añadió al terminar su presentación la difícil situación que está atravesando el cine argentino. Mientras Llinás profetizaba en el Congreso la eventual muerte del cine argentino, Luis con su película sumaba hoy un nuevo título de una época luminosa del cine argentino que podría apagarse hasta desaparecer.
Evidencia: Simón de la montaña no se parece a ninguna película argentina reciente. El escenario elegido es la Patagonia, pero podría haber sido cualquier otra geografía, porque el espacio en sí de la trama es el propio psiquismo del protagonista, cuya opacidad revestida de un circunspecto sufrimiento solamente permite entrever la cáscara del personaje. La fascinación del relato reside en la indecibilidad de lo que le pasa.
Como si se tratara de una inversión dialéctica y humanista de Los idiotas, de Von Trier, Luis propone lo siguiente: el joven Simón no se siente cómodo con su familia y prefiere pasar su tiempo con personas de su misma edad que tienen el certificado de discapacitados. Por tres semanas, aparentemente, se suma a un centro de recreación en el que comparte actividades: teatro, natación, excursiones. Una travesura sin grandes consecuencias revela algo de Simón inesperado. Decir algo más sobre ese episodio es innecesario, no así la posibilidad de formular una conjetura: la consistencia simbólica de toda persona es mucho más endeble de lo que se cree y la noción de incapacidad suele restringirse a una cartografía de la conducta humana que pasa por alto otro alcance del concepto.
La escena inicial es indeleble. El viento zonda azota. Simón y sus compañeros están en la cima de una montaña y se han perdido. Todos buscan captar algo de señal para sus teléfonos y pedir auxilio. El sonido del viento escala a primerísimo plano. Es el anuncio de una poética sostenida en el sonido a lo largo de toda la película, ya no del viento, sino de la realidad percibida auditivamente a través de un amplificador con el que Simón intenta ser uno más entre los otros.
Roger Koza / Copyleft 2024
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