SEGUNDA UNIDAD: LA MORA VENENOSA. FRAGMENTOS DE UN FILM ABANDONADO

SEGUNDA UNIDAD: LA MORA VENENOSA. FRAGMENTOS DE UN FILM ABANDONADO

por - Columnas
25 Jun, 2020 11:47 | Sin comentarios
Diario, relato, poesía, tal vez solo notas de una película que no fue y también fragmentos aludidos de otras tantas películas y libros que acompañaron al deseo de haber hecho un film que jamás encarnó.

Una vez por semana. Cada semana. Un día a la semana <los viernes> Cada viernes. Todos los viernes. Durante todos los viernes de un año. Cada viernes a lo largo de todo un año. Cada día viernes, durante <todo> un año […] De aquí en más, ilegible. *

*Cuando se calla una voz en off –creía, oía Joseph Cornell– el silencio permanece superpuesto.

Visitar la casa de mis padres para filmar un árbol. Las gravitaciones son las mismas que en La película de ManuelEn une poignée de mains amies <Oliveira, Rouch>; Olmi: Artigiani veneti. Pero además –por sobre todo– el membrillero de Erice, la acacia de Fontán. El anima mundi de la rue Daguerre. Y Cornell <aquí Dalí no nos simpatiza>: Nymphlight, Angel –la preciosura infinitesimal de Angel–. El Loira de los Straub (¿recordar título?) <es: Itinéraire de Jean Bricard>

Por cierto: los subrayados originalmente en la libreta. Notas <viejas> para un off. Assemblage. Capturas de movimiento. Mi East of Borneo. La mora venenosa. (Idiolecto precioso: apenas frutos incomibles). En el patio donde están enterrados todos mis perros (Barón, Barakus, Baudelaire, Bella.)  

La vigilancia de los espejos. Smash cut. Quitarse el abrigo <desenrollar una bufanda> frente a un espejo en forma de goniómetro. O mejor: de cerradura –huir ya de esa metáfora–. Espejos circunvalados por heteróclitos anillos de vitrofusiones coloridas. Fragmentados en técnicas de mosaiquismo. O ya más clásicos sobre las puertitas de algún mueble alto. [La hornacina que llegó de las pedanías sureñas remolcada por el viento <las familias son médanos>]. Espejos cortados en pequeñas lonjas adheridas a la arista de un muro. O con marcos drapeados (solidificado el trapo retorcido con algún linimento de vinilo), pintados con aerosol dorado y con figuras trazadas –sobre el espejo mismo– con tinta china <fitoformas>. 

No hay ninguno que no provenga de Saint-Gobain.

Pero más que Flaubert, Brodsky: «Me detuve junto a la puerta que conducía a la siguiente cámara, y me quedé mirando un gran rectángulo dorado, de un metro por metro y medio de perímetro, en el cual, en vez de mi imagen, solo pude ver una nada negra como el carbón». 

Los abuelos. El piano <el piano del abuelo>. El pleonasmo del frío. 

Cuando suena el timbre –vivían a tres casas, sin el piano del abuelo, que no cabía–. Cuando suena el timbre –¡fata morgana!– son ellos. [Pavlov]. <hasta hace unos meses> Solo podían ser ellos. Ahora solo pueden ser otros. Pero hasta que lo son <o se espera que lo sean> son ellos. 

«Deberíamos cambiar el sonido». «Poner un din-don». (Supersticiones). «Parecen haber viajado juntos en el mismo avión que se estrella». (El viento en las ramas desnudas de la mora venenosa: se esconde.) 

El timbre –por cierto– sobre un plano de la mora en julio [casete #1]. El movimiento de A., la quiescencia de A. Un hombre (achacoso) que pregunta por él. Un plano de papel manteca que se desenrolla sobre la mesa del comedor. Las miradas présbitas. La punta de los dedos caminando las rectas y las superficies numeradas. [No olvidar el teléfono: no había nadie –porque solo estaba el artista– en la casa de mis padres: Darío <¿quién va a ser Darío?>: «¿Cuántos años tiene tu viejo?». «Pasa que anoche soñé con él y quiero jugarlo a la quiniela». Delicias.]

Casete #1. <transcripción> a) Toma de instalación: plano entero de la mora hacia el Este; fondo: ventana de la cocina, etc. b) Toma de instalación: plano entero de la mora hacia el Norte; fondo: tapia, canteros con flores (averiguar nombres); ventana de las habitaciones (una con stikers de Nirvana y Eddie Maiden, amarillentos). Rayo de sol empolvando el plano. c) Paneo del tronco desde la base, hasta la primera escoliosis (90 grados, 1.80 mts.) Continuación del paneo hasta que las torsiones lo difunden. [¿Cómo se panea un garabato?] d) Un gorrión comiendo sobre la gramilla (migas → V. sacudiendo un mantel: filmarla.) 

¡Como un plenairista! 

Llegar, con el trípode al hombro, desplegarlo, abrir la maleta <el estuche> de la cámara, enroscar el gran angular, enroscar el macro (las grietas de la corteza de la mora venenosa como gargantas). Montar la cámara, rotular el casete, grabar, abrir la libreta. Desmontar la cámara, llevarla al hombro, acercarla al árbol, a un pájaro, enmarañarla entre las ramas llovidas, lánguidas, que cuelgan de lo alto como cabellos muy lacios, grises. Por cierto: como las uñas de un guinessman, nunca cortadas. ¿Todos los símiles son fúnebres? ¡Una calavera con cabello! (Night of the Ghouls, anoche.)

Jugar a la selva. Las ramas largas, lánguidas, tocan la gramilla. Son lianas. Colgarse, aferrar un hatajo de ramas, levantar los pies del suelo. La reverencia –que lo parece– de la mora venenosa. La dignidad de suspender a un niño (pesado) en el aire. Después soltarse. El estertor. Ese bramido platinado ahora embalsamado en bálsamos cinematográficos, que mal se graba con ser tan fiel. En las manos las mermas: pedacitos de rama, pequeños brotes –solo ahora detectados, ¿ya es agosto?– deshechos en tinta verde <sobre los dedos>. Una gota de sabia blanca, un semen, brotando. 

Jugar solo. ¿Como un plenairista? Giverny <casi> todos los viernes. Cultivar, falsificar a priori, un jardín. Después desemejarlo. Rousseau Le Douanier en el Jardin des Plantes, en la ménagerie. ¡En la casa de su padre en… ¿Laval?! La circunscripción como utopía. El domicilio como invernadero de cristal.  

Después, un día –siempre en invierno– la mora aparecía podada. Cortada sus ramas llovidas <lacias>, su cabellera de lianas, a un metro y medio del suelo, con urbanidad, al carré, como una flapper. Al verano siguiente las largas ramas cubiertas de grandes hojas verdes tocando el pasto. La delitescencia del tiempo.        

Aparece V. <zoom in> Trae un papel. Una hoja, plegada. Un dibujo. «Me hiciste acordar». «Lo había guardado». «De cuando vino R.» [De Ensenada]. El discurso solo entendido como proliferación de contextos. Y acaso la sospecha <el atisbo> de que V. preserva –cura en sí, en su aparato de gestos– ciertos tenores de personalidad de los abuelos. Giros, frecuencias, repertorios. Sin ir más lejos, esa forma hidrópica del discurso, <la abuela> que solo puede nombrar irrigando.     

El sol liviano de una siesta cálida de agosto. Los sillones y la mesita de jardín junto a la mora venenosa [filmarlos en la posición y en la distribución exacta en la que quedaron]. V. y sus hermanos. Y R. <el hermano de la abuela> Sucesiones. Discusiones. El silencio <a título de escoriación> de V. La toma de posición (el silencio también es una) como vértigo. Mientras V. dibuja en una hoja –distinta de aquella en la que se pautan los desacuerdos– el tronco de la mora con un lápiz negro. Una formación nudosa que conforme recarga el trazo y la recorre y raya sobre ella nerviosas texturas, parece configurar el argumento <asediado> al que le opone oídos (pero no palabras.) NO USAR, es demasiado privado.     

El realismo como manierismo (desarrollar –«l’existence o l’inexistence de toute réalité», Epstein–). ¿Imposibilidad del cine? Hasta acá ni una sola toma que consiga eso. No hay enrarecimiento. No hay despegue. ¿Pasarlo todo a blanco y negro? 

V. sostiene el dibujo frente a la lente. La distancia focal como distancia de frenado. Hacer nada para neutralizar ese temblor. Mucho mejor: boyarlo, ¡marear a todo el mundo! La mano de V. en el dibujo <el trazo, de igual forma> tembloroso. El temblor que de alguna manera se continúa en el trazo, como si sostuviera un pez pequeño, una mojarrita. 

La mano de la arquitecta. Mantra. Rapsodia. Tantos años, tantas noches. La Coca Cola con cafeína, nunca las anfetas, ella que amamantaba –ella que ya era «grande»–, entre chiquillos con «mano» que podían dibujar un triedro drogados. Tantos años <la universidad> «en vano». La arquitecta sin obra. Locus vacuum. La arquitecta que equivocó la paciencia. Etcétera. Inútil decir –¡el cineasta sin obra que huye, veloz como un témpano, de su propia nada negra!– que ahí está la Obra. Única, total, sustraída por el hábito: su propia casa. Su Night of the Hunter. (¡Quién pudiera!) Esa casa <esta misma> que se eleva en la barriada como una cadencia inútil. El techo, los altos techos del living, flotando. La caída de los planos inclinados como un conciliábulo de falsos trapecios. Los puntos de apoyo prestidigitados. La mecánica de la estructura, subrepticia, furtiva. Sobrándole una columna para ser completa <sobrecogedora>. «La columna de tu padre».L’ingegnere! (En una macedonia axonométrica <punto crítico, junto al piano del abuelo>). Monumento a la desconfianza que V. amenaza con demoler para dejar esos techos –«de una vez por todas»– colgados en el aire. 

«¿Y si le pido el martillo neumático a los que están demoliendo la casa de Tramparo?». Recuerdos estrábicos. ¿Había un almacén? ¿Había una chica inalcanzable? El padre (Tucho) era jovial y pescaba. Una vez cocinó un pacú <era santafesino> en nuestro asador, junto a la mora venenosa. 

El grito de dos albañiles (tres, cuatro –hablan de una planta a la otra, infamándose–) sobre un plano de la mora venenosa en octubre [casete #4] a) Plano entero de la mora hacia el Norte, hacia el edificio que se levanta en el terreno donde estaba la casa de Grebe. La cabellera cubierta de hojas (volumen escamado de un verde lucífero). Además, b): detalle de los frutos (verde pálidos, serosos) prendidos como verrugas (del <¿nombre botánico?> artejo de las ramas). Tarde sin viento. El sol tumbado en el follaje, como si lo mintiera. 

c) Tomas en el techo. Las ramas de la mora sobre la membrana aislante <extendidas sobre el plano del techo de mi habitación> como una hiedra. La proximidad del techo <de un alero> y la escoliosis de la mora que lo esquiva para estallar en arco. (En el colchón de hojas –sobre la membrana plateada– duerme el gato sin dueño.) 

Ahora, ¿es pasado el mediodía?, la copa le hace sombra a la membrana. Las hojas aplastadas y con pelos (c2). El gato sin dueño –darle un nombre boludo: Unmitigated–, corpulento: de un gris compacto (la carne y el pelaje) del color del asfalto viejo. Los ojos dos muescas amarillas. Marta <el spaniel de V.> ladrándole a Unmitigated desde abajo [¿casete #3?]. Unmitigated mirándola desde la cornisa como si fuera <Unmitigated> una nube. 

Además: la demolición progresiva del barrio. (¡No hacer otra película gimiente con eso!) ¿Metafísica del capital? Vender: ese verbo endémico. Se conjuga en las panaderías en pretérito póstumo. 

Paneo circular sobre el eje del trípode (c3, c4, c5). ¿Plano de apertura de qué película de los Straub, desde una colina, sobre un valle, un caserío árido? La copa de la mora: disforme (la forma es de erupción). PAN hacia la izquierda. La plaza detrás de la tapia. La arista de la tapia sembrada de fragmentos de vidrio <pedazos de botella> pegados sobre una rebaba de cemento. Los rayos del sol desordenados en esos fragmentos. Los enormes paraísos de la plaza alineados sobre la calle. El olor cabal de la primavera.

Paneo circular, se continúa. 

La campana de la escuela (200 metros, hacia el Norte) sonando sobre el plano del campanario –mucho más lejano, con el tele– de la iglesia San José. ¿Aliteración plástica? ¡La verdad trópica de las imágenes! La escuela eclipsada detrás de una muralla de eucaliptos. La campana [insert mental] colgada del arbotante de una crujía. Se levanta un murmullo alegre, un griterío, bandeado por el viento. Inicio del recreo. 

Además: la silueta azul de las Sierras Grandes, somnes, en el horizonte. El picacho de los edificios raleados, erguidos entre las casas bajas. El edificio en obras en lo de Grebe que incauta el plano, lo desborda y lo barre, de derecha a izquierda, para auspiciar (con abuso de consecuencia) el solar vacío –arrasado y pulcro– de la casa de Tramparo, en la manzana contigua. Más allá las torres de iluminación del club y las calles que se cortan una tras otra contra su perímetro. Las cortadas (buen título para otra cosa). Microcosmos, enclave: los dealers, los pungas, la malajunta. El niño más cruel y el más triste [se llamaba Jacinto]. Por cierto: la coreografía de los volúmenes en perspectiva. La caída de los techos del living como un volado de tejas opacas (ennegrecidas) y ya sobre la línea de la cuadra –por la vereda de los pares– la terraza de la casa de los abuelos; «la pieza de arriba», esa buhardilla de mayorazgo: los hermanos menores de V., conforme se iban casando. (V. –de una juventud decimonónica– se casó antes de esa ampliación.)

La copa de la mora venenosa <de derecha a izquierda> devuelta al plano. Las verrugas verde pálido estallando ahora en frutos harto más oscuros –¿morado de borgoña?– que el tizne púrpura de baremo que esos mismos frutos rayan sobre la ropa. Ser un niño y no poder responder a esa interdicción sin negligencia.: «No te metas en la mora». El régimen extático de la mora venenosa en octubre. Los pájaros nerviosos, perturbados, vigilándose. El movimiento en la copa, violento, compartimentado. La cagada púrpura en el alero blanco (action panting). En las losetas, junto a las huellas <púrpura> de Marta [de Barón, de Barakus, de Baudelaire, de Bella]. Las huellas de Marta en los pisos de la casa (los sillones del living cubiertos con mantas). El hábito, los períodos, las frecuencias de una perra vieja y metódica. («Son veinte días al año, hay que soportarlo»). El color púrpura como una apología de los procesos. (Mis huellas, mientras filmo, al final del día, a título de qué trazabilidades). La sombra de la mora una pasta del color del mosto trabada en la gramilla. El viento <la palpitación de los pájaros>, el goteo de los frutos. Casete #7: toma al ras del suelo [la cámara apoyada sobre una tablilla asiria] hasta que una mora –por fin– cae en la rodaja de aire del foco. ¡Toda la tarde pérdida en ello! 

Además: dos, tres, cuatro, cinco palomas doradas, espigando en la gramilla. Podría tomarlas con la mano, podría aplastarlas. (Las espanto con amagos ancestrales, regresan). Se garantizan zonas de exclusión <círculos de prestigio> a fuerza de picarse en la nuca, como perros. Unmitigated las caza en el techo, con abulia. Cornell las filma en Bryant Park. Unas moscas pequeñas y lentas flotan sobre el humus. El olor es agrio, de ningún modo putrefacto. 

Aparece V. <zoom in> «Tamashiro». «Jardín Tamashiro» «El vivero». (Sinapsis). El vendedor <el chico que le vendió la mora venenosa> no era japonés. Trae unas fotos. Un álbum de folios pequeños [Kodak Instamatic 110]: primer cumpleaños de mi hermana. El álbum fechado: 1985. Hay una foto en el patio. Detrás de las figuras, traspasando la enunciación, sustrayéndose, la mora venenosa: pequeña y frágil como un primer verso. Por cierto: recta, reverdecida. ¡Cosa notable! <las fotos nunca se quedan quietas>: es el único árbol que perdura. 1983: la mudanza a «la casa nueva», antes vivir por ahí, a los tumbos. Inventario de incomparecencias: el aromo, la línea de los álamos junto a la tapia, el falso ciruelo, el mirto, el sauce eléctrico.

¿Pero de dónde, entonces, semejante nombre? ¿Del empleado del vivero? («Así me la vendieron»). ¿Y al sauce también? ¡La hidrografía (¡la quiromancia!) de los léxicos intrafamiliares! Ese glosario <ese verbo> que no se reporta a la intendencia de la lengua política. Vocablos que historian la clandestinidad de las identidades, que la lengua política sanciona y que la literatura –a veces: ¿horizonte?– incumple. Si fuera (acaso) una traducción del viejo Tamashiro. [¿Por qué no «mora decorativa»?] Una analogía por defecto. Lo venenoso –se me ocurre– como prosopopeya del mal sabor. Una agriura fangosa, sin consecuencias. Sino mirar a los pájaros. ¿Pero cómo estar seguros de que esos pájaros después no mueren y son reemplazados por otros pájaros? (Uno ha probado esos frutos solo para descartar una conducta). «Bueno, N. se las come siempre». Por ahí no se trata de los frutos, sino de los árboles que la rodean. Mirar sino la glicina –la imposibilidad de la glicina–. ¿Cuántos intentos? El tutor y el armazón de las guías (¿casete #5?) como una ruina de los jardines colgantes. 

¿Y el sauce eléctrico? ¿Al sauce eléctrico no lo secó una peste acaso? ¿Y al aromo? ¿Y al mirto? («Pero eran pestes distintas»). Al falso ciruelo lo mató una falsa peste. («Por eso son tan delicados»). ¡Delicias! ¿Y a los álamos? No: a los álamos los hicimos talar porque las raíces estaban agrietando todos los pisos.                  

La gramilla a la sombra de la mora venenosa: verde y carnosa como en ninguna otra superficie adyacente. CORTE. Desencajar, con el cabo de una escoba, una pelota incrustada en la copa de la mora. Patearla hacia el otro lado de la tapia, hacia la plaza. La gratitud coreada de unos niños impostores. (Después de un timbre que nombra –evaneciéndolos– a los abuelos). En el porche el niño sudado y enrojecido –con tierra adherida a la transpiración del rostro– que pateó «como un caballo». 

Por cierto: en el pormenor de la maniobra, también [regresar una pelota a la plaza: esa tradición doméstica] la fricción –¡agotadora!– de Baudelaire. Perro cruza <vagabundo, guaso>, recogido –¡ese nombre suministrado por la conjunción de una enciclopedia y un dedo!– de la calle. Solo cabe ahora distraerlo de la esfera que lo enceguece habilitándole la puerta de salida (fruto prohibido); para cerrar tras de sí la puerta del lavadero, previamente clausurada su puerta interior (que conecta con el garage). No obstante Baudelaire aprende <con los años> y desconfía. Desconoce (entregado al régimen exento de sus resortes musculares) y desconfía. Razón de acabar lastimado sino se lo mantiene alejado <con la escoba>, hasta tanto la pelota vuela y desaparece detrás de la tapia y Baudelaire se queda completando giros perfectos sobre su eje, ladrándole a una idea que se perfecciona. 

Cuando no es un bollo de cuero con orificios lo que vuela –y ya en el aire lo solivianta– hacia el despecho de los niños impostores. (Que muy rara vez –y solo para que A. irrumpa en la plaza con la cólera por todo método– responden con una, dos, tres piedras.)

¡La proliferación de niños en esa plaza! Acelerada durante las últimas semanas de diciembre. Los planos de la mora (el follaje impenetrable, derramado) interceptados por los gritos, la presencia de ánimo sin objeto, la paranoia de adjetivación, de los niños ociosos [la pubertad y la omertá]. Los edificios en altura los emanan. La demografía anterior (la nuestra, acaso) era un rebaño insustituible: solo resistente a la contaminación allí donde los límites territoriales (las zonas de influencia) se interpretaban. Ahora los rebaños se mueven en capas superpuestas. 

La pirotecnia de vísperas, en cambio, no crece en la misma proporción. Barakus salta sobre una bengala, atravesando una cola de fuego azul plateada. Barón (su padre) después de morder un buscapiés, se moja la lengua en el cazo. ¡La pirotecnia se parecía tanto al cine! No tenía sentido –por eso siempre se le estaba buscando alguno–, era deslumbrante, un poco clandestina, quemaba el dinero, su atracción lastimaba (hería alguna clase de conciencia) y solo quedaba un humo lento. 

La ciudad (la barriada) truena. La ciudad el groove que hamaca las detonaciones y las luces circunscriptas. ¡Cinco! ¡Cuatro! ¡Tres! ¡Dos! ¡Uno! El locutor, en la radio, se barniza. ¡¡Feliz 1991 –92, 93– paíiiis!! (El entrechocar de las copas, junto a la mora venenosa.) 

El abuelo busca el acordeón. En su casa. El paso chueco por la calle vacía. Toca con los ojos cerrados y los labios fruncidos. El rostro que se le alarga y se le estira (que lo abandona) como en la muerte. El acordeón que respira, bufa, exhala entre los paños armónicos; asedia una melodía que nunca termina de fugarse, de huir de las tónicas. El acordeón (esa máquina de nácar) se agita. Los aplausos. La garrapiñada. La sidra. La reposición del vino. El humo. Los cigarrillos, absolutos: una reserva de dimisión para cuando ya no sea posible renunciar a nada.

La Orquesta Típica y Característica Eulogio Velásquez (pedanías sureñas, topos). El acordeón que reemplazaba al piano, cuando el piano no cabía. «Aprenda a tocar el acordeón, m’hijo, que a poco el piano no se hace sitio en todos los tablados». Razón sino de trasladar el piano por el pueblo, en tropel, hasta la fiesta. Ni manera de llevarlo a los ensayos. Se ensayaba sobre una lonja de hule, con las teclas pintadas, esquivando el arco de los violinistas, en el cuchitril de Eulogio Velásquez. 

El sedimento de las conversaciones del verano pasado en la cocina. O más sino en las sillas del jardín junto a la mora venenosa (casete #8: raccord de incomparecencia). De tarde, cediendo el calor que lo embrutecía. La memoria proclítica del abuelo: ¡todos los acentos eran míos! [Me miraba el lápiz, luctuoso]. Historia de un piano. Un remate en la estancia de los Wallace, los Walsh, los Walmsley. Los ingleses: ese frenesí de ostracismo <y chisme> de las pedanías sureñas. ¿Sabía su padre <el padre del abuelo> que en el lote había un piano? O a poco cómo no saberlo si era un senador provincial en ejercicio, un maestrante de las pedanías sureñas. Envió un comisionado, el padre del abuelo <a la estancia de los W.> Traía un cheque en blanco, firmado. ¿Nombre? (Inventar uno: Laureano Moya). Era un piano mecánico, reacondicionado: se le había desmontado el dispositivo hidráulico, las bobinas. No olvidar: filmar con el macro las trazas <las cicatrices> de la modernidad.

Elegía. Notar que ahora no hay quien llame al afinador de pianos. Pensar en llamarlo. Pensar en filmarlo –detrás de una ventana– mientras fuma su cigarrillo junto a la mora venenosa, descansando los oídos, dejándose restaurar por el sonido blanco del aire entre las hojas, ese párpado. 

Filmar además el piano desarmado, las piezas esparcidas, desparramadas por el living. La placa interna de latón que dice: Welpdhale, Maxwell & Codd Ltd., London, UK. 

La abuela pide acompañamiento. Los cumpleaños de enero y de febrero. El afán de Capricornio, la lenidad de Acuario. Crecer <volverse adulto> sosteniendo esos acordes, leyendo (y olvidando) esas tablaturas. Banda banda, sol y luna, cielo y agua. Seguir a la abuela. La voz caudalosa. Negros ojos sinceros paloma tibia de Monteros. Las risas facultadas por la desvergüenza <por la audacia y el alarde de pasado>. El caudal que ataca una nota por el marmolillo, la eleva, la sostiene en las alturas <etérea> y la suelta, impacta en la siguiente, por los chaflanes, la desestabiliza y la atropella, la deja detrás, se lanza, como una pura potencia, hacia la siguiente, hacia otra armonía (hacia otro núcleo) que se deshace al formarse, como un recuerdo. 

Latiguillo invaluable: «Y eso que no practico». El don como descargo. 

Casete #9: <transcripción:> a) Toma de instalación: plano entero de la mora venenosa bajo la lluvia, hacia el Este. b) Recortes sobre la copa: vibración <¿convulsión suave?> de las hojas; fina película de agua deslizándose en cascada de una a la otra (trama compacta <textil> del follaje). c) El agua cayendo de las canaletas del techo; el remolino en el desagüe del piso de losetas. La cámara cubierta por un nylon. El sonido (real e imperial) de las gotas sobre ese nylon. d) Trueno –¡de Charles D. Hall!– sobre un plano de Unmitigatedparado al borde del techo, inmóvil, empapado, mirándome –los ojos diabólicos– bajo la lluvia. e) Detalle de los hongos sombrilla. ¿Amanita phalloides? ¡La prueba de la cuchara de plata ennegrecida! (Cuando Baudelaire se los comió, finalmente no hubo reacción). Han florecido debajo de la mora venenosa después de la lluvia –violenta– del martes. 

¿Cómo se tacha una imagen? ¿Con qué clase de inscripción? 

Nunca, por cierto, desaparecen por completo. Dejan esquirlas, lascas. Filmar sobre grabaciones. Reutilizar casetes. Sin método. Sin disciplina. ¿Mi East of Borneo? NO.  

Cae la tarde (luz arcaica) en abril. Rebobinar. (¿Kafka dejaba durar las cartas sin abrirlas?) V. debajo de la mora venenosa: sentada en una de las sillas del jardín, fumando. Rascando <después> (¿acariciando?) una pantalla con un dedo. Después pinta (con aerosol dorado) una vasija de barro cocido. La mora un punto ciego: el único lugar del patio donde no la pueden ver desde los edificios. La vigilancia de los balcones <llenos de calzones> «del edificio de Grebe», «del edificio de Tramparo» (que está en obras). El modo en que esos nombres, que ya nada llaman, se han vuelto torres. 

V. atrincherada debajo de la mora venenosa. Mientras la mora, con puntualidad, va perdiendo las hojas. La hojarasca de abril. La turbulencia de los pasos (en las patas tardas de Marta). Las hojas sobre el piso de losetas. El sol en el limbo de las hojas, en las ramas. (Los detalles de la copa tomados hacia Occidente). Las hojas encendidas como lámparas chinas. El ocre de pelaje de fiera vieja. El rojo espeso y pálido. Los bordes nimbados, carcomidos. (Cada hoja un eclipse). Los rayos de luz fisionando el plano. La suciedad en la lente que lo hace visible. 

Lascas, esquirlas, destellos. Segunda, tercera, cuarta napa. (Imágenes freáticas). Mientras embalo mi biblioteca [me filma una chica, exténuée, como si fuera Asja Lacis]. Cargar una pila de libros hasta una caja. Guardarlos, hacerlos caber. Escribir con fibra sobre el cartón la palabra FRAGIL. [El documental <nunca tuvo título> sobre el arte (chino) de vivir con libros]. El recuerdo de un departamento pequeño <siempre lo son> en la calle Catamarca. Las mudanzas. El arte de vivir mudándose con libros. (¿Perdido en qué hard drive?) Cuatro segundos. Una hoja seca, en el aire, no alcanza el pasto: lista perentoria de lectores gasterópodos. ¡Había un plan de entrevistas!Segundo destello. ¿En el mismo departamento? ¿En el de la calle Urrutia? (A poco todavía más pequeño). El cine, máquina escabrosa: D. (mon oncle, el marido de L.) proyectado en una pared de durlock. Sonríe, saluda a cámara. Tiene doce años. La cámara la sostiene su padre. (La mía la sostengo yo). Se zambulle en una piscina [hay un cartel: Hotel Suizo, recortado contra un cerro], es 1977. (¡El short de baño es de Le genou de Claire!) El parpadeo del proyector en la habitación oscura: los colores cerosos del Súper 8, el silencio, la lentitud opiácea de la secuencia. (¿Aquella luz parpadeante qué clase de oscilógrafo?) Material para el video de los cincuenta del tío D. –lo edité esa noche–. ¡Proyectado en una fiesta en la que los abuelos bailan! (Quiero decir: cualquiera hubiera jurado que los dos se odiaban). Cincuenta años. Una noche. Tres segundos. Fade out. NO. Tampoco funciona. No aparece –como hinchaba Epstein– la vérité fabuleuseLes enfants n’entendront pas l’herbe pousser

Fotograma: Itinéraire de Jean Bricard.

Sebastián Menegaz / Copyright 2020