PERROS DE PAJA

PERROS DE PAJA

por - Ensayos
15 May, 2018 04:41 | comentarios
Nicolás Prividera le responde a José Miccio. Crítica y política.

La sabiduría popular dice que “nunca hay que pelear con un cerdo: Los dos acaban cubiertos de mierda, pero a él le encanta”. A veces, sin embargo, no se puede evitar bajar al barro, sobre todo cuando juegan con tu nombre.

La cosa fue así: Después de que Marcos Vieytes “recordara” publicitar unas viejos apuntes odiosos, a raíz de sentirse aludido por una mención lateral en una nota de Roger Koza (sobre lo que escribí a mi vez hace unos días) ahora es el turno de José Miccio, quien viene a airear su propio infame cuadernito de inquinas, esta vez contra mí. No conozco personalmente al sujeto (lo vi en persona solo un par de veces y en circunstancias multitudinarias), de quien he leído y apreciado algunas cosas, pero no voy a dirigirme a él  con el “estimado” con que inicia su catilinaria denigrante, porque es imposible seguir sosteniendo alguna estima después de leer todo lo que viene tras esa primera falsedad.

Miccio inicia presentando este “muerto” que tenía entre sus archivos (por motivos que vienen al caso pero linkearé al final), que comenta una respuesta mía a su crítica de mi libro sin citarme ni una sola vez. Esa es su otra constante retórica, además de las ofensas que hace en segunda persona, hablándome con la delicadeza de un borracho en un bar: en su glosa golosa, Miccio incluso me encajeta ideas que imagina, solo para construir más burdamente su hombre de paja, cosa que antes había intentado (como Vieytes con Koza) disfrazar de discusión crítica.

“Es un resumen interesado pero no falso” dice Miccio, antes de que quejarse de que el sitio donde publicó aquella reseña no le permitió hacerlo con lo que ahora se trae entre manos (tal vez “hacerse la crítica” no era el mejor título para cobijar este atajo de vulgaridades). Unos de los responsables de aquel sitio era el citado Vieytes, ahora coequiper de Miccio en “Calanda”, nombre que evoca la pequeña patria de la que Buñuel supo huir. Al menos de algún modo acepta que yo tenía razón al reprocharle a aquel autosuficiente sitio no tener una “línea editorial clara”, visto que este por fin la tiene: “La misma lógica defensiva y manipuladora” que me atribuye Miccio, como si su imagen no se reflejara en el espejo. Lo mismo hace en sus notas, aunque la razón que por una vez me atribuye brilla por su ausencia: si algo no expresa en este expediente son “ideas en disputa sobre el cine y la escritura que tiene al cine como tema y pretexto”. En la incansable cruzada antimoralista de la nueva Calanda, Miccio pelea sin guantes con su propia sombra: “Un centinela que salta ante cada posible infracción porque vive en permanente estado de emergencia”.

Dice Miccio que mi “paranoia” viene de los años 50, e invoca a Roberto Giusti (como antes lo había hecho con Guido Aristarco), que obra así como su espantajo quintinesco. De ahí vendrían mis “eructitos”, aunque los de Miccio vuelven a citarme mal para decir que llamé “decandente” a Llinás. No voy a explicar una vez más la diferencia entre ese adjetivo y el sustantivo “decadentismo”, porque a Miccio todo esto se la “soba” tanto como Llinás, a quien según él yo podría llamar “facho o pederasta” si me viene en ganas y usara su estilo rufianesco. No necesito caer tan bajo para discutir, incluso con el mismo Llinás, que entiende perfectamente la diferencia y es (para decirlo con otra la de las palabras prohibidas en Calanda) un caballero.

Miccio no puede ni sostener sus propias referencias, cuando nos informa que hasta Pasolini (quien “no pertenece a la tradición que vos decís encarnar”) también tenía sus contradicciones. Tal parece que “en Italia la izquierda tenía un problema muy serio con D’Annunzio”, y si bien “la Historia corre” Miccio encuentra la sombra terrible del PC en todas partes, como Quintín. “Veo que no te gustan las perversiones ni las lentejuelas” dice, sin que sepamos de qué fuentes ha sacado esa inferencia que haría enrojecer hasta a la policía del progresismo, pero Miccio se apura a aclarar que las usa como sutil metáfora de las “cosas que nos alejan de la conciencia crítica, y el arte existe para estimularla, no para perderse entre sus formas ni para atentar contra todo aquello que pretende imponerle su dominio”, frase que resumiría el credo de su hombre de paja. Pero parece que ni eso le sale, por lo que encuentra la paja en su propio ojo: “En algún momento amagás una defensa del concepto de utilidad, un clásico de las iglesias, los colegios y las asociaciones civiles preocupadas por la salud de nuestro espíritu. Pero te quedás ahí, en el amague, como si no te animaras a establecer el para qué del arte”. Miccio no tiene esos problemas: él sabe perfectamente que el arte es sin porqué, como la rosa.

Por eso defiende al “cine militante que taMpoco te interesa” y que sería más sincero que este “Prividera” de paja que “boquea como un académico progresista que mira con desprecio e indulgencia a aquellos que no filman planos de simetría”. Vaya uno a saber lo que significa eso “de simetría”, pero seguramente es el peor de los pecados: a Miccio le molesta la “medianía” y por eso tiene que decirlo a los gritos, no vayamos a confundirlo con un tibio. “Una propuesta conservadora como la del punto medio tiene que hacerse pasar por salvaje”, dice. Es lo que pienso al leer a Miccio: el salvajismo sirve para enmascarar con malos modales una propuesta extremamente conservadora.

“El estado de movilización permanente que proponés obliga a hablar tanteando a cada instante el territorio”, se lamenta. No veo cual es el problema, porque no implica “el miedo a decir algo cuya fortuna no haya sido ya probada”. La prueba son los Miccios, que tienen  que ponerle sal a los viejos platos rotos de siempre. Por eso su reivindicación constante de “los estados de ánimo” y “la palabra feliz”. “Un salame dice felicidad o alegría y vos le entregás todo” dice, y hago mi mea culpa: no debería estar respondiéndole a un salame (pero estas cartas abiertas son para los lectores, mi desestimado).

Las “pasiones tristes” son la que defienden la “libertad sumisa” del statu-quo. Por eso siempre hay que estar atentos al horizonte de época en que se inscriben las discusiones, como decía en mi nota anterior. La “libertad divina” de Bataille puede no ser contradictoria con los mandatos del capitalismo (salvaje). Y ese “salto al vacío” es el que estamos dando, aquí y ahora (mientras escribimos estas líneas el país está al borde de un nuevo incendio, mientras los amantes críticos vuelven a refugiarse en el cine, como si la realidad no los tocara, como si no fueran sus funcionales funcionarios). No es que “Bataille es un irresponsable”, sino que es irresponsable usarlo en medio de un incendio. Yo prefiero volver a Sartre (otro de los 50, maldición), para quien la libertad implica responsabilidad.  Pero aun él salvo a Céline de la hoguera… Por lo que matizar el ardor libertario del crítico como artista no implica esperar “que alguna autoridad decida cuán progresista o reaccionaria” es tal o cual película. Esa autoridad solo existe en la mente afiebrada de los hijos del PC, devenidos conversos que harían palidecer a Vargas Llosa. Hoy la única autoridad es el mercado, y como todos sabemos es libre… Un hermoso mundo sin culpas.

No, no se trata de juzgar, al menos no en el sentido tribunalicio del que los conversos dicen abjurar pero abusan. “Rossellini era un conservador. Rossellini hizo unas cuantas películas maravillosas”: Ambos enunciados no son contradictorios, pero por eso mismo nos obligan a pensar. Salvo para Miccio, que no cede “nada que me parezca grande” porque “lo demás importa poco, es sarasa y persecuta”. Problema resuelto, ya podemos gozar hasta con Leni Riefenstahl, porque “una vez Thompson le dijo a Perry Anderson que consideraba inaceptable cualquier cosa que lo llevara a desmerecer a Swift”. El arte consumado se vuelve la contraseña para lo intocable.

Y todo este discurso libertario responde, como no podía ser de otra manera, a un axioma de hierro: “El arte existe en la Historia como cualquier actividad humana pero no se subordina a ella ni a las ideas políticas de sus autores”. El problema no es dicha formulación (aunque no se atreva a usar la mayúscula mayestática en Arte), sino creer que no encierra cuestiones debatibles: es obvio que “los autores incorrectos pueden ser los más apasionantes”, pero esa constatación no cierra la discusión sino que apenas debería abrirla. Claro que para eso no solo hay que dejar de ser “tan sensible a las autoridades” o “mear el territorio con tu única idea-mandato”, sino tener ganas de discutir sin ser prepotente, soberbio e insultante. El malditismo no se gana con gestos de compadrito: “Te mojo la oreja y después llamo a mis amigos”. ¡Ay de nuestros Fogwills de cabotaje! Miccio escribe sin puntos aparte y ya se cree Thomas Bernhard.

“De ese modo deshonesto o presuroso de leer proceden tus reacciones destempladas” dice, y ya no sabemos si es un caradura o un hipócrita, aunque ambas cosas suelen ir juntas. En ese espejo en el que no se refleja, la “aguda mirada” del hombre de paja de Miccio le “permite descubrir que si admirás a Eastwood votaste a Macri”. En su mundo “esa burla a la inteligencia se llama interés por la política y la Historia, y  Todo es así de chato, banal y solemne”. Porque “no pescaste una idea de Bourdieu” y “no llegás ni siquiera a intuir la melancolía persistente de Rancière y los Straub, a quienes si tuvieras huevos despreciarías”. Los Miccios, por supuesto, leyeron todo y muy bien pero no lo necesitan para nada, porque ante todo tienen los huevos que le faltan a su hombre de paja, y saben todo lo que piensa antes que él. Una pena que no trabajen para inteligencia.

Para muestra un botón: “Debés pensar que la persistencia de una obra se explica entera por motivos institucionales, y que si las mismas fuerzas que trabajaron para que esa obra ocupe ahora un lugar determinado se hubieran aplicado a otra entonces alabaríamos en esta última cualidades que hoy no le reconocemos, atrapados como estamos en una trama histórica que nos impide verlas”. Por supuesto que no pienso nada de todo esto, ante todo porque sería de un (a)historicismo idiota pensar que las “fuerzas” son tan libres como la mente del crítico vitalista. Para él solo existen las “emociones estéticas”, y acepta que “la fuerza casi religiosa que sentimos ante determinadas obras de arte es un fenómeno sociológico, pero reconocerlo no significa negar su importancia”. La religión también es un fenómeno sociológico, y a los fieles eso no les importa. Lo bien que hacen. La crítica es otro asunto.

Pero a Miccio la academia le da paja. Para él “solo falta decir síntoma, reponer un par de pavadas sociológicas y echarse a disfrutar el orden del mundo a la espera de que un congreso o una revista nos invite a cuestionarlo amablemente y nos regale la ilusión de no estar cumpliendo un papel en la reproducción de eso que nuestra aguda mirada crítica pone a la vista de todos. Es pura paja”. Pero “la paja triste del que le tiene miedo al garche” (cito estas tántricas derivaciones metafóricas solo porque vendrán al caso en el climax de esta nota, como verán). En ese “jardín de infantes progresista”, “siempre las películas quedarán a disposición del crimen categorial que vos decidas porque lo único que te interesa es averiguar si cumplen o no cumplen con los requisitos que vos declaraste obligatorios”, mientras que los Miccios (que como queda claro no tienen “requisitos” ni “categorías” salvo el hacernos libres a paja limpia) se pararían desnudos ante el poema, como ilustra con una cita borgeana de manual.

Para Miccio “el final de Tlön es una burla a los escritores comprometidos. Pero también es un acto de amor absoluto. El tipo que decide quedarse con Browning mientras la invasión sucede no está de espaldas a la Historia. Está frente al poema”. Más que de Borges, Miccio parece hablar de los amantes críticos que ahora mismo vuelven a su retiro mientras la invasión sucede. Pero esta invasión se parece más a la de la película de Santiago que la de Tlön, y allí la última escena era muy diferente... Claro que Santiago quiso hacer algo más que ser (in)fiel a Borges: lo que intentaba era hacer con el cine argentino lo que Borges hizo con la literatura.  Es decir, interesarse en “el lugar que ocupa cada uno en lo que en Argentina ni siquiera es un campo con la firmeza suficiente como para tener autonomía”. Borges sabía que los campos se crean, como Tlön. En cambio los críticos conservadores asumen que no hay nada que hacer ante la invasión porque no hay campo ni relaciones, salvo las que establece el lector del poema en su gozoso encierro…

Pero “las cosas hay que decirlas siempre”, como dice Miccio aunque se guardó estas notitas por vergüenza ajena, hasta que al fin la venció. Yo no tengo cuaderno íntimo que revelar, mi desestimado. No me guardo nada. Tampoco hago ataques ad hominem cuando tengo paja. Eso sí es ser “un piola bárbaro”. Pero como “el valor de un texto se mide por quienes lo celebran”, al menos podemos reconocer a su claque. Entre ellos no están solo los que odian “la encarnación brutal del progresismo puritano”, porque no todo es tan maniqueo como en el mundo de los Miccios. Algunos hasta deben creer en la existencia de “esa máquina controladora que sacó de dos o tres fuentes respetables un sistema de prohibiciones que funcionan en automático desde hace décadas y que nos terminaron llevando al mundo de películas y textos cagones en el que vivimos”, por lo que pueden celebrar desde la platea un texto valiente y nada automático como el que regurgitó Miccio para la ocasión. Incluso este puede agradar a “los cruzados de la distancia. Los cautos. Los rigoristas”, que no son necesariamente “los edificantes” ni “los inspectores del rivettismo”, aunque Miccio guste mezclar todo en el mismo lodo (visto que no hay campo pero sí lodazal).

Para Miccio hay que abjurar del venerable texto de Rivette solo porque algún trasnochado lo reclamó para sobreinterpretar un plano de Ford. Lo dice el mismo que asegura que “lo que importa en un programa es no cumplirlo. Hay que ir a las películas. Siempre”, y luego juzga como “ultragorila” un corto que hice para Archivos Intervenidos, porque es incapaz de leer algo más que sus prejuicios ante el poema, y no ve ninguna relación con la invasión que avanza… En cambio, “Tarantino es la última resistencia que queda en Hollywood ante la barbarie de los buenos como vos”. Y así con todo, hasta coronar con un “qué mundo de mierda el que querés, Prividera”. No sé qué mundo quieren los Miccios, y ante todo dudo que sea importante para el mundo su opinión, la mía, o la existencia misma del cine, que solo serviría para admirarse solitariamente de espaldas a la invasión.

Insistimos: Tal parece que hay que  meterse “a tu Daney en el orto, vos y los tuyos lo liquidaron”, porque “no es la izquierda, ni la modernidad, ni el progresismo lo que está en juego acá, sino el rivettianismo puro y duro que no deja a nuestros Miccios pajearse tranquilos. Ese programático antimoralismo hace que no pueda caberles en la cabeza que sus admirados Oshima,  Ferreri o Ruiz hacían algo más que poemas para críticos onanistas (¿no vieron El ahorcamiento, La gran comilona, o Diálogos de exiliados?) Pero no, no se trata solo de que “hay cine ahí donde hay Historia”, sino de que cine e Historia no se pueden disociar, ni aunque uno viva en un cuento de Borges. Lo que no significa que el poema no se pueda juzgar también por sus rasgos inmanentes, por lo que “no se puede encontrar en otro lado”, incluso en otro arte.

Por eso yo puedo quedarme con Farocki y con Chaplin, no necesito decidir a cuál de los dos quiero más.  Tampoco necesito “un cine que nos la pare y que nos la moje”, frase que podría decir cualquier ejecutivo de Hollywood. Esos sí que tienen hace rato “el coraje de no ser buenos”, y hasta se pueden dar el lujo de resucitar al Orson Welles que odiaban, e invitar a Tarantino a la función privada. Por eso, no se trata de si “tendremos cine”, sino de qué cine tendremos. Sobre todo en manos de los que miden todo con su pija…

Podría entonces parecer curioso que quien habla de “una escritura castrada” termine concluyendo que el cine «es mejor que coger», pero es consistente con esta cinefilia boba y aniñada. Ni hacer cine es mejor que coger, pero encima hablamos de gente que se calienta solo viendo… Tal vez esa necesidad de paja hace que, como dice Oscar Cuervo, “curiosamente un blog que alardea continuamente de un estado de felicidad y alegría por el cine solo puede excretar bilis, hiel y resentimiento”.

Posdata: Aquí está la nota que despertó esta seguidilla, para quien quiera seguir el hilo (que aquí se corta, porque ya no hay ningún respeto en y por la discusión)

Nicolás Prividera / Copyleft 2018