LA CORDILLERA (02)

LA CORDILLERA (02)

por - Críticas
28 Ago, 2017 08:35 | comentarios
Prividera toma legítimamente un concepto reciente de la teoría política e intenta debilitar el blindaje narrativo que propone La cordillera para dar coordenadas precisas de su lugar en el presente.

EL SIGNIFICANTE VACÍO

La discusión en torno a La cordillera parece darse en torno a previsibles dicotomías, narrativas y políticas. Por un lado, se dice que son en verdad dos películas (o una atravesada por una subtrama con final abierto). Por otra parte, se la rechaza por distintas hipótesis sobre a quién representa el protagonista, caracterizándola como “kirchnerista” (porque presenta una imagen oscura de un presidente de ojos azules sin pasado político) o “macrista” (porque su previsible moraleja es la cómplice rendición ante el poder). Ambas “grietas” obedecen a la misma lectura equívoca, que la película misma habilita en su necesidad de (para decirlo en sus términos) quedar bien con Dios y con el Diablo.

Esa buscada ambigüedad narrativa / política podría ser vista como representación del “significante vacío” de Laclau (una nominación abierta que puede dar cuenta de todas las demandas en un momento particular), pero sería otro modo de profundizar el equívoco: sin duda el personaje del presidente Blanco juega ya desde su nombre con ese deslizamiento paradigmático que la película propone y depone cíclicamente (thriller político o fantástico, populismo de izquierda o derecha). En verdad ese vaivén no es más que un juego de alusiones que no dejan de jugar con la referencialidad: no hay significante “flotante” sino indeterminación (al menos hasta el evidente cumplimiento del pacto fáustico que es, en todo sentido, la verdadera cumbre del film).

Todo es y no es al mismo tiempo: Al inicio se habla de algo sucedido en 2006 y se dice que sucedió hace diez años. Luego escuchamos la voz de un periodista de nombre imaginario que reconocemos como la de Marcelo Longobardi. En Chile gobierna una mujer. Etcétera. Es, inequívocamente, el presente. No porque Mitre y Llinás hayan acertado en un arriesgado ejercicio futurista, sino porque la coyuntura no estaba muy lejos del guion. Por eso, en esa una suerte de espacio-tiempo paralelo, los personajes tienen otro nombre pero todos representan un papel predeterminado. No hay nada abstracto en el cine de Mitre: los símbolos están ahí (como esa Casa Rosada vuelta set), y solo se trata de barajar los referentes para borronear las posibles identidades (cosa que la actual crisis de los partidos políticos permite).

Digamos que este es un problema global, salvo en el omnipresente caso norteamericano: hasta en su cine la Historia aparece referenciada con nombre y apellido, atravesando todos los géneros (basta ver como sus presidentes son representados o mencionados hasta en los dibujos animados). Hollywood no necesita inventar partidos: habla abiertamente de demócratas o republicanos, o deja en claro a qué tradición representan sus políticos. “Este juego lo inventamos nosotros” dice el personaje de Christian Slater, y esa frase reúne ambas líneas, narrativa y política: No en vano ese clímax (que es el centro de La cordillera) está hablado en esa lengua franca que es el inglés, pero -como sugiere con perspicacia Roger Koza- en el tono de dos tahúres de Nueve reinas.

El problema es que en esa reducción de la política a un juego de tronos, todo se limita a posiciones personales: La cumbre parece cualquier reunión de mafiosos de El padrino. Por eso las escenas más representativas son las de la confrontación solitaria, el diálogo tête à tête donde los personajes se miden y recelan. Una ilustración de los secretos y mentiras de los gobernantes, que nos deja espiar sus malos tratos. No se trata de cómo se construye hegemonía, sino de poder en el sentido más maquiavélico del término (“voy solo”, dice Blanco al final, y ya sabemos que no se refiere solo a su BMW). No hay estructura social, determinaciones políticas, construcciones colectivas. Solo movimientos de un ajedrez que se juega entre sonrisas falsas, tragos inamistosos y sexo programado.

Por eso esas repetidas escenas de diálogos más o menos chispeantes son inevitables y esperados oasis en medio de los grandes espacios vacíos que la película exhibe como valor de producción: el hotel glacial, la cordillera prescindente, el ceremonial de rigor. Blanco sobre blanco, nada queda de la impronta documental de El estudiante, donde el ámbito condicionaba la representación (a su pesar, claro). La cordillera repite el pacto fáustico, pero en una escala seis millones de dólares mayor, transformada la película misma por la fatuidad del dinero. La cumbre de Mitre se parece a un esplendoroso festival de cine (literalmente hablando),  como si importara más la alfombra roja y el despliegue de medios (incluyendo la probada capacidad del cineasta) que la película misma, puro vehículo hacia la cima.

Ricardo Darín (una estrella haciendo de hombre común) es el signo de esas derivas: desde que aparece sabemos que no puede ser “el hombre invisible” que la película propone como enigma, y no porque Darín no sea un enorme actor de cine, sino porque todo su trabajo (como el de la película toda) es invisibilizar que las cartas están marcadas desde el inicio. Lo sabemos antes de su encuentro con el Diablo, y del desde entonces previsible final: no hay hombres comunes en el poder (La cordillera no es Desde el jardín). Cuando el presidente sin pasado sorprende a sus interlocutores citando a Marx o hablando en inglés, sabemos que se trae alguna carta bajo la manga. Pero que pase por encima de su jefe de gabinete, y arregle una coima multimillonaria por su cuenta, es más inverosímil que tener una hija que recuerda crímenes que no vivió. Lo fantástico es una concesión inútil o un juego de distracción más: en cualquier caso, un artificio.

Pero no hay dos películas, ni siquiera una subtrama y menos un final abierto (en todo caso hay un manotazo de guionista): El pasado explica el presente, pero queda en tinieblas (como casi todo lo demás). Un crimen tapa otro, y lo que la película misma desecha es lo que pone como certeza en boca de su personaje más enigmático (ese presidente brasileño que puede ser un Lula de temer): no existe el “mal” sino los intereses, amparados en razón de Estado. Algo de eso aparecía con más claridad (y menos banalidad) en El candidato, la película de Daniel Hendler estrenada este mismo año (aunque en ese caso con un verdadero problema de indecisión entre la comedia o la tragedia): no se puede llegar al poder sin una estrategia comunicacional (como acaso deja ver La cordillera en su escena más negra y amable, la de padre e hija cantando el jingle de campaña).

La ideología es, como el cine mismo, un dispositivo de identificación. No se trata de fluctuar entre personajes buenos y malos, o de un personaje que pasa de bueno a malo, sino de identificarse con el dispositivo: el mejor tahúr es aquel que hasta los estafados festejan. Blanco es El estudiante devenido presidente (asumiendo por fin lo que aquel “no” final significaba), o la contracara del padre de La patota (que buscaba dar racionalidad a su hija). En (su) conclusión, La cordillera se rinde ante el realismo “cínico”: los que no se traicionan o se entregan serán arrasados. Desde ese punto de vista, el “significante vacío” tiene otro sentido, cambiando de sustantivo-adjetivo a adjetivo-sustantivo: el vacío no es una relación sino el lugar mismo de la sumisión. La antipolítica y su discurso equivalencial puramente negativo. O mero reflejo del discurso del poder: la alianza para el progreso que propone el Diablo, mientras el presidente se dedica a “hacer lo que hay que hacer” (como dice hoy mismo una publicidad gubernamental).

Una visión resueltamente pesimista para una inversión millonaria, que confirma todo lo que sospechábamos: los corruptos buscan el poder, o el poder corrompe. Lo mismo da. Mitre no es el heredero de Bielinsky, y la oscura “argentinidad” de Darín, (que Campanella entrevió y Borensztein pervirtió) sigue esperando su obra maestra, tanto como esa cruza única entre modernidad y clasicismo que fue El aura, una película que jugaba a cuestionar las cómodas certezas del cineasta tanto como las del espectador. Hay películas que abren puertas, y otras que las cierran (¿habrá alguien que vuelva a animarse entre nosotros a una ficción sobre los aparatos ideológicos del Estado?). Podría decirse de La cordillera lo que Stephen King dijo de El resplandor (otra película sobre cómo el Diablo nos gobierna): “Es un Cadillac sin motor”, un film lustroso y prolijo pero sin alma. Sería fácil agregar que Mitre hizo su propio pacto fáustico, pero es un cineasta lo suficientemente inteligente como para no cumplir su propia profecía.

Nicolás Prividera / Copyleft 2017

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