LO QUE VENDRÁ

LO QUE VENDRÁ

por - Ensayos
24 Sep, 2014 02:32 | 1 comentario
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Cuando cae la noche en Bucarest

 Por Roger Koza

En tiempos convulsionados, en los que reina la incertidumbre, el ejercicio de la superstición toma la forma de la predicción. Un ratón blanco sustituye a un pulpo para anunciar el vencedor en un mundial de fútbol; los sabios de la economía proyectan en clave profética un mapa del futuro financiero global según un conjunto de negociaciones clave. El delirio no es una excepción; es la regla secreta.

La pasión por anticiparse al tiempo por venir y entrever lo que vendrá constituye un movimiento del espíritu que reenvía la inquietud por el futuro a un pasado remoto. Nuestro credo predictivo se apoya en gestos dialécticamente opuestos: el conjuro y la hipótesis en vías de verificación. El hechicero intenta producir, apropiarse, desviar, destituir –según el caso- lo que él cree que tendrá lugar. El científico conoce una conducta por la repetición de un experimento y así puede estimar el porvenir de un evento. En el fondo, querer conocer es desear administrar un poder de intervención. De lo que se trata es de controlar el devenir.

¿Qué pasará con el cine de aquí a veinte, cuarenta, sesenta, cien años? Esta pregunta se formula a menudo para decir nada. Según el contexto se hablará de la industria, de los espectadores, de la técnica o de la estética. Generalidades poco estimulantes que se las lleva el viento. ¿Cómo evitar la banalidad de la futurología, amenazada por su cómoda imprecisión y su espantosa tendencia a convertir una adivinanza en fundamento? No es fácil. La preocupación por el futuro invita a una verborragia desatada, a una innecesaria hemorragia de la imaginación.

Empecemos entonces por aquí. En la película más vista en el mes de julio de este año, Transformers 4: la era de la extinción, de Michael Bay, el científico que encarna Stanley Tucci dice: “El pasado es historia. El presente es pasado. El futuro es ahora”. Es un enunciado filosóficamente interesante, más allá del contexto en el que se lo dice (que, más bien, lo hace sonar como un slogan propio del marketing). Lo que el científico del film de Bay expresa es otro concepto de unidad acerca del tiempo en la conciencia y la percepción de su duración. En efecto, Tucci rehúsa la fórmula agustiniana tradicional y canónica que compromete a una yuxtaposición de tres formas del tiempo que se anulan mutuamente en un instante sin tiempo. Más bien dice algo distinto, propio de nuestra época: el tiempo se experimenta como un devenir desfasado de la actualidad, como si el presente estuviera siempre fuera de sincronía con la experiencia dada: el presente como un mero momento ligero y en vías de extinción, porque responde a la sustitución veloz de instantes que empujan hacia el porvenir. En este paradigma tan antojadizo como inevitable se conciben muchas de las películas de hoy: Los juegos del hambreDivergente y la propia Transformers 4, por citar algunos títulos; suceden en un futuro impreciso y a su vez se sitúan en un presente sin coordenadas espaciotemporales precisas. Modalidad del tiempo de nuestro presente, el futuro es hoy, un tiempo abierto.

Otro caso reciente. Si bien es cierto que Al filo del mañana, de Doug Liman, se parece bastante a la extraordinaria Hechizo de tiempo, de Harold Ramis, hay algo que separa sustancialmente a las dos películas, a saber: en el loop que vive Tom Cruise, su personaje no está atrapado en un mismo día sin más, sino que en ese día que se repite va recolectando datos, y esta acción cognitiva le permite diseñar el futuro. Confinado al momento en el que es reclutado involuntariamente para luchar contra un ataque extraterrestre, el publicista devenido en soldado raso despierta una y otra vez en una secuencia que va desde la llegada al regimiento hasta su inmediata participación en una batalla en la que suele perder la vida. El regreso al principio del día permitirá que el personaje de Cruise avance paulatinamente en el tiempo. Aprenderá a evitar su muerte y encontrará la vuelta para vencer a un conjunto de alienígenas invencibles, de lo que se predica una forma de escribir el futuro. El porvenir es ahora. El punto de partida de Hechizo de tiempo es distinto: Murray está literalmente encarcelado en un día de su vida que en un inicio desprecia profundamente. El “Día de la marmota”, una práctica pueblerina en la que el comportamiento de un roedor servirá como una predicción meteorológica, le resulta una fiesta absurda. Como reportero del tiempo de un canal televisión de relativa importancia, el narcisismo de Phil es incompatible con la presunta puerilidad de los habitantes de Punxsutawney, pero está obligado a cubrir el evento por su trabajo. Lo que sucede con el personaje de Murray no está nunca asociado a un efecto sobre el futuro. Si bien le interesa en un primero momento escapar de ese día, a medida que el relato se desenvuelve Murray se concentrará en el presente, pues lo que importa aquí pasa por un aprendizaje permanente. Más que diseñar el futuro, Phil reconfigura su propia intimidad y su propio sistema simbólico a partir de un redescubrimiento de la importancia de los otros. En Hechizo de tiempo, el futuro es solamente un premio tardío. Las películas se diferencian en su relación con el futuro, porque sus concepciones del futuro son inconmensurables.

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Al filo del mañana

Pero volvamos al futuro propiamente dicho, y al futuro del cine. ¿Qué decir sobre una materia que tiene múltiples vías de análisis? Una obviedad: el futuro del cine será íntegramente digital. Una evidencia: las últimas imágenes analógicas han entrado definitivamente en su periodo crepuscular. Como ciertos animales hermosos que han dejado de existir, la imagen analógica pasará en breve al olvido. Y será un olvido para quienes fuimos testigos de esa ontología de la imagen, pues ya hay una gran mayoría de espectadores que no solamente no reconocen diferencia alguna entre una imagen analógica y otra digital, sino que desconocen la naturaleza inicial de la imagen en movimiento. Para ellos no será ni siquiera olvido, sino pura inexistencia. ¿Qué implica entonces la digitalización del cine? Para Jean-Luc Godard, una dictadura, pero hay otras respuestas menos hiperbólicas y provocadoramente negativas, aunque no menos problemáticas.

En la recientemente estrenada Cae la noche en Bucarest, de Corneliu Porumboiu, se esboza una respuesta indirecta. Entre los diecisiete planos que componen el film, el primero funciona como una declaración de principios. El protagonista principal es un director de cine. Está en un automóvil con su actriz secundaria y dialoga con ella. Como es de esperar, más allá de lo que conversen, entre ellos pasa algo, pero el erotismo sugerido y ligero del film es verdaderamente un accesorio narrativo. Porumboiu habla por la boca de su personaje. Una tesis general puede derivarse de sus ideas. Mientras que la actriz escucha atentamente, el alter ego de Porumboiu expresa justamente una ansiedad que en los últimos años varios directores han articulado en sus películas: la sustitución del registro analógico por el digital es mucho más que una cuestión técnica. En Cae la noche en Bucarest el director en el film dice que, debido a la materialidad de la propia película cuando se filma(ba) en 35 mm, existía un límite de tiempo, una vara por la que un cineasta tenía que detenerse antes de empezar su registro. El límite, lógicamente, está en el metraje de cada película, un límite que la grabación digital desconoce. Esta emancipación en el tiempo de registro es también un desprendimiento (o una emancipación negativa) de la relación directa entre el referente y la imagen. Lo que se ve ya no tiene nada que ver con el acto inicial por el cual se filma y se registra: la luz, natural o artificial, pega y atraviesa un objeto-sujeto mientras el objetivo de una cámara retiene ese cruce físico. En el cine digital se trastoca lo que se ve en la imagen. Lo que vemos ya no guarda una relación física y directa con lo que estaba frente a cámara; en cierto sentido, lo que vemos es algo radicalmente nuevo. Lo original como concepto pierde su aplicación frente al fenómeno. Todo es una copia de copias delimitado por un lenguaje de ceros y unos.

De todos modos, lo que le preocupa a Porumboiu es de otro orden. Más que un problema ontológico, su incomodidad es de orden estético. Lo digital implica un cambio en la relación del tiempo del registro, en la textura de la imagen, en el concepto de encuadre y también en la relación que se da con y en el espacio. Una de las cosas más interesantes del film tiene que ver con el tratamiento de los exteriores. Durante la mayor parte la película el relato transcurre en interiores, incluso todo lo que constituye el campo de visión queda enteramente despojado de elementos secundarios que den cuenta de un exterior. Véanse las secuencias que transcurren en restaurantes. Los dos protagonistas parecen estar siempre solos: no solamente no se ven los mozos y otros posibles comensales, tampoco se oye un sonido ambiente que simule la presencia de otros. Se dirá que sí hay escenas en exteriores: a menudo los dos protagonistas están en un auto. El espacio público es visto siempre desde el espacio privado móvil, el automóvil, una propiedad privada sobre ruedas. En este sentido, el fuera de campo del exterior pierde su contundencia, pero no deja de ser un contexto esquivo y siempre visto a través de un doble encuadre: el que propone la cámara y el que se duplica a propósito de las ventanas del auto. Por eso importan mucho las escenas finales de Cuando cae la noche en Bucarest. En el epílogo, Porumboiu descubre algo empíricamente novedoso e imposible de ser explorado por un cine concebido en 35 mm. Vemos, hacia el final del film, algunas imágenes de una endoscopía pedida por la productora del film debido a que el director aqueja un malestar estomacal y puede poner en riesgo el rodaje. Es entonces cuando se puede divisar una imagen del presente que viene del futuro. A falta de exterior, Porumboiu sugiere el pliegue del interior como un nuevo exterior, es decir, el cuerpo filmado por dentro, solamente posible a través de una cámara digital, a modo de intromisión en un espacio desconocido. Hay aquí una intuición sobre un nuevo campo para el cine que viene del futuro: la interioridad, el cuerpo y sus órganos serán en el futuro elementos codificados de la puesta en escena.

¿Cómo será el cine del futuro? Digital. ¿En dónde se verán las películas? En salas, teléfonos, cines privados y otros sistemas de proyección inimaginables. ¿Cuál será la novedad en los próximos años? Una apuesta, una hipótesis, una tirada de dados: el exterior y la locación real dejarán prácticamente de existir; el constructivismo digital llevará a cabo lo que ya está en ciernes: la destitución del espacio real por una ontología visual en donde todo es copia de espacios imaginarios o reales que reproducen ciudades de antaño, de hoy y del futuro. Se puede esperar incluso la resurrección de actores y actrices que “viven” hace décadas en el inframundo. ¿Dobles digitales, clones digitalizados? Imaginar el regreso “real” de James Stewart no es alocado. Pero ¿qué se filmará fuera de la galaxia virtual? El cuerpo y sus pliegues. Se tratará de filmar la interioridad del cuerpo en todas sus posibilidades. Lo que en principio parecería ser ideal para desarrollar el género de terror en el futuro, puede llegar a convertirse en un elemento poético repetido de la puesta en escena en la consolidación del cine digital de fines del siglo XXI. La curiosidad óptica define al cine y a nuestra especie. Ni bien se puedan filmar los interiores con total libertad de movimiento, se habrá alcanzado una imagen de lo impensable.

Este artículo fue publicado por la revista Quid en el mes de agosto 2014. 

Roger Koza / Copyleft 2014