LA PANTALLA DE LA ALEGRÍA:

LA PANTALLA DE LA ALEGRÍA:

por - Ensayos
09 Dic, 2008 01:03 | comentarios

Algunas cuestiones sobre la comedia y la risa

por Roger Alan Koza

Fue Umberto Eco, en El nombre de la rosa, y, fundamentalmente, Jean-Jacques Annaud, a través de la adaptación cinematográfica de la novela, quienes hicieron popular una sospecha sobre el destino del segundo libro de la Poética de Aristóteles, supuesto tratado en el que se defendía el estatuto de la risa. ¿Quién no puede no haber sentido simpatía por un viejo James Bond devenido en monje, un tal William de Baskerville, un adelantado ilustrado que ya parecía anticipar y superar el tormentoso vínculo asimétrico entre la Fe y la Razón, eje sustancial de la filosofía medieval? Ver aquella película desde nuestro tiempo era suponer al William de Connery como un paladín de la libertad, mientras que Jorge, el fanático que resguardaba el único ejemplar del mencionado libro, no era otra cosa que un espíritu rígido y mustio, obsesionado por mantener una imagen del mundo (y de la Cristiandad) como un valle de lágrimas. No es difícil imaginar al espectador contemporáneo, proclive al hedonismo y obligado a ser feliz a toda costa, identificando al enemigo tanto como a su doble en la pantalla. ¿Quién no quisiera ser Connery?

Pero El nombre de la rosa (1986) es esencialmente una película de Hollywood, es decir, una fantasía propia de una industria cultural (y política) que traduce todo tiempo histórico en un tema de su época, más precisamente, en un tópico de su ideología rampante.

El director más viejo en actividad, el portugués Manuel de Oliveira, quien sigue haciendo películas a sus 100 años, unos ocho años atrás rodó un film sobre otro religioso católico, António Vieira, un verdadero adelantado a su tiempo, quien entendió el derecho de los indígenas brasileños en pleno siglo XVII, probablemente un antepasado de Leonardo Boff y tantos otros.

En Palabra y utopía (2000), bellísimo título por cierto, De Oliveira filma una contienda filosófica y teológica propiciada por la reina Cristina de Suecia. Se trata de pensar quién es más prudente, Demócrito, que siempre está sonriendo, o Heráclito, que siempre está llorando. A Vieira le toca la defensa de Heráclito y en su inteligente argumentación termina dialécticamente yuxtaponiendo ambas posiciones. Allí dice: «Confieso que la primera propiedad de lo racional es la risa. La sonrisa es el final de lo racional, el llanto es el uso de la razón. Para confirmar esto, que juzgo con pruebas, no necesito más pruebas que el mismo mundo, ni menor prueba que el mundo entero. Quien en realidad conoce el mundo, ha de llorar, y quien ríe, no llora, o no conoce. ¿Qué es este mundo sino un mapa universal de miserias, de trabajos, de peligros, de desgracias y de muertes? A mí, señores, me parece que Demócrito no reía, sino que ambos, Demócrito y Heráclito, lloraban, cada uno a su manera.» La extensa cita del film es pertinente para problematizar la comedia, un género prolífico que goza de la pleitesía del público, la desconfianza del crítico y el desdén de las academias y festivales.

¿Es la risa irracional? No, ni siquiera la risa de los locos es un buen ejemplo. Lo cómico, lo que produce risa, es un movimiento de la inteligencia por el cual se detecta la imperfección de las cosas, la contingencia de las costumbres y las convenciones, el absurdo travestido en discurso infalible e imperativo. Casi siempre se trata de una interconexión impensada entre dos órdenes inconmensurables e incompatibles. Chaplin, en ese sentido, es la mejor prueba. Su comicidad proviene de una desnaturalización amable respecto de todos los objetos de la vida cotidiana o de una asociación de situaciones heterogéneas. El famoso pasaje de La quimera del oro (1925) en donde el vagabundo cocina la suela de su zapato y los cordones devienen en fideos es paradigmático; así también lo es el inicio de Luces de la ciudad (1931), cuando se inaugura un monumento y al destaparlo los ciudadanos y las autoridades se encuentran con el vagabundo durmiendo. En Chaplin, como en Keaton, los hermanos Marx y Jacques Tati, estos procedimientos se repiten una y otra vez. La alianza de dos elementos incompatibles opera como una denuncia discreta pero eficiente de un orden del discurso y los efectos prácticos que de éste devienen. Esto es casi palpable en El gran dictador (1940). No solamente Hinkler (Hitler) habrá de ser confundido con un barbero judío, sino que se ridiculizará la oratoria del dictador apropiándose del discurso como si éste fuera una onomatopeya sin sentido.

Siempre se trata de coaliciones de piezas, en principio, incongruentes que al unirse dislocan el sentido común. En La sonrisa de mi madre (2002), Marco Bellocchio parte de una premisa descabellada: la santificación de la madre de un pintor ateo, quien debe dar testimonio de algún milagro para que su progenitora sea confirmada como una santa. En Qué asco la vida, un millonario interpretado por Mel Brooks hace una apuesta que implica vivir por un mes como un vagabundo en la calle, y en ese inconcebible intercambio se dispara un análisis de la diferencia de clases. En Crazy People (1990), Dudley Moore, un creativo en crisis, decide hacer un tipo de publicidad inconcebible: decir la verdad sobre los productos que debe vender. El detergente contamina, el chocolate constipa, etc. Algo similar acontece con el senador que interpreta Warren Beatty en una de las grandes comedias de los ’90, Senador Bulworth (1998). Allí, un senador decide terminar con su vida contratando a un matón que a su vez contrata a otro matón para que lo mate. La idea es no saber quién habrá de quitarle la vida. Está en campaña y, por casualidad, en uno de sus tantos discursos, se enamora de una mujer perteneciente a la clase trabajadora, miembro de la comunidad afroamericana, quien lo introduce y lo involucra con la vida real de sus electores. Así, Bulworth, esperando por su muerte, sin dormir y ligeramente entonado, empieza a rapear en los actos de campaña, y en sus rimas dice todo lo que piensa. Al compás de Public Enemy, Beatty satiriza los límites del imaginario demócrata y propone, humorísticamente, una reivindicación de una política progresista y radical. Toda gran comedia es secretamente política.

La importancia de Una película de guerra (2008) reside, precisamente, en su dimensión política. Del mismo modo como deconstruía en Zoolander (2001) el mundo de la moda, ahora Ben Stiller elige un universo que le pertenece y al que pertenece: el mundo del espectáculo. En primer lugar, la película hace explícito el funcionamiento estructural de una industria. El narcisismo extremo de los actores, el lugar servil de los directores, el poder obsceno de los productores quedan en evidencia en los primeros 30 minutos de película. En segundo lugar, el film propone una zona de indeterminación entre la ficción y la realidad. Sabemos que Una película de guerra gira en torno al rodaje de un film bélico en el que un par de estrellas, sin saberlo, terminan involucrados en una situación de guerra en algún lugar exótico de Asia creyendo que están filmando una película. En efecto, Stiller traslada a la pantalla un dilema perceptivo del público mientras postula una tesis sociológica: los sujetos son espectadores, y a veces no pueden distinguir (y quizás ni se esfuercen por hacerlo) entre una imagen y lo real. Todo es una película. O, más temible aún, la realidad es un género del mundo del espectáculo. Por último, Stiller hasta llega a señalar cómo Hollywood y sus productos alcanzan los lugares más recónditos del globo, al mismo tiempo que ironiza sobre cómo construye Hollywood al radicalmente Otro, en este caso representado por unos narcotraficantes orientales comandados por un niño cruel, quien es además fanático de una suerte de Forrest Gump de segunda categoría.

«Nuestra risa es siempre la risa de un grupo», decía el filósofo Henri Bergson. Si Stiller intuye la ineficacia del imaginario de Hollywood para concebir al Otro, Albert Brooks, en Buscando la comedia en el mundo musulmán (2006), película que no se estrenó en nuestro país, asume el problema de su cultura e intenta explorar lo cómico prescindiendo de la filosofía política y cultural dominante en su país: la humanidad es una sucursal de Estados Unidos.

Brooks se interpreta más o menos a sí mismo. Un cómico es contratado por la Casa Blanca para que investigue sobre qué hace reír al pueblo musulmán y realice, posteriormente, un informe de 500 páginas. No se conocen muy bien las intenciones del gobierno estadounidense, pero sí es clara la motivación de Brooks tanto en su papel como en su película: asumir la diferencia cultural, reconocer la limitación de su propio punto de vista, e, indirectamente, ensayar sobre lo cómico como expresión universal aunque siempre atravesada por una concepción singular de lo humorístico.

Hay una escena prodigiosa en el film de Brooks. Frente a una gran audiencia que nunca se ríe de sus chistes característicos de la Stand-up Comedy, el personaje de Brooks le pide al público nombres, lugares, profesiones para constituir con esos datos un contexto de humor. Los presentes lanzan un nombre de un hombre, que puede ser chino, quizás agricultor, con cinco hijos y una buena esposa, datos que Brooks escribe en un pizarrón. Brooks intenta mostrar cómo se combinan esos datos y a medida que su explicación va progresando el hombre ya no es ni chino, ni agricultor, ni tiene cinco hijos. La moraleja es cuán dependiente es el humor del orden simbólico del que se participa, de lo que se predica, además, cuán trabajoso resulta el entendimiento en la diferencia.

Si Heráclito y Demócrito, en el fondo, lloraban, habrá que preguntarse si era de risa. Las grandes comedias no transcurren en el limbo, y, mucho menos, pretenden fugarse de lo real. Hoy lo cómico se confunde con la burla y lo burlesco; el desprecio y la misantropía los practican desde unos bañeros todopoderosos hasta los Coen y un grupo de millonarios fingiendo mediocridad y decadencia en nombre de una clase trabajadora a la que desconocen, como se puede verificar en Quémese después de leer (2008). Pero las grandes comedias reconocen el dolor del mundo e intentan conjurarlo a través de la inteligencia. Por eso, podemos ver una y otra vez una de las grandes comedias de todos los tiempos: Hechizo del tiempo (1993). El film de Harold Ramis, en el que Bill Murray queda atrapado en un día que se repite infinitamente, no nos impone un hombre inmóvil sino uno capaz de aprender y superarse en su monotonía casi cósmica. Son comedias que hacen reír mientras se ven pero que al salir del cine nos hacen también sonreír. Es un gesto que denota un sentimiento impreciso, llamémosle alegría, en el que se verifica que algo hemos aprendido y acaso mejorado.

FOTOS: 1) fotogramas de Palabra y utopía y En el nombre de la rosa; 2) Fotograma de La quimera de oro; 3) Fotograma de Una película de guerra; 4) Fotograma de Buscando por la comedia en el mundo musulmán

Este artículo ha sido publicado por la revista Quid, número de Diciembre-Enero, 2008-2009.

Copyleft 2008 / Roger Alan Koza