LA CASA DEL CINE / LA INQUIETUD

LA CASA DEL CINE / LA INQUIETUD

por - Columnas
04 Mar, 2020 11:12 | Sin comentarios
Un sueño, dos libros, el tiempo antes de filmar y el descubrimiento de un principio poético para poder hacerlo.

Para hablar de la inquietud, quisiera contar antes que nada un sueño de mi infancia, persistente y fértil. Es decir, un sueño que sobrevivió más de cincuenta años y que es capaz todavía de interpelarme en relación a muchas cosas que pensé y pienso en torno al cine.

El sueño es el más antiguo que recuerdo e involucra a mi madre y a una de sus primas. Las dos están sentadas en la cocina, sin mesa de por medio. No están una frente a la otra sino con el cuerpo inclinado a unos cuarenta y cinco grados en relación a la línea imaginaria que une sus miradas. Hablan pero no las escucho. La Ñata, la prima de mi madre, poco antes de mi sueño, había sobrevivido a un accidente doméstico: había estallado en su cocina una botella de alcohol de quemar y se había quemado una buena parte de su cuerpo. En el sueño están inmóviles, sólo sus bocas se mueven sin descanso, como si tuvieran una urgencia simultánea por contarse algo. Cae sobre sus cuerpos una luz cenital, dura, y las veo en un plano entero. Estoy presente, en ese espacio que parece una cocina, a unos dos metros de distancia, invisible para ellas. No es que vea mi cuerpo sino que tengo conciencia de ser yo el que mira. No escucho.sus voces, pero sí un río que corre entre las piedras. Tal vez, pensé muchas veces, el sueño ocurrió en Cosquín, donde pasábamos las vacaciones en esos años de mi infancia. Pero no lo puedo confirmar. Lo que sí recuerdo es que de pronto ocurre algo inesperado. Un impulso me lleva a levantar la mirada hacia la lámpara, que está fuera de cuadro. Alrededor de ella vuelan peces grises, como aves de carroña.

A veces, y esto es lo que me interesa, dudo de algunos elementos. Por ejemplo, no estoy seguro de escuchar el río entre las piedras. Me convenzo que sí al pensar que fue ese elemento el que provocó el movimiento de la mirada hacia arriba, como si, de alguna manera, la fuente de luz quedara asociada a la fuente sonora. ¿Por qué hubiera levantado la cabeza –en términos cinematográficos podríamos hablar de la necesidad del paneo- sin ese sonido que construyó el futuro hacia el que fueron mis ojos? Pero dudo de pronto porque se interpone otro elemento en el sueño: ahora hay sombras provocadas por los peces sobre los cuerpos de las mujeres. Podríamos pensar que su vuelo alrededor de la lámpara traza órbitas irregulares que los llevan por momentos a cruzar bajo la luz proyectando una sombra fugaz, discontinua, que incide en un hombro o en el pelo de alguna de ellas. Y entonces, son esas sombras que asaltan la percepción las que llevan mis ojos hacia arriba. No lo sé. A veces aparece el río en el recuerdo. A veces aparecen las sombras de los peces voladores.

Lo cierto es que los dos elementos tienen una función similar, ser una llamada del futuro, un destino desconocido hacia donde partir. Los dos elementos provocan una inquietud que incita al movimiento: hay algo nuevo que ver, algo que está afuera de la imagen que manda señales, habilitando un futuro. Y hacia allá parto en el sueño, sin poder evitarlo, porque esa llamada ya me habita, y encuentro peces que vuelan alrededor de una lámpara, sobre el cuerpo de dos mujeres que conversan sin parar. Si una inquietud me llevó a partir, el hallazgo contiene, a su vez, otra inquietud, porque en los peces hay algo que resulta amenazador, están al acecho de posible carne muerta. No dudo de esa sensación; está en la certeza de lo percibido, aunque ningún gesto o acción de los peces me permita corroborarlo. Hacia el futuro que inauguran los peces, me digo, ya no es necesario partir: resguardemos la fertilidad de la sugerencia.

II

El personaje de la novela “Lumbre”, de Hernán Ronsino, vuelve a su pueblo natal, Chivilcoy, porque recibe un llamado en el que su padre le cuenta que Pajarito Lernú, uno de sus amigos, amigo de su padre, murió en una situación confusa en la calle, y que unas horas antes de morir le dejó a Federico -así se llama el protagonista de “Lumbre”- de regalo una vaca. ¿Cómo dejar de oír ese llamado? Hacia allá va Federico, a la casa de su padre, al espacio familiar de su pueblo: “Primero se ve una luz y una forma que se imponen en el aire como una orden. Después, en esa luz, camino rápido las dos cuadras hasta la casa del Viejo. La luz bordea los edificios amputados. Y la forma espacial esconde una fuerza que arrasa. Ejerce sobre el cuerpo una presión semejante a la que padecen, por ejemplo, los satélites. Esa fuerza absorbente de los planetas. Esto es así: la captura del paisaje”.

Pero también, además de regresar a su pueblo, Federico va hacia ese futuro que instalan una muerte y una vaca atada en los viejos terrenos del ferrocarril, en lo que fue la zona de maniobras. “Antes, cuando llovía o se cortaba la luz, me gustaba meterme en la garita pintada de rojo y, así, dejarme deslumbrar por la inmensidad del cielo y sus tormentas. Ahora esto es apenas un baldío, rodeado por zanjas con agua servidas. Un punto impreciso en el devenir de la noche. Entonces decido rodear a esa vaca como se rodean las inquietudes con preguntas”.

Aunque Federico vuelva a su pueblo natal y a la casa de su padre, esa muerte y esa vaca lo llevan hacia algo nuevo. Eso nuevo no es algo a lo que podría permanecer indiferente; por el contrario, es un imperativo que demanda su atención y su movimiento. El personaje del sueño que he contado no pudo evitar alzar la mirada. El personaje de la novela no puede evitar ese viaje. La llamada ya instaló un nuevo futuro, un temblor en las.ideas y en la sensibilidad.

A su vez, del mismo modo que en el sueño de los peces voladores, eso que está en el futuro es insondable. No habrá para el enigma que asalta a Federico un destino luminoso, una respuesta satisfactoria. No puede haberlo. Pajarito Lernú está muerto. Las circunstancias previas a la muerte, y la muerte en sí misma, hablan desde la ausencia. Por eso, la inquietud abre caminos cargados de preguntas, senderos que se bifurcan, desajustes e imprecisiones en la percepción, un puñado de conjeturas. La inquietud, por un lado, nos pone en cuestión y en movimiento. Pero por otro, en el sentido que le otorgo al término, el futuro que nos ofrece es imperfecto. Es decir, los hallazgos que salen a nuestro paso están cifrados. Esa cifra para conservar su fertilidad no puede ser total, no puede ser del orden de lo hermético, de lo inaccesible. Es del orden de lo incompleto y de la incomodidad; es decir, materia de la poesía. Lo luminoso no son llamaradas de certezas, sino destellos de una enorme fragilidad, fosforescencias en la espesura del mundo. Los hallazgos nos hablan con balbuceos; dicen y callan. A esa idea de inquietud me refiero, a la que es acuciante y nos enfrenta con lo cifrado. La inquietud que te somete a una vigilia permanente.

III

La inquietud nos impone una interrupción de la continuidad, nos saca del cauce. Por lo tanto, da paso a una forma particular del tiempo en la que el devenir no puede tener ya la forma de los días impasibles, porque se altera y se tensa. El presente es algo nuevo, transfigurado. por la memoria o por la inminencia, y en el movimiento que se inaugura queda inscripto lo que se vive, humanizado.

Si me preguntan de qué me apropio, en el conjunto de cosas que constituyen las intenciones previas, a la hora de pensar una adaptación al cine de la novela de Juan José Saer, “Nadie nada nunca”, diría, antes que nada, de la experiencia particular del tiempo que es sostén del texto. Alguien mata caballos, se ensaña con sus cuerpos. Las versiones que circulan son múltiples. Van desde una peste que se apodera de las personas y mata por interpósita persona hasta otra en la que los mata la policía para meter gente en la cárcel porque sí, u otra en la que los manda a matar el gobierno para disimular maniobras militares. Lo cierto es que el futuro promete el horror. La vida cotidiana es arrasada por eso que se avecina: la ciudad sitiada, la intervención militar. Imágenes que accionan desde el futuro como una amenaza primero, como una realidad que avanza desde el fuera de campo e interrumpe la vida, después. En este caso, los personajes no van hacia ese futuro. El futuro viene hacia ellos.

Por eso creo que hay que filmar “Nadie nada nunca” como una pesadilla. Como una pesadilla de la que no se sale, sin afuera y sin adentro, y que para ello es clave la idea de inminencia. Cuando el Gato Garay le cuenta a Elisa que se internó en el campo, ella muestra su terror: “El campo, dice, y sobre todo de día, a la luz del sol le produce pánico. Siempre tiene la impresión de que entre los yuyos se oculta algoalgo que no espera otra cosa que la llegada de algún caminante para ponerse en evidencia”. Y unos párrafos más adelante: “¿Y de dónde viene, le pregunto a Elisa, sin mirarla, vuelto hacia el patio de tierra, de dónde viene ese miedo a encontrar, en el campo, precisamente en el campo, esos cuerpos olvidados que se deshacen a la intemperie? No sabe. No sabe, dice, pero es así. Ya empieza a ser difícil discernir, de un modo nítido, en la penumbra, sus gestos”. Algo puede sobrevenir en cualquier momento, en el río, los pastizales o en un balcón de una calle desierta de pueblo. Eso que puede aparecer, constituye siempre una amenaza y provoca terror porque pone en riesgo la vida y la percepción. Lo inminente es la fuente de la inquietud.

“El tiempo comienza a tener aroma cuando adquiere una duración, cuando cobra una tensión narrativa o una tensión profunda, cuando gana en profundidad y amplitud, en espacio.”, dice el coreano Byung-Chul Han en su libro “El aroma del tiempo”Cuando empecemos a trabajar con el grupo, en esa comunidad de acciones, fácticas y sensibles, que constituyen la realización de una película, me gustaría plantear antes que nada la idea de inquietud y discutir las estrategias de lenguaje que elegiremos para construir la experiencia particular del tiempo de la película que empezamos a imaginar. Para ello.nos preguntaremos si el sentido del horror que trae el futuro se vuelve pesadilla por la memoria del horror, la de los personajes y la nuestra. Tenemos que saberlo para filmar. Indagar en esa memoria para darle carácter a la amenaza que habla desde el futuro. Empezaremos a pensar en estas cosas y a buscar algunas respuestas en la materia del cine. Pensaremos entonces en la luz irreal de febrero, en los cuerpos en el agua y en el sexo, en los cuerpos desgarrados de los caballos. Y también en los intersticios entre los planos, y la relación de la imagen visual con la imagen sonora, y en lo ominoso que avanza desde el futuro, es decir desde el fuera de campo. Nos preguntaremos una y otra vez cómo se filma esta pesadilla junto al río. Y esa pregunta nos deberá llevar a esta otra: ¿cuál es el aroma particular del tiempo que imanta todo en la película que imaginamos? Esa será nuestra vigilia: la atención puesta sobre el lenguaje para reponer la experiencia particular que está en el origen: esa inquietud y no otra.

Gustavo Fontán / Copyleft 2020

Nota del editor: elegí para el encabezado del texto del autor, un fotograma de un viejo film de Terence Davies, porque no es otra cosa que la condensación de un sueño-pesadilla de ese estadio al que llamamos infancia. El texto empieza ahí, pasa por la literatura y termina en el cine.