CANNES 2011 (06): LOS RELIGIOSOS

CANNES 2011 (06): LOS RELIGIOSOS

por - Críticas, Festivales
17 May, 2011 01:50 | comentarios

El árbol de la vida

Por Roger Koza

Una de las películas más esperadas de esta edición del festival de Cannes era El árbol de la vida, de Terrence Mallick, un ícono del cine de autor de los ’70, cuyas dos primeras películas, Malas tierras y Días de gloria, constituyen obras centrales del cine estadounidense.

Después de 20 años sin filmar, Mallick mostró signos de vida cuando a fines de los ’90 hizo su tercera película, La delgada línea roja, uno de los pocos verdaderos filmes antibélicos, en donde la insania de la guerra se combinaba dialécticamente con un poema coral y meditativo sobre la naturaleza como reparo desde una perspectiva panteísta. Luego vino El nuevo mundo, una lectura fallida de Pocahontas, aunque algunos tramos de aquel filme eran estéticamente notables.

El árbol de la vida arranca con una cita bíblica y una luz tenue, quizás Dios, quizás la fuente de la vida. “¿Dónde estabas cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia”. La cita pertenece al libro de Job, y el film en su conjunto parece ser el esfuerzo del propio Mallick en responder a ese acertijo.

Después, un niño ha muerto y vemos cómo los padres (Brad Pitt y Jessica Chastain) intentan sobrevivir a la noticia. El consuelo religioso parece ser insuficiente. Inmediatamente, de Texas en la década del ’50 pasamos a nuestro tiempo. El hermano mayor (Sean Penn) recuerda a su hermano muerto y cavila sobre la vida moderna. “Todo es codicia”, afirma. Los planos en contrapicado de los edificios estimulan a fundamentar topológicamente la afirmación. Los edificios son erecciones de codicia, una arquitectura desprovista de aura, y de allí el contraste con el que Mallick registra a la naturaleza.

Y de pronto una revelación, acaso el génesis reconstruido por un cineasta dotado con un sensibilidad exquisita para plasmar lo numinoso. Es que en un momento se detiene la etérea voluntad narrativa y el filme salta y se despega hacia otro orden de representación; un collage casi experimental captura al film y destituye por varios minutos todo intento de relato. Entonces, el cine se emancipa de ese fervor humano por contar historias y de organizar el caos en relato, y explota una dimensión posible del arte cinematográfico. Es el mundo silencioso, el cosmos sin saber, un viaje literal en donde quien mira deviene en estrella, fósil, mineral, animal, éter. Planos de células, explosiones solares, géiseres, tiburones, paisajes diversos, eclipses, la Tierra, las montañas, los cielos, los pájaros, las medusas, el cosmos e incluso un embrión de un dinosaurio vivo y luego dos bestias disputando el poder en tiempos prehistóricos. De un drama familiar, Mallick presenta un escenario cósmico y sus misterios. Ni siquiera se puede hablar de representación, pues se trata de una experiencia. Es difícil no pensar en ese momento que uno está viendo algo jamás visto, un camino del cine que pudo haber sido pero no fue. ¿Es que Peleshyan tenía un hermano perdido en América? Sí y no.

Tras casi una hora de película, El árbol de la vida regresa a la tierra y vemos el nacimiento de los hijos de la pareja, el crecimiento y la severa educación impartida por el padre. Pitt es un patriarca y un milico, una combinación poco feliz. El padecimiento y el castigo son regla.

El árbol de la vida

Y vendrán los últimos 30 minutos, y el filme deriva indefectiblemente hacia un nuevo poema visual, ahora kitsch y fervientemente religioso en el que la espiritualidad New Age y un evangelismo difuso van fagocitando tanto la totalidad del film como las inquietudes filosóficas de Mallick (quien supo alguna vez traducir algunas obras tardías de Martin Heidegger).

En El árbol de la vida todas las películas de Mallick están contenidas. El estilo es inconfundible: los zigzagueos de la cámara en un movimiento coreográfico constante son constantes; la búsqueda de hallar un registro sobre la naturaleza en donde la physis pueda ser expresión indirecta de la gracia un imperativo; la voz en off como oraciones de un discurso anónimo, o más bien como expresión de la humanidad en su conjunto se escucha desde el principio. Las sombras adquieren vida; hamacarse es una cifra paradisíaca; la música clásica una necesidad espiritual. Las meditaciones de Mallick están presentes y se reconocen: su tema predilecto es la caída, tanto en su sentido filosóficos como teológico. Los hombres han caído en un desvarío ontológico, han traicionado el contrato natural: la Tierra ya no es hogar sino mero terruño de explotación. Aunque existe la gracia, la intervención de otro orden que modifica nuestro ser en el mundo.

El problema de El árbol de la vida es que siendo en un inicio una interrogación cósmica hiperbólica se transforma en la puesta en escena de un dogma trivial sostenida en una iconografía berreta. La pestilencia de una sabiduría perenne bautizada en California deviene en metástasis. Esta insólita voluntad de afirmar y decir, o mejor dicho, de evangelizar, finaliza vulgarizando una obra potencialmente colosal. De lo sublime se pasa al ridículo, y de la poesía cinematográfica al aforismo baladí ilustrado.

El film no había terminado y se escucharon los famosos abucheos de Cannes. La película dividirá a la crítica y al público. Mallick ni siquiera fue a la conferencia de prensa. El árbol de la vida, que llegaba como candidato indiscutible, no tendrá una acogida benevolente. Tendrá detractores como apologetas, incluso entre los críticos incrédulos, pero lo que costará será pensarla. Y es un film que todavía necesita tiempo. Es que El árbol de la vida es una película contradictoria, experimental, escurridiza, a veces solemne y desprovista de humor, pero dirigida por un director que parece haber aprendido su oficio en un universo alternativo; pensar con justicia El árbol de la vida puede ser tan difícil como analizar el misterio de la Trinidad y el sexo de los ángeles. La burla es la aptitud lógica de los necios; la credulidad, su correlato necesario, comporta siempre una conveniencia y un poco de vagancia.

Roger Alan Koza / Copyleft 2011