ESA MUJER / ASH IS PUREST WHITE

ESA MUJER / ASH IS PUREST WHITE

por - Críticas
30 Jun, 2019 01:10 | Sin comentarios
Otro film del gran cineasta chino, es decir, otro segmento magnífico para seguir espiando sobre la Historia en tiempo presente de la nación más compleja del planisferio.

EL CINE DE LAS MUTACIONES

Hans Hurch, el mítico director de la Viennale hasta 2017, tenía la perspicaz idea de proyectar en hilera y en simultáneo, como si fuera una instalación, todas las películas de Jia Zhangke en orden cronológico, desde Xiao Wu en adelante, porque entendía que así se podían asir de un vistazo treinta años íntegros de la historia de China, el país más poblado del mundo y probablemente la primera potencia mundial de este siglo en curso. Pocos cineastas pueden reclamar un destino biográfico como el de Jia, una suerte de biógrafo lúcido de una nación definida por una mutación indetenible, capaz de innovar perversamente en materia ideológica como ninguna: ¿no es China una monstruosidad conceptual, algo así como un comunismo de mercado?

Esa mujer (Ash is Purest White) no es una excepción en esta prodigiosa recolección de percepciones y momentos de la Historia que es la obra completa del cineasta, cuya vertiginosidad integral debe confundir a todos los hombres y mujeres que todavía recuerdan el final de la Revolución Cultural y los reclamos democráticos de fines de los ‘80. Ellos son, además, testigos de las transformaciones geológicas, tecnológicas y económicas que delinean la vida de todo un país en el nuevo siglo. En efecto, lo que ha sucedido en menos de 50 años en China es literalmente una alucinación, una dimensión perceptiva que Jia suele incluir en sus relatos cuando un detalle fantástico se inmiscuye fugazmente en la trama. En esta ocasión, se trata de la trayectoria de un ovni, un instante poético que concentra y transmite tanta desolación personal como desesperanza social.

Esa mujer / Ash is Purest White, China-Francia-Japón, 2018

Escrita y dirigida por Jia Zhang-ke

Como suele ocurrir en los filmes del realizador, la extraordinaria actriz Zhao Tao es la protagonista casi excluyente del relato. En Esa mujer es la hija de un minero oriundo de Datong, encargada junto con su novio de una casa de juegos en la que distintos hombres de negocios apuestan diariamente. Ellos aún reivindican un viejo sentido de hermandad que no parece estar en consonancia con los cambios que se avecinan. La pretérita noción de jianghu en los labios de todos tiene algo de tara o fijación nostálgica, y al respecto Jia es explícito: en el país emergente, las reglas son otras, y el dinero y un modo pragmático de ejercer el poder imponen otras conductas. Es por eso que el (melo)drama se desata a propósito de un inesperado ataque callejero por parte de una banda juvenil. Al novio de Qiao lo desfiguran, y debido a su enérgica defensa frente a los pandilleros adolescentes su destino será la cárcel. La escena es notable por diversos motivos: el tiempo es perfecto, el montaje preciso y el estilo inconfundible. El detalle de un habano encendido en el interior de un automóvil cifra una estética.

El drama amoroso entre Qiao y Bin recoge casi dos décadas de historia, transcurre en distintas ciudades y patentiza cambios tecnológicos, proyectos urbanos y nuevas industrias económicas. Del 2001, pasando por el 2006, hasta llegar a nuestro tiempo, el discreto envejecimiento de los protagonistas es casi imperceptible en comparación con las ostensibles mutaciones de los ecosistemas y las formas de vida concomitantes. Una ciudad entera quedará hundida para siempre, los viejos trenes serán sustituidos por otros que alcanzan velocidades insólitas y los setentosos temas de Village People serán reemplazadas por canciones pop en mandarín, inconcebibles décadas atrás. Todo eso se ve, no se dice, y es el fondo histórico que contiene la dramática historia de los amantes.

La sensibilidad popular del cineasta se puede constatar en el inicio. El rostro de los humildes jamás está ausente en un filme de Jia. Basta filmar a varios trabajadores viajando en un colectivo para situar un punto de vista que siempre ha sido el mismo a lo largo de todas sus películas. Quien recuerde el inicio de Naturaleza muerta o el desenlace de Un toque de violencia puede inmediato reconocer ese imperativo estético. El pueblo no es una abstracción, tampoco una categoría marxista o una palabra exangüe en el vocabulario de los sociólogos; está constituido por los rostros solitarios de los miles de anónimos que el cine excluye pero que el cineasta vindica en cada historia que ha contado. Es que en las películas de Jia el paso del tiempo no está al servicio de una ilustración didáctica de los grandes temas de la Historia. Sucede todo lo contrario: lo que importa siempre es lo que la Historia hace con las personas. La escena del padre de Qia, encolerizado y alcoholizado, despotricando contra los nuevos patrones de la minería, resume el respeto por la figura del hombre desconocido, de aquel que apenas tiene un nombre y pasa por el mundo sin dejar rastros. No menos decisiva es la gran escena de amor entre los dos protagonistas, en el primer reencuentro que tienen en 2006, que se desarrolla en la habitación de un hotel. El plano es único y tiene un tiempo interno perfecto. En él se comprime todo: allí están las heridas y los anhelos, el egoísmo y la ternura; allí también despunta en los gestos y los silencios la intersección de la historia personal con la Historia, que condiciona aún los derroteros del deseo. Esa escena es tan increíble que duele, al menos cuando uno de los amantes no reconoce la mano que alguna vez le salvó la vida.

*Esta crítica fue publicada con otro título en Revista Ñ en el mes de junio de 2019.

Roger Koza / Copyleft 2019