LA ESTRELLA ROJA

LA ESTRELLA ROJA

por - Ensayos
27 May, 2021 02:53 | Sin comentarios
Algunas películas sobre Stalin y una hipótesis de lectura.

En un pasaje tan escueto como desprovisto de importancia en La muerte de Stalin (2017), después de la confirmación de la muerte y los preparativos para el funeral, la escena del crimen y la mansión del dictador es desmantelada velozmente y la mayoría de los testigos de todo lo sucedido son asesinados a sangre fría. Las razones son políticas, porque la traición sobrevuela y todos sospechan de todos. En esa secuencia de la película de Armando Iannucci, un misterioso caso de comedia solemne, se alcanza a divisar a dos hombres que se parecen a Stalin. ¿Son Iósif muletos? ¿Dobles cinematográficos?

En el famoso reporte “Informe secreto” de Nikita Jrushchov del 25 de febrero de 1956, el sucesor de Stalin afirmaba: “Resulta ajeno al espíritu del marxismo-leninismo encumbrar a una persona y transformarla en un superhombre”. Un poco más adelante añadía la incidencia que había tenido el cine en el imaginario del pueblo e incluso del mismo Stalin, quien parecía conocer más el vasto territorio soviético por las películas que por haberlo recorrido.

Películas como El juramento (1946), La caída de Berlín (1950) y El inolvidable 1919 (1951), las tres dirigidas por Mikheil Chiaureli, ni siquiera pueden ser descriptas como películas de propaganda. Más allá de las virtudes narrativas y estéticas que ostentan y de su eventual poder retórico para afianzar la epopeya del pueblo en una historia de emancipación bajo la dirección de un líder benevolente, los títulos aludidos constituían un suplemento y una extensión dialéctica de la ficción en la Historia. El mismo Jrushchov se refiere en el informe a las películas. Le faltó nomás citar al crítico de cine francés André Bazin, quien apenas unos años antes había publicado “El mito de Stalin en el cine soviético”, texto que le confería a Stalin el estatus de una estrella de cine. 

En El inolvidable 1919 la aparición de Stalin tiene lugar en el minuto 42, si no se considera la cantidad de veces que se lo nombra en boca de otros personajes y la cantidad de estatuas y retratos presentes en espacios públicos, agencias gubernamentales y hogares. Stalin es una entidad omnipresente. Esta dimensión ubicua y sublime de la figura del líder tiene un contrapunto: el superhombre del proletariado es tan accesible como afable. El marinero y su enamorada, en El inolvidable 1919, al conocer a Stalin sienten de inmediato la irradiación de su humanidad y el beneficio espiritual que emana de su presencia. Lo mismo sucede con los soldados del Ejército Rojo en la batalla final contra el Ejército Blanco (y el imperio británico) que quiere tomar Petrogrado. Stalin está con los soldados rasos como uno más, apenas lo distinguen su campera de cuero y la calidad de sus cigarros.

El inolvidable 1919

La apoteosis de la figura de Stalin en el cine de Chiaureli se puede constatar en la película precedente a El inolvidable 1919. En La caída de Berlín Stalin no solo es un estratega militar inigualable capaz de deslumbrar a Winston Churchill, y asimismo un Dios que baja del cielo en avión para sellar la victoria del pueblo soviético ante los nazis y un ocasional jardinero sensible. También puede oficiar de celestino indirecto, porque la separación, propiciada por la guerra, del héroe metalúrgico convertido en soldado clave en la caída de Hitler y la maestra de escuela llevada a los campos de concentración tiene su resolución al final del relato cuando Stalin ha derrotado a Hitler.

Los primeros minutos y los últimos de La caída de Berlín expresan como nada la fantasía utópica del estalinismo, acaso la inversión correlativa de todos los retratos negativos sobre él y su mundo en el que la delación, la tortura y los castigos son una praxis y el propio Stalin y sus inmediatos oficiales repugnan por su cinismo. En este sentido, analizar el prefacio de La caída de Berlín, en el que las flores bailan al viento y la Tierra es un paraíso inmanente, un tiempo en el que también los obreros de una metalúrgica alcanzan el éxtasis por haber obtenido un récord de producción, y luego compararlo con los primeros minutos de La muerte de Stalin, cuya introducción a la cotidianidad en Moscú está definida por allanamientos y detenciones contra aleatorios “enemigos del pueblo” y un concierto musical en el que cunde el pánico al líder, puede constituir una auténtica experiencia de disociación cognitiva.

Iannucci no es el único que ha ridiculizado recientemente a Stalin, y por consiguiente a Jrushchov, Lavrenti Beria, Gueorgui Malenkov, Viacheslav Mólotov. En Taurus (2001), Alexander Sokurov menoscaba con cierta sutileza (no política, por cierto) la figura de Lenin, y cuando Stalin lo visita se permite representar a este como un oportunista y un hombre signado por la banalidad. El cine de Sokurov no se caracteriza por la comicidad (y tampoco por su progresismo), pero en este retrato sobre la decadencia física del mayor ideólogo de la Revolución Rusa se permite desprestigiar a los dos emblemas de la experiencia soviética haciéndolos jugar como dos niños sin gracia en un balcón de la residencia en la que Lenin espera su muerte. 

De todos modos, si La muerte de Stalin pretende ser una comedia injuriante le falta la inteligencia que requiere el arte de injuriar. La grosería y el apego al estereotipo son signos de debilidad, un atajo para ilustrar desdén, afianzar una lectura y acumular reconocimiento en una época en la que la palabra “comunismo” goza de descrédito y se emplea con la misma imprecisión semántica de términos como “deconstrucción” o “histeria”. En este sentido, una de las mejores burlas al líder bigotudo se puede encontrar en una ignota película soviética de 1989, una auténtica rareza titulada La fiesta de Baltasar, o Una noche con Stalin.

En la película de Yuriy Kara, una pequeña compañía de baile del oeste de Georgia se desplaza hasta Gagra para brindar un espectáculo de danzas tradicionales de la región en una cena en la que se supone que estará el mismísimo Stalin. Es 1935, y la alegría y el entusiasmo que expresan todos los bailarines ante la posibilidad de conocer a Stalin dista de funcionar como propaganda. Se trata más bien de un reconocimiento honesto del imaginario de una época. Las escenas de baile, por cierto, son hermosas y están filmadas con una elegancia indesmentible: los movimientos de los bailarines son admirables y Kara les prodiga la dedicación que merecen, porque para girar mil veces sobre el propio eje, flexionar las rodillas y hacer las piruetas que demanda cada coreografía se tiene que haber trabajado por décadas en la materia. Con la misma dedicación, Kara desdeña a Stalin y a Beria por igual, a quienes satiriza lentamente hasta representarlos como seres ordinarios y carentes de toda sensibilidad. Ninguno de los dos, como tampoco los anfitriones, pueden siquiera intuir la tradición viviente que representa la compañía y la dignidad de los bailarines. Desmenuzar la vulgaridad de los poderosos es el otro placer justiciero que regala la película.

 El funeral de Stalin

En 1990, el notable autor del famoso poema “Babi Yar”, Yevgueni Yevtushenko, hizo su segunda película, no menos extraordinaria que Kindergarten (1983). Su título es suficiente para ubicar el tiempo y asimismo el tono: El funeral de Stalin (1990). Los instantes previos, la confirmación de la muerte y el inicio del funeral con el correspondiente duelo constituyen la atmósfera del relato en el que un joven poeta llamado Zhenya observa con detenimiento todo lo que sucede a su alrededor al mismo tiempo que acompaña a su enamorada.

El uso de archivos en las escenas del funeral y la recreación de la desesperación de las multitudes por ver al líder soviético sin vida son pasajes ideales para completar lo que se puede observar sin comentarios en State Funeral (2019), de Serguei Loznitsa, porque Yevtushenko, a quien se lo ve en una escena como un escultor en su atelier rodeado por rostros en yeso de Stalin, revela los recovecos anímicos de ese tiempo y una estética cotidiana definida por el amontonamiento, la menesterosidad y la sospecha.

Esta obra maestra en el crepúsculo de la glásnost, junto con El síndrome asténico (1989), de Kira Muratova, expresa tanto el desorden simbólico del fin del estalinismo como también un nuevo disloque espiritual en el tiempo de su realización, como si el propio film fuera un sismógrafo del porvenir, un reconocimiento de que estaba en ciernes un nuevo giro histórico.

Al revisar quiénes han sido los intérpretes de Stalin en el cine soviético, nadie se puede equiparar al actor georgiano Mikheil Gelovani, que lo interpretó en catorce oportunidades y cuya similitud podría llevar a conjeturar que los soviéticos ya conocían los secretos de la clonación a mediados de 1930. El semblante y los gestos de Gelovani y los de Stalin son casi indisociables. El segundo murió tres años más tarde que el primero, en 1956, tal vez porque ya no lo podía interpretar. ¿Quién fue el doble de quién? ¿Quién fue la verdadera estrella roja?

*El texto fue publicado con otro título y en otra versión por la Revista Ñ en el mes de mayo de 2021.

Roger Koza / Copyleft 2021