LA POLÍTICA DEL ACTOR: RICARDO DARÍN, MÁS ALLÁ DE LA CORDILLERA

LA POLÍTICA DEL ACTOR: RICARDO DARÍN, MÁS ALLÁ DE LA CORDILLERA

por - Entrevistas
25 Ago, 2017 04:26 | comentarios
La charla iba a durar unos 20 minutos. Algo sucedió y la conversación se extendió a una hora y diez minutos. Al terminar ya quedaban muy pocas personas en el hotel. ¿De qué hablamos? De cine, solamente. O de lo que se puede aprender del cine.

En el estreno mundial de La cordillera en el festival de Cannes durante el mes de mayo de este año, al presentar su película Santiago Mitre agradeció primero a los responsables del festival, luego a todo su equipo y dejó para el final de su alocución unas palabras para el protagonista. Dijo: “Quería hacer un agradecimiento especial al señor Ricardo Darín, a quien le voy a estar eternamente agradecido; le quiero dedicar la función, porque no solo fue el protagonista, sino porque fue un gran compañero para pensar la película juntos”.

El señalamiento de Mitre, un director que tiene oficio y sabe muy bien lo que quiere, poco tuvo de cortesía y menos todavía de obligada demagogia. Sin Darín, La cordillera es imposible, pues probablemente no hay otro actor que transmita como él un cierto universal de la idiosincrasia de un país propia de un tiempo específico. ¿No son todos sus personajes, al menos desde Perdido por perdido, un compendio de una subjetividad de época? Esto no significa que el actor reúna las cualidades del inexistente ser argentino, sino que es un hombre cuya sensibilidad y cuyo semblante entran en sintonía con algunos estereotipos reconocibles, como pasaba antaño con James Stewart (y ahora con Tom Hanks) en el cine estadounidense. Los personajes que interpretó en El secreto de sus ojos y en Relatos salvajes son paradigmáticos al respecto.

Primero fue una intuición, después un saber que se conquista por oficio. La inteligencia sensible de Darín ha trabajado sobre el estereotipo estableciendo una distancia necesaria y precisa entre la reproducción de un modelo inerte y la singularidad que proviene de su clarividencia dramática. Su triunfo en el cine, su devenir en una criatura indisociable de este se explica en el marco de un paulatino aprendizaje que empezó lentamente con La playa del amor y La discoteca del amor, al inicio de la década de 1980, y que alcanzó la autoconsciencia en Nueve reinas, justo en el cambio de siglo, momento en el cual Darín experimentó su propia crisálida como intérprete para terminar transformándose en un clásico del cine argentino en tiempos de una democracia ya consolidada. ¿Acaso no es Darín el rostro paradigmático del cine nacional, el actor que acompaña la joven e incipiente democracia desde 1983?

Fue el encuentro con Bielinsky y su participación en ese film crucial para él y para el propio cine argentino lo que le permitió acceder a un misterio que no todos los actores consiguen vislumbrar. Frente a un espejo, un poco antes de rodar, Darín experimentó una revelación decisiva: un personaje, que existe en y para la pantalla, depende de una comprensión holística por parte de su intérprete, mediante la cual este capta la función del personaje en un todo y a la vez se percata de que el paso material de esa entidad intangible a lo real radica en el vislumbre íntimo de una cualidad propia que le es indispensable al personaje para poder existir.

Si desde Nueva reinas Darín fue abandonando para siempre la televisión, eso se debe a que la diferencia entre la televisión y el cine estriba en las formas en que un modo de representación y otro se posicionan frente al estereotipo. La televisión reproduce el sentido común hasta el infinito, mientras que el cine puede desmarcarse (aunque no siempre) de la repetición disciplinada y explorar las conductas y las prácticas sociales sin pleitesía alguna.

Es por eso que el mejor Darín surge cuando el relato en cuestión desestabiliza las certezas y una zona incierta de la conducta de los hombres se manifiesta sin obstáculos. Cuando sus personajes están liberados del peso del sentido común, Darín ni siquiera necesita esforzarse para conjurar la simpatía que les resulta propia. Sus notables papeles en El aura y Carancho tienen como condición de posibilidad que ambos personajes prescinden desde el inicio del estereotipo y el actor está librado a su propia aventura de crear desde el centro de la escena. Esto también explica el secreto valor de sus interpretaciones en películas como El mismo amor, la misma lluvia y El hijo de la novia, películas que tienen cierta filiación con el costumbrismo, género demasiado codificado en el cual un actor, normalmente, siente la demanda de las convenciones. No es el caso de Darín.

Quizás por esa cualidad aludida Darín pueda ser el actor más apto para interpretar a un presidente argentino. En La cordillera, el presidente de turno se llama Hernán Blanco, un político que empieza su carrera en el municipio de un pueblo desconocido y termina siendo el mandamás de la Casa Rosada. El magnífico trabajo del actor reposa en su habilidad dramática para equilibrar las expresiones que sugieren el origen pueblerino del presidente, que pueden pasar por candidez (y que el film desmentirá), con otros comportamientos que muestran la avidez de quien se sabe enteramente poderoso, a tal punto que Mitre cree tener que invocar (y explicar, innecesariamente) una dimensión metafísica del mal que todo presidente está obligado a transitar en su ascenso al poder.

En efecto, el presidente que encarna Darín proviene de un partido nuevo, acaso débil y sin tradición alguna, y en la cumbre a la que está por asistir en Chile con todos los presidentes latinoamericanos se juega su posición en las mallas del poder. El tiempo del relato es de cuatro días, y de principio a fin Darín consigue transmitir los imperceptibles movimientos de conciencia y el aprendizaje del personaje.

Respecto de esto último, la sobresaliente escena que Darín mantiene con Christian Slater, un cretino de la Casa Blanca que viene a negociar con el presidente argentino, es el instante en que el mandatario vernáculo adquiere su mayoría de edad. Es un pasaje cuya verosimilitud es imaginaria: jamás vemos cómo se negocia sin escrúpulos, pero intuimos que en el fuera de campo de la política se deciden cosas inadmisibles.

En el presidente Blanco se pueden adivinar los fantasmas de los presidentes del país, pero no hay absolutamente nada que identifique al presidente de ficción con sus iguales que pueblan el mundo real. La ambigüedad es aquí una regla dramática, una estrategia poética que insta a poner en marcha la capacidad de asociación del espectador.

Pero no todo es política en La cordillera. Una subtrama insólita se apodera en cierto momento del relato, cuando este se orienta a descifrar un trauma psíquico de la hija del presidente. El orden doméstico y familiar no es indiferente a las presiones del poder, situación problemática que libera el film por un largo rato en el que se abandona la representación del poder. Es el momento más libre de La cordillera, porque Mitre da rienda suelta a su cinefilia y transforma las secciones de hipnotismo a las que se somete la hija de Blanco en un viaje perceptivo que bien podría pertenecer a El aura, donde Darín, por cierto, resplandecía tanto como aquí.

La cordillera es un punto de inflexión en la carrera de Santiago Mitre; su futuro, probablemente, será filmar en otro país y bajo otro sistema de producción. Para Darín quizás no lo sea, pero en su papel de presidente se verifica como nunca la grandeza de su arte, en un momento en que el actor ha dejado de ser solamente un dúctil y experimentado intérprete, y ha devenido en un hacedor inteligente que moldea secretamente la propia naturaleza de la película desde el corazón de lo visible.

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Roger Koza  Existen diferentes escuelas de interpretación; algunas suponen un trabajo de investigación exhaustivo para conocer desde “adentro” al personaje y construirlo a partir de ese saber; otra vía, acaso más clásica, consiste en que el actor apele a un conjunto de cualidades personales con las que compone al personaje sin una referencia concreta. En La cordillera interpretás a un presidente actual de Argentina, un personaje complejo que resulta imposible no relacionar con los presidentes de las últimas décadas. ¿Tomaste cualidades personales de algunos de ellos? ¿Te ceñiste simplemente a imaginar cómo sería un hombre bajo esas circunstancias?

Ricardo Darín: Es la primera vez que pienso esto de esta forma. Creo que hay un trabajo hecho, pero es un trabajo que es inconsciente. Es decir, me parece que intervino mucho más la composición cromosómica personal, y el ADN que está constituido por toda la información recibida a lo largo de todos estos años, y que evidentemente ha hecho una selección que me acercó y me proporcionó elementos para erigir este personaje que, a lo largo de cuatro días, atraviesa distintas instancias. Fui eligiendo según las escenas, pero creo que en algunos casos hubo elecciones conscientes. Pero siguiendo la formulación de tu pregunta, me inclino a creer que intervino más ese saber que vos asociás a un cierto clasicismo actoral con el que se reacciona frente a las situaciones. Estuve viendo con mi hijo y con mi mujer un documental sobre Marlon Brando. ¿Lo conocés?

RK: Sí, no me acuerdo el nombre, pero sé cuál es… (Listen to me Marlon)

RD: Es muy inteligente. El director tuvo la gran fortuna de contar con una serie de grabaciones reflexivas que se hacía Brando a sí mismo. Me impactó porque confirmaba algunas ideas que yo tenía sobre mi oficio. Por favor, que se entienda bien, no estoy ni siquiera tratando de compararme con él. Pero es satisfactorio para un tipo como yo, que no tiene formación académica, encontrar a un tipo de ese calibre, de esa magnitud, en el amplio sentido del término, no solo actoral, que de golpe esboza un par de ideas que vengo sintiendo y pensando. Me doy cuenta de que hay un inconsciente colectivo alimentado por una serie de datos, información, experiencias, imágenes, músicas, olores, que convergen en un punto, en un segundo, donde tenés que hacer una elección. Después interviene por supuesto lo que es tu formación técnica, sea académica o no. Mi formación no es académica, es de la cancha.

RK: Es fascinante y a la vez ineludible intentar asociar a Blanco con nuestros mandatarios más recientes.

RD: En la construcción de este personaje creo, por lo que hemos hablado con Santiago, que hemos tratado de que no se pareciera a nadie, pero a la vez es imposible que no se parezca a alguien. Teníamos dicha prevención, porque eso le hubiera aportado un tamiz de partidismo que no necesitábamos para esta historia. Pero evidentemente, entre las grandes libertades que tenemos los espectadores, una de ellas es la de interpretar y otorgar significados. Habrá gente que encuentre a este presidente parecido a Fulano o a Mengano. Hoy un periodista me recordó que en un momento determinado mi personaje dice “Sí, podemos”. Eso no fue deliberado. Ese tipo de cosas van a ocurrir, indefectiblemente. Y no hay mucho para hacer al respecto. Pero atendiendo específicamente a tu pregunta, que es la de la construcción del personaje, el trabajo estuvo especialmente enfocado en intentar en que no se pareciera a nadie, que tuviera su propia entidad, con unos parámetros fácilmente reconocibles para nosotros: este tipo ha pasado por una intendencia y por una gobernación; su dogma es el “hombre común”. Se trata de un tipo de poca exposición y elocuencia; un hombre que trabaja más en silencio que con grandes declaraciones, y que no cuenta con un partido político pesado detrás de sí. O sea, no tiene un gran respaldo político, es criticado por parte del periodismo de su país y se ve necesariamente obligado a construir su propio poder sabiendo que de la cumbre en la que va a participar tiene que salir fortalecido.

RK: Hay algo interesante entre el personaje de Nueve reinas y este de La cordillera. El primero participa de la corrupción en miniatura, mientras que el segundo funciona como un potencial engranaje de la corrupción a más alta escala.

RD: Me estoy especializando en turros. Reconozco algo de lo que vos decís, también sentí algo de Nueve reinas. Pero también me recordó a Perdido por perdido, el film que hice con Alberto Lecchi. Ese film fue muy importante para mí, porque fue de mucho aprendizaje; él tuvo la amabilidad de interesarme en otros aspectos de lo que es un rodaje cinematográfico. Yo hasta ahí había hecho muchas películas. Sin tener demasiada consciencia de qué era lo que estaba ocurriendo. Cosa que no me ocurría ni en televisión ni en teatro. Tenía otro tipo de enfoque para esos formatos.

RK: ¿Qué aprendiste en ese momento?

RD: Aprendí que “menos es más”, que hay que ser económico, prudente, que hay que saber dónde sí y dónde no. No todas las tomas pueden estar sobrecargadas de intensidad. Pero fue en Nueve reinas, que me acabás de mencionar, cuando se prendió una lámpara de gas y entendí en serio. Si pudiera resumirte qué es lo que yo sentí, no solo en el rodaje, sino después… No sucedió la primera vez que vi la película, porque eso fue profundamente decepcionante. Pasó en otro momento. Fue la primera vez que yo me sentí absolutamente a cargo de lo que estaba haciendo, como solía decir Bielinsky. Tuve la sensación, equivocada o no, de que nadie sabía más de ese personaje que yo. Ni el propio Bielinsky.

RK: ¿En qué sentido?

RD: Bielinsky había diseñado un corralito alrededor del personaje —ya que hablamos de corrupción—, en distintas escalas. Él tenía muy claro que no quería que este despertara empatía en el espectador, no quería que sonriera nunca. Bielinsky tenía muchos prejuicios conmigo; yo venía de hacer una larga temporada en televisión (Mi cuñado), en donde mi personaje era todo simpatía y seducción; un atorrante querible. Él no quería nada de eso. De hecho, llegó a mí en segunda o tercera instancia, pues no había pensado en mí para el personaje. Por eso quería que jamás sonriese. De hecho, hay un solo esbozo de sonrisa en toda la película, una sonrisa medio de costado, muy sutil. Lo paradójico del caso es que no buscábamos empatía con la audiencia y sin embargo el personaje la terminó generando. Eso es ya un fenómeno…

RK: Para un sociólogo…

RD: Claro, para un sociólogo de la argentinidad. ¿Cómo nos gustan más los turros que los buenos? El bueno se acerca mucho más al boludo y el turro es un piola, es el que la hace. Pero eso no nos concierne hoy.

RK: ¿De que se trataba entonces este inesperado “saber más que nadie” sobre el personaje?

RD: Nueve reinas era una pieza de orfebrería. No había nada librado al azar, ya que Bielinsky tenía todo pensado, había tenido mucho tiempo para trabajar el guion. Recuerdo que tuve una gran discusión con él con respecto al vestuario del personaje y a la conformación estética. Peinado, barba… Me resistí mucho con el tema del vestuario; teníamos un análisis completamente distinto de lo que debía ser: yo creía que un tipo que tiene lo que después sabemos que tiene (un respaldo económico) y se dedica precisamente a caerle bien a la gente para hacerla caer en su trampa, debía tener un ojo puesto en lo que era el cuidado estético. Él quería —y esto era inherente a la conformación de los personajes— que el traje, mi único vestuario porque el relato transcurre en 24 horas, de lejos pareciera un traje de calidad, y que al acercarnos descubriéramos que la textura era muy berreta. Era lógico porque se trataba de delincuentes de poca monta. Me peleé mucho con él hasta que un día me puse el traje, me miré en el espejo y al verme supe quién era el personaje. Me acuerdo como si fuera hoy: me paré con el trajecito ese medio marrón, la camisa, la corbatita y dije: “Yo sé cómo es este tipo. Sé cómo piensa, camina, mira, siente. Sé todo de este tipo”. Se lo dije a Bielinsky: “Nadie en este momento puede saber más de este personaje que yo”.

RK: ¿Qué dijo Bielinsky?

RD: Me miró y me dijo: “Hijo de puta…”. Me acuerdo la cara que puso; le gustaba esa cierta desfachatez mía, sobre todo en esa época. Hoy no soy tan desfachatado, soy un poco más cuidadoso. Me miró como diciendo “con este no se puede”. Reconozco que eso fue un momento de gran iluminación para mí, y de gran aprendizaje. Bielinsky me había dado los elementos, los había alineado, y me había dado las herramientas. Fue cuando entendí que uno no sabe todo. Vos podés tener algunos elementos, pero necesitás ayuda, la de tus compañeros, la del director y el vestuarista; saber de qué color es la pared que está detrás tuyo, Ahí me empecé a enfermar con el cine.

RK: ¿Qué sucedió después de aquel descubrimiento sustantivo?

RD: Después de Nueve reinas vino El hijo de la novia, Kamchatka y tantas otras; nunca más pude ser aquel actor que había sido durante tanto tiempo, que miraba solamente su trabajo creyendo que con eso alcanzaba. Una vez que abrí la mirada, no la pude cerrar más, Nunca más pudo ser solamente la mirada sobre mi personaje; la construcción de mi personaje ya no dependía solamente de mí. Empecé a entender un poco más el mundo cinematográfico como un trabajo de gran colaboración de equipo en donde todos tienen algo para decirte, y tenés que estar muy permeable, porque todo el mundo te puede dar la clave. En una ocasión, durante una película para pasar de una escena a otra tenía un primer plano. Hicimos tres tomas y el director las dio por válidas. Cuando empezaron a trasladar el equipo de un lado a otro, la foquista, que hoy es mi amiga, la Negra, me dijo: “¿Vos estás contento con la toma?”. Le respondo: “La verdad, no sé muy bien”. Estábamos un poco apurados, era uno de esos rodajes en los que nos comía el león. “No estoy muy seguro”, le dije, y ella me instó a pedir otra toma antes de que movieran la cámara. Le pregunté por qué, y me respondió: “Vos lo podés hacer mucho mejor. Es un primer plano. Es muy grande en la pantalla”. Lo que la foquista decía era que no me conformara con esto, que no me dejara correr por la producción. Hicimos dos tomas más, y ella tenía razón. Ya el solo hecho de tener la devolución de la mirada de ella hizo que yo me olvidara del tiempo y que estuviera mucho más enfocado en lo que tenía que hacer; la toma era mucho mejor, ella tenía razón. Quiero decir, el que está poniendo el micrófono te puede salvar la vida; muchas veces los utileros me han salvado la vida. Por eso es que yo intento todo el tiempo salvarles la vida toda vez que puedo.

RK: En cierto sentido, el actor u otros trabajan en la dirección del film.

RD: Tengo que estar al tanto de lo que está ocurriendo. No puedo estar encorsetado porque forma parte de mi relajación en el set. Yo creí que era un defecto mío hasta que lo escuché a Mike Nichols hablar de una cosa que hacía Jack Nicholson… ¡Me estoy comparando con unos nombres!

RK: No tiene importancia; seguramente son experiencias compartidas.

RD: Cito estas cosas porque te reconfortan en el sentido de que no te sentís solo: Nichols contó que Nicholson solamente podía relajarse en el set si se sentía en familia. Sabía lo que le pasaba al utilero, qué le había pasado al cámara con el hijo, o qué sucedía con el tipo del foco que había tenido un accidente. Decía: “Teníamos 15 o 20 minutos de arranque; Nicholson llegaba y tenía que hablar con todo el mundo. Después de que hablaba con todos, se tomaba un café. Yo sentía que se sentía como en su casa y entonces ahí le podías pedir lo que quisiéramos. Si no, se sentía como atacado. La sensación era de hostilidad”. A mí me pasa eso; en verdad, me viene pasando desde hace muchos años. No puedo estar disociado de lo que está ocurriendo alrededor. Porque si no, siento que estoy haciendo un casting y que estoy dando una prueba. En cambio, si estoy en familia, si estoy con amigos, si estoy con gente que es capaz de venir y decirte “Pedí otra, porque vos lo podés hacer mejor”, me pueden pedir lo que quieran, sacar lo mejor de mí; en esas condiciones, yo puedo saltar al abismo.

RK: En La cordillera hay varios actores y actrices notables. El trabajo de Gerardo Romano, por ejemplo, es excelente. Considerando este sentido de interpretación que involucra un sentido colectivo, ¿cómo funcionó con ellos la construcción creativa y en común del espacio de la escena? Dolores Fonzi y Érica Rivas son también presencias fundamentales.

RD: Son todos intérpretes muy poderosos, y Romano está extraordinario. Lo de Rivas y Fonzi es ya de otra línea y frecuencia, la más finita de todas. Porque ahí hay muchas cosas que no se dicen, cosas que se pueden entender casi te diría químicamente. Sobre todo, teniendo en cuenta el caso de Dolores, concretamente; es nuestra cuarta experiencia juntos. Ya tenemos un camino andado y somos muy amigos, y nos conocemos, lo que no es necesariamente algo favorable. A veces es mejor descubrir al otro en vivo. Dolores tiene mucho de esto que estábamos hablando recién. Tiene una mirada muy interesada por todos estos aspectos que acabamos de mencionar. Érica es una actriz increíble; tiene una caja de herramientas con posibilidades increíbles. No sé si le interesa esto que estamos hablando sobre la experiencia colectiva. Eso es algo que no tuve oportunidad de comprobarlo; es la primera película que hacemos juntos, pues en Relatos salvajes estábamos en episodios separados. La interactuación con tus colegas es un capítulo aparte. Ahí yo soy de los que creen, como la vieja escuela, que no hay nada que supere la generosidad. Es decir, yo necesito que estés muy bien, y que, en todo caso, incluso, me arrastres, y me obligues a superarme. Y para eso tengo que hacer todo para estar a tu servicio. Todo lo contrario de otras escuelas, en donde se andan jodiendo para sacar al otro del plano. Hay muchas anécdotas muy graciosas al respecto, otras patéticas pero no menos graciosas. Yo creo en la generosidad. En el escenario, ni hablar. El cine, paradójicamente, al ser tan particularmente pormenorizado, trabajando en una subdivisión de planos y tomas, pareciera ser inadecuado frente a esta idea de apelar a la generosidad del otro. Pero, en realidad, la plataforma de despegue, la plataforma emocional, el ADN que tiene que tener un film, la atmósfera que necesitamos se construye en ese colectivo; la tenemos que construir contribuyendo cada uno a través de nuestra generosidad al servicio del objetivo, que es hacer eso de la mejor forma posible. ¿Cuál es la mejor forma posible? Que no se note que estamos actuando. Que parezca que estamos pensando por primera vez lo que estamos diciendo. Es decir, buscar la verosimilitud, la credibilidad; ese es el trabajo más difícil de todos. Por eso es que creo que la herramienta más grande de un actor es el pensamiento. Yo necesito que vos creas que estoy pensando en lo que voy a decir ahora por primera vez.

RK: Hay un momento que es clave en La cordillera, una escena de antología, que coincide con la aparición de Christian Slater. Es una escena formidable, la más cercana a Nueve reinas.

RD: Son dos tahúres…

RK: Exactamente. ¿Esa escena estaba escrita tal cual como terminó siendo?

RD:  Está tal cual como fue escrita. Lo único que hicimos con esa escena fue cambiarla del castellano al inglés.

RK: ¿Fue una idea tuya?

RD: Sí, fue una idea mía; en verdad, no fue solamente mía. Por supuesto que Santiago ya lo había pensado. Pero él estaba más recostado sobre la idea de que un tipo que venía a una cumbre latinoamericana probablemente tuviera ya una experiencia con la lengua y con el idioma y pudiera hablar. Yo me acerqué a él, pues Santiago es un director que tiene las cosas claras pero que está abierto, y gracias a esa apertura que él me mostró le dije realmente lo que pensaba: “Mirá, la escena descansa sobre las espaldas del visitante, que es el emisario. Él tiene la responsabilidad, aunque pueda cantar unos goles mi personaje. Pero el que tiene el peso del texto y la declaración es él. Lo que necesitamos primero es un buen actor, un muy buen actor que haga creíble eso. Es muy difícil que un actor estadounidense, aunque sepa hablar bien español, nos resulte creíble”.

RD: ¿Por qué?

RD: El tema en esa escena es que el idioma no resulte un obstáculo para poder hacer ese despliegue de artificio que él hace, ese alarde propio de los estadounidenses. Esa canchereada difícilmente la podría haber hecho en español. Además, me parece que tiene dos ventajas grandes: la verosimilitud de ese personaje, lo que acabo de expresar; la otra gran ventaja, es que si llega un emisario estadounidense, la película está virando. Hay una irrupción. Se cambia la dinámica. Respecto de mi personaje, me parecía muy bueno que este tipo que viene de una intendencia en una ciudad pequeña de provincia tenga que medirse con unos tipos que son mucho más grosos que él en el idioma de estos. Nadie sabe hasta ahí que habla inglés, y por otra parte evita tener testigos; ni siquiera un traductor de testigo capaz de saber qué iba a ocurrir ahí, porque él ya sabe qué es lo que va a ocurrir. A mí me pareció que eran dos agregados muy importantes.

RK: Es un momento decisivo para el personaje.

RD: En ese pasaje se evidencia una gran transformación del personaje. En vez de achicarse, elige…

RK: Y ese es el momento, para mí, en que se consagra como un buen canalla.

RD: Sí, pero ¿sabés qué? No quiero quedarme con la medalla de la selección, porque en realidad Santiago había pensado esto. Necesitaba que apuntaláramos esa idea y yo traté de apuntalársela con esta argumentación. Y estoy contento y orgulloso por eso, porque cuando salimos me dijo: “Hicimos lo que teníamos que hacer”. Es verdad, es mejor así.

RK: Te quería preguntar algo vinculado a una secuencia notable en el film, desde una lectura cinematográfica, que es la escena de la hipnosis. ¿Esto para vos resultó una sorpresa dentro del relato?

RD: No, no, no. Yo sabía perfectamente lo que íbamos a hacer. Apenas intervengo como referencia, pero igual estuve toda la secuencia porque me interesaba especialmente saber cómo íbamos a hacer eso. La gran incógnita era cómo íbamos a fusionar el relato general y este “desvío”, porque, además, es un momento de (otro) viraje en la película. Se introduce un elemento fantástico en un relato realista, o al menos una sugerencia de un elemento fantástico, porque es también la realidad…

RK: ¿Habías visto las películas previas de Mitre?

RD: El estudiante la vi dos veces; me gustó mucho. También me gustó mucho La patota. Pero El estudiante fue una irrupción en el cine argentino, porque me pareció una forma distinta de contar una historia conocida.

RK: Que estés presente en un film de Mitre es una indicación para otros realizadores más independientes. Es ostensible que estás abierto a trabajar en proyectos de distinta índole.

RD: Yo voy navegando, habilitado por la invitación en algunos casos de mis amigos, en otros casos de gente desconocida; he hecho muchas óperas primas. Busco ir más allá de la habitual zona de confort; busco el riesgo. Santiago es de esa clase de personas que te llevan de forma positiva a correr un riesgo en conjunto. Es un tipo que, cuando me contó la idea, ya me tenía del otro lado del mostrador Aún con el guion más perfecto del universo, nunca sabemos qué va a ocurrir. Depende todo de la fusión entre todos los intervinientes.

RK: Hasta que un film no está terminado, no se sabe nunca qué es.

RD: Muchas veces me preguntan si uno sabe cuándo se está participando en una escena que después va a ser mínimamente memorable. Es difícil saberlo, sobre todo en aquellas que dependen de una factura más técnica. Pero en las que son más clásicas, hay algo que ocurre en el set. Uno piensa: “Acá está pasando algo. Acá está pasando algo”. Recuerdo, por ejemplo, en El hijo de la novia, el relato de Héctor Alterio, cuando su personaje reconstruye lo que había sido el pasado de su mujer. Me acuerdo de que terminó esa (única) toma, nos miramos con Campanella, que estaba en el rack, y teníamos los dos los ojos llenos de lágrimas. El registro era fílmico. Me miró y me dijo: “No importa que haya pelo, que haya nada; no me importa que esté fuera de foco; esto no se puede hacer mejor…” Nos quedamos con una sola toma. Campanella fue un tipo que me instruyó mucho, alguien que también me abrió muchas puertas, y que me invitó a ver. “Mirá acá; mirá lo que pasa ahí, mirá lo que pasa con el fondo…”. Los actores no estamos muy a cargo de eso, no sabemos mucho qué está pasando atrás. A mí ya no me ocurre más, no me pasa más que yo no sepa qué está pasando atrás. Quiero decir, hay cosas a las que tenés acceso, que después ya no podés desactivar.

RK: Cuando en el cine se habla de la puesta en escena, es el conjunto el que instituye el mundo que se representa.

RD: Es que de nada sirve que estés bailando un malambo en primer plano, si lo que está ocurriendo atrás es una contraescena. Si la dinámica de lo que ocurre atrás se pelea con lo que está ocurriendo adelante, si no lo permite, si no lo apoya, si no contribuye… Hay tantas cosas que intervienen en una escena; es tan interesante, desde ese punto de vista, considerar los colores que intervienen en la elección del plano, en el cuadro, elecciones que determinan el peso en el cuadro, qué es lo que entra y sale del cuadro, qué se lleva la carga, qué la distribuye.

RK: Nos habíamos olvidado de Trapero, que también, estimo, es importante en tu carrera.

RD: Trapero me enseñó a mí que cuando vos querés que tus actores se metan en el barro, te tenés que meter vos en el barro. Eso también lo aprendí de Bielinsky: cuando llegamos al bosque para filmar El aura, resultó muy traumático. Me dijo: “Recordame siempre que no se puede escribir una historia que transcurra en el bosque desde una oficina en Palermo. ¿Cómo no me vine a vivir acá tres meses, a internarme adentro de una cabaña en el bosque?”. Yo sé a qué se refería. Nosotros llegamos y nos encontramos con un bosque florecido. Él quería que fuera un bosque oscuro, húmedo, lúgubre, asqueroso. Y nos encontramos con que era octubre: la retama, la flor amarilla había florecido y había bañado todo el sur. Fue un momento muy traumático. Estuvo a punto de abortar la película en ese momento. De directores como Trapero y Bielinsky, como también de Mitre, se aprende a partir de la estructura de pensamiento. Se puede aprehender cómo concibieron una historia, cómo la planearon y la fueron puliendo.

RD: ¿La primera vez que viste La cordillera fue en Cannes?

 No. Mitre tuvo mucha generosidad conmigo. Me fue invitando a sesiones.

RK: A ver los cortes.

RD: Sí, cortes y modificaciones. Tuvimos la necesidad de cercenar una porción de la película que era muy valorada por nosotros. Y era muy fuerte y muy contundente, y para eso él tuvo, además, la delicadeza de participarme, y decirme: “Mirá, me pasa esto. Tengo que cortar acá”. Se trataba de una secuencia que nos había costado tremendamente hacer, en donde yo hacía un monólogo de cinco páginas que a él lo tenía muy preocupado. Era un momento crucial, un color para el personaje que resultaba muy potente, porque era una declaración de principios sobre Latinoamérica, una evocación a la fraternidad, que posicionaba al personaje en una zona discursiva del progresismo, una declaración que hubiera contribuido a que el giro final fuera todavía más espectacular. Yo creo que por eso no quisieron que eso estuviera. Por razones de no ser petardistas. Pero Mitre tuvo hasta esa delicadeza. No es que lo cortaron, lo sacaron y yo me enteré después. De ningún modo. Yo fui estando al tanto de todos los movimientos que iba haciendo la película, incluso con las cuestiones musicales y demás. Me invitaron a participar de todo esto, pero no solo Santiago. Santiago sí, porque hoy ya somos amigos e hicimos esta experiencia juntos, pero incluso la gente de la producción; fueron muy amables conmigo. Nos confiamos entre nosotros.

RK: Cuando viste el resultado final, qué pensaste de ¿La cordillera? En Cannes, la recepción de un film argentino, y más todavía de estas características, está disociado del fuerte contexto nacional.

RD: Estás en otro lugar, estás corrido de eje; no estás en una zona de confort, estás lejos. La distancia ayuda mucho a ser objetivo. Lo primero que sentí es una gran felicidad por Santiago, porque sé que no hizo concesiones. No hizo concesiones. Fue presionado desde todos los ángulos posibles y no por la producción, sino por distintas circunstancias, contextos, coyunturas, los festivales. Esta cosa que vos sabés muy bien cómo ocurren, con las que yo estoy bastante en disgusto. Sentí que él pudo ser bastante fiel a sí mismo, y eso me puso contento por él. Después me gustó mucho la recepción que tuvo la película.

RK: Estás por filmar con el cineasta iraní Asghar Farhadi. ¿Qué expectativas tenés?

RD: Confío en él, porque me cae muy bien, muy bien. Nos reímos bastante en las charlas que hemos tenido. Nos entendemos en un idioma muy extraño, que se parece al inglés pero que no es inglés. Estoy en otro territorio, un territorio comanche, muy alejado de la zona de confort, lo cual me viene muy bien, porque no se puede vivir sin correr riesgos a nivel artístico, Estoy muy entregado a este proyecto: me gusta mucho cómo él trabaja con los actores. Volviendo a lo que hablábamos antes: es una nueva posibilidad de aprender; creo que voy a una zona de aprendizaje absolutamente desconocida para mí. Es un nuevo capítulo.

* Esta entrevista fue publicada con otro título y en otra versión por Revista Ñ en el mes de agosto. 

Roger Koza / Copyleft 2017