RITORNELO SOBRE ROHMER

RITORNELO SOBRE ROHMER

por - Ensayos
01 Mar, 2010 04:54 | comentarios

Por Nicolás Prividera

Este texto de Nicolás será controversial; espero que sus opositores regulares apuesten al argumento y al debate, algo que no siempre sucede, ya que suelen elegir la invectiva como estilo dominante . Cuando él empezó a publicar en este blog yo solía hacer una breve introducción al inicio de sus publicaciones. En este caso particular quiero dejar constancia: 1) su texto es un modo de resolver qué hacer ante la obra de un conservador (y un reaccionario), aunque no estoy del todo seguro que Rohmer sea del todo un conservador (y un reaccionario). Algunos pasajes del texto de Prividera me resultan muy apropiados y valientes; en otros, siento diferencias de apreciación y valoración sobre la obra de Rohmer, y no por eso, creo, me convierto en un crítico antimoderno, es decir, un posmoderno, el personaje conceptual al que Nicolás vuelve una y otra vez para destituirlo y describirlo como una figura decadente anclada en la autocracia del gusto personal, más allá de la historia y de lo social. 2) Una línea diferente de análisis sobre la obra de Rohmer , que comparte algunos puntos con Nicolás y en el que me siento cómodo personalmente, se puede leer en un largo trabajo de David Walsh, a propósito de la muerte del director. Algunas películas de Rohmer me parecen notables, incluyendo su último filme, que Nicolás crítica ferozmente. Su muerte no me fue insignificante, aunque sí creo con Nicolás que toda la obra de Godard es esencialmente inconmensurable al corpus de Rohmer, incluso, diría yo, al resto de sus compañeros de la Nouvelle Vague, aun el enigmático y misterioso Rivette. (Roger Koza)

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Lo peor que se puede decir de su obra es que es un espejo halagador en el que la clase alta puede ver sus prejuicios elevados a sublimidades espirituales. (Gonzalo Garcés, “El rastro oculto en la obra de Salinger”, Ñ, 6/2/10)

1. Pese a ser muy citado como parte la tradición modernista de la Nouvelle Vague, nadie diría que con el deceso del cineasta conocido como Eric Rohmer llegue a su fin una obra «viva» (como lo sigue siendo Godard, abuelo de cualquier cine del futuro). Incluso es difícil –salvo para algún conspicuo admirador- asegurar que se trate de un referente absoluto del cine moderno (como Rossellini o Bresson, por ejemplo). Y esa asumida nostalgia (ese común olvido) que produce su obra tiene que ver con su condición de objeto del recuerdo (personal y estético), inmune a los vaivenes de la moda o a la promesa de revalorización que pueda –tal vez- traer el paso del tiempo… Más bien hace sospechar que Rohmer es uno de esos autores cuya sobrevaloración empieza a morir con ellos.

2. En lo personal, su cine nunca me interesó demasiado. Ni siquiera en mis épocas de estudiante, cuando trataba de desentrañar esa paradoja llamada Nouvelle Vague, donde convivía la vanguardia (Godard siempre y Rivette entonces) con la reacción (representada ante todo por el extinto, más allá del conservadurismo temprano –como su muerte- de Truffaut: Y es que Rohmer era abiertamente elitista, mientras que Truffaut nunca quiso ser otra cosa más que popular. No en vano uno murió relativamente joven y el otro irremediablemente viejo).

3. Hay un cine (tan falso como el porno-soft) que podríamos llamar posmo-soft. (Alguien podría decir que todo lo posmo es soft -en tanto pensamiento «débil»- pero hay también una variante hardcore: Tarantino y su cría de alegres torturadores de la imagen, por ejemplo). Rohmer es un precursor de esa variante ligera de la posmodernidad (la de quienes sólo ven la reconciliada «belleza» del mundo, frente a los que se complacen en su miseria). El mismo Rohmer decía que el cine puede descubrir la belleza y el horror del mundo, y -ante todo- que ambas cosas van juntas: Una gran observación… lamentablemente desmentida por su obra. No hay nada en su cine que haga honor a esa “capacidad de descubrirnos el horror del mundo» (salvo cuando exhibe los horrores de… ¡la Revolución Francesa!).

4. Esa contradicción (no paradoja) es esencial a la hora de cuestionar su pertenencia al cine moderno (más allá de que no haya nada más «moderno» que la «revolución»…). Por un lado, Rohmer no puede evitar pertenecer al movimiento (ya que es la  necesaria vanguardia del tiempo que le tocó vivir), pero a la vez es evidente que lo resiste (y que es el menos «moderno» de los cineastas de la Nouvelle Vague). Frente a quienes se entregan a “ser absolutamente modernos” (o ejercer la crítica desde una revisión cercana al clasicismo), Rohmer prefiere la moderación (y –sin nunca perder la compostura de gentleman- incluso la abierta reacción).

5. Es claro que un artista puede ser reaccionario en sus declaraciones políticas pero revolucionario en su obra. Pero Rohmer no amerita para esa paradoja: su obra es tan claramente conservadora como sus gustos. (Sospecho que le hubiera encantado vivir en el siglo XVIII -al menos hasta 1789, claro-: seguramente se hubiera dedicado a su querida música, la más abstracta de las artes.) Pero –como advertimos- no es una paradoja que su obra nazca de la Nouvelle vague (cuya unidad es tan falsa como cualquier foto de grupo), ni que sus admiradores usen esa pertenencia en su defensa (como si eso lo convirtiera en un radical): si algo demostró el cine de Rohmer (con más coherencia que el de algunos de sus compañeros, hay que decirlo) es que se puede ser contemporáneo y conservador a la vez (algo que en la actualidad nadie discute…).

6. Rohmer encarnó esa modernidad culposa, nostálgica de lo que venía a superar (basta ver La dama y el duque, dedicada al “revisionismo” de la Revolución que dio origen a los tiempos modernos). Su retrato de la burguesía ni siquiera tiene la ironía de Chabrol (un cineasta mucho menos considerado que él, en todo sentido): para Rohmer la burguesía  siempre es joven, bella e indulgente… No es notable entonces que sea tan reverenciado por esa burguesía, que ve en sus películas la feliz unión (o la rancia lozanía) de “modernidad” y conservadurismo. Cualidad que parecía encarnar a la perfección este viejecito amable que parecía estar fuera del tiempo (de hecho, su último film –El romance de Astrea y Celadon- transcurre en un mundo paralelo, el de las amables fantasías fruto del discreto encanto de su clase). Pero el cine de Rohmer había muerto hace mucho tiempo (y muy tempranamente, sepultado bajo los adoquines del ’68).

7. El cine de Rohmer siempre es ahistórico, y a la vez inevitablemente “pasado” (old fashioned, ancien regime…). Ante estas acusaciones, suele decirse que su cine es «materialista», pero ese materialismo (no dialéctico, claro!) no lo hace histórico: hasta en un cineasta mucho más «metafísico» como Bresson hay Historia… Para dejarlo claro: es evidente que cualquier obra es “histórica” en tanto pertenece a un tiempo y espacio particulares, pero eso no significa que la relación con esas coordenadas esté explicitada, es decir, asumida por el director… En todo caso, puede estar “negada” (oculta para el presente pero inevitablemente al descubierto con el paso del tiempo). Y eso es lo que pasa con los films de Rohmer: detrás del falso universalismo de sus cuentos morales, aparece la particular é(s)t(e)ica de su clase.

8. Rohmer era -a todas luces- aristocrático y conservador (por eso mismo no tenía nada que hacer en los Cahiers de los ’60, de cuya dirección fue expulsado). El problema no era que Rohmer se opusiese al estructuralismo en ese entonces en boga, sino que lo hiciera sin superar su propio ahistoricismo (la idea de que puede haber «copia pura y simple de la realidad» es falsa hasta en su ingenuidad). Lo que lo hizo terminar anclado en una visión conservadora del clasicismo. Porque el modernismo es repensar lo clásico, pero no volviendo al pasado o pensándolo como museo a saquear -como hace el posmodernismo-, sino poniéndolo incesantemente en cuestión.

9. No es casual entonces que muchos cineastas actuales aprecien tanto a Rohmer, visto que buena parte del cine contemporáneo (en su versión posmo-soft) comparte esa aséptica visión de la «belleza del mundo» en que esta «se proyecta, mucho más allá del cine, hacia una bondad sin didactismos» (Quintin dixit). Basta imaginar lo que pensaría Godard de esa definición estético-política, para entender la diferencia… Lamentablemente Godard es menos seguido que citado, y seguramente será más llorado que comprendido, a diferencia del buen Rohmer).

10. La modernidad fue la época en la que el cine era sobre todo futuro, pero para Rohmer el futuro debía ser pre-moderno… Y para eso no hace falta caer en la parodia o el pastiche o la pura recreación (esa es la forma más tosca y evidente de la estética posmoderna, y Rohmer sin duda era inteligente…): lo que se propuso fue un clasicismo refrescado (sin monumentalismo, aunque no sin declamación). Pero nada hay en ello de la proclamada exploración y riesgo “modernos”, salvo en una época como la nuestra, resignada entre la versión más burda de la posmodernidad (una vez más, Tarantino y los ejecutores del clasicismo) y su variante anti o pseudo moderna (el globalizado “international style”).

11. La “copia simple” (a la que sigue aspirando un bazinismo mal entendido) no es tan simple, y mucho menos se trata de asimilarla al «realismo» (por más sucio que sea), es decir: a la refrendación del statu-quo. El modernismo toma el “realismo” no como fin sino como punto de partida (para indagar lo real desde la imaginación): El modernismo sabe que el cine es la exploración fantasmagórica de lo real. Por eso Godard fue tal vez el gran cineasta moderno, y Rohmer su inevitable contrafigura. Pues si bien ambos, siguiendo a Bazin, fueron de los primeros en reconocer la emergencia de un cine moderno (que venía a revisar la tradición), de ahí en más se hacen visibles las irreconciliables diferencias (y cada cineasta de las “nuevas olas” hace una lectura diferente del cine clásico).

12. El inicio del modernismo cinematográfico en la posguerra coincide con la última época del clasicismo: En los ‘50 (cuando se crean los Cahiers) el cine era un arte que ya había tenido su vanguardia (en los ’20) y su clasicismo (en los ’30 y ’40), y estaba maduro para su modernidad. (Se podría decir que si Rohmer pensaba lo contrario -y jugaba a pensar que “el clasicismo aun no ha tenido lugar”- era precisamente porque no se resignaba a ser moderno (y supo desde el inicio que su lugar era la derecha de la Nouvelle Vague.) El problema esencial de la historia del cine no es sólo la velocidad desigual de la historia del arte cinematográfico (mientras cualquier arte madura a través de los siglos, el cine define su lenguaje en apenas unas décadas), sino que en este caso el clasicismo viene después de la vanguardia…: Esa inversión define los problemas del modernismo posterior (que son también los nuestros…). Entre ellos, la división (notoria en la Nouvelle Vague) entre quienes siguen la herencia de la vanguardia (Godard, Rivette) y quienes proponen una vuelta al  espíritu clásico (Rohmer, Chabrol). Pero en el caso de Rohmer, tal vez su neoclasicismo ni siquiera sea cinematográfico: parece más bien literario (propio de su querido siglo XVIII).

13. Es claro que Rohmer no hizo un cine burdamente “literario”, en ese sentido mecánico de pura transposición (esa «adaptación» criticada por Truffaut en su famoso artículo sobre el qualité). Pero no es tan evidente que en su cine la palabra (para ser más concreto) esté filtrada por lo específicamente fílmico: el diálogo no «adorna», pero tampoco se libra de un decir «literario» (que no tiene nada que ver con el distanciamiento bressoniano, digamos). Y ese decir no busca una particularidad, sino una falsa universalidad (el «cuento moral» de la burguesía): La reconciliada «belleza» del mundo tal cual «es» (a lo sumo opacada por nuestras pequeñas y «humanas» miserias innobles). Algo no muy alejado del bucolismo que su odiada revolución francesa vino a destruir…

14. Un espectador-crítico no puede dejar de ver la diferencia con una obra realmente moderna (y asumidamente revolucionaria), como la de Godard. (En ese espacio fluctuante que fue en verdad la Nouvelle Vague -incluso más allá de las idas y vueltas de sus relaciones y valoraciones personales-, la obra de Godard siempre fue consciente de su lugar antagónico en relación a la de sus contemporáneos.) Pero aun aceptando que este repetido agon es malicioso (nadie está en condiciones de aguantarle un round a Godard), no es menos cierto que nuestra tibia época (en la que la coexistencia pacífica parece la receta de la felicidad política) prefiere no pensar dialécticamente. Las dicotomías son tan poco gratas como las polémicas: pocos recuerdan (u mucho menos renuevan) la que sostuvieron Rohmer y Pasolini, entre “cine de prosa” y “cine de poesía”. Pero basta ver Saló (ese cuento inmoral que desenmascara el sustento tanático de la “belleza”) para saber que la distancia irreconciliable era mucho más profunda: la misma que hay entre la vitalidad de un antiguo muerto irredento y un viejo muerto antiguo.

15. (Coda)

Decir estas cosas molesta (tal vez también a ti, “hipócrita lector”). La respuesta rohmerianamente “bondadosa” –en principio- es acusar de “confundir posición estética con posición política”: pero aducir que en la estética no hay una posición política, o en la política una posición estética, es parte de ese platonismo antimoderno neoliberal que cree que hay una división entre el mundo celeste de la estética y el mundo terrestre de la política. Cuando, por el contrario, es evidente que el gusto cambia según el contexto y la “belleza” platónica no existe. (Por suerte, porque de lo contrario habitaríamos un fijo mundo medieval: ese que añoran lo antimodernos.) Así que, aunque se lo intente separar de un juicio “moral”, evidentemente algún juicio se hace –aunque sólo sea “estético”-: si así fuera, no podría decirse que una película es “buena” y otra “mala”, como lo hace cualquier crítica (incluso la que no pone estrellitas…). Aun así, el bondadoso rohmeriano diría que juzga puramente sobre lo “inmanente” a la obra… Pero es imposible juzgar sobre lo puramente “inmanente”, porque toda lectura está situada en un contexto –histórico, social, personal- particular: es lo que solemos llamar “ideología”. (Lo único que podemos hacer es aceptarla… u ocultarla.) Cuando uno hace notar esto, la respuesta deja de ser bondadosa para volverse violenta (y desnudar así su naturaleza: nada reprueba más a los “bondadosos” rohmerianos que esa entrega al fundamentalismo relativista…). Y lo notable es que la descalificación absoluta se basa en premisas relativas… Ahí es donde se ve la contradicción “posmoderna”: su irremediable pasión defensiva muestra que el neoliberalismo (tan alejado del original) es en realidad puro antimodernismo.

FOTOS: 1) E. Rohmer; 2) La dama y el duque.