TIERRA DE LOS PADRES

TIERRA DE LOS PADRES

por - Críticas
16 Dic, 2012 02:43 | comentarios

**** Obra maestra  ***Hay que verla  **Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

Por Roger Koza

LAS BASES

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Tierra de los padres, Argentina, 2011.

Escrita y dirigida por Nicolás Prividera

**** Obra maestra

La segunda película de Nicolás Prividera confirma la importancia de su cine en el contexto del cine argentino contemporáneo

“¿Cree usted que a punta de dicterios y de bayoneta conseguiremos alguna vez que de los elementos que nos ha legado la vida colonial; de la anarquía habitual que nos ha dado la república (…) salga una organización política intachable?”.

Entre las citas que leen los vivos de los muertos que reposan en la necrópolis aristocrática de la Recoleta, esta epístola de Alberdi a Sarmiento, de 1853, es mucho más que una cita en la extraordinaria Tierra de los padres. Es la evocación de una razón y una razonabilidad que no excluye a nadie: el bárbaro tiene sus razones, pues no es una bestia aún no redimida por la ilustración blanca. Más allá de aquel contexto, en el film de Prividera las citas de Alberdi instituyen un organizador conceptual para el conjunto de planos y lecturas que repiquetean como una batalla discursiva inacabable. El nacimiento de la nación fue violento, el desarrollo de su historia también.

Distintos lectores, casi siempre frente a las tumbas de los autores de los textos elegidos, ponen su voz. Militares, presidentes, comunicados anónimos, periodistas e incluso poetas son nuestros fantasmas. Lo que dicen aún pervive; aquellos textos pretéritos podrían haber sido escritos en el 2008, por ejemplo. Rosas, Mitre, Lavalle, Moreno, Urondo, Ascasubi, Silvina Ocampo, Lugones, entre otros, resucitan, y en sus palabras la lucha de clases, mucho más que un concepto marxista, palpita entre los silencios. Pero esto no significa necesariamente estar destinados a una confrontación campal.

No sólo están las lecturas y el mármol trabajado en símbolo; el cementerio, a pesar de su costado siniestro, es también un lugar vivo: están los turistas, los maestros y sus alumnos, los familiares, los animales. Unos gatos se disputan una paloma; una mariposa intenta remontar vuelo, los seguidores de Evita le cantan a su panteón la marcha peronista. Por cierto: la lectura de un pasaje de “Mi mensaje”, de Eva Perón, más que arengar por una empatía partidaria, se conjuga amablemente con varios planos de los trabajadores de la necrópolis, coronados por un plano justo sobre la tumba de David Alleno, un cuidador de mausoleos. La presencia de los trabajadores es una constante de la puesta en escena. No se trata de una inclusión caprichosa sino de una exposición ideológica. Los personajes conceptuales de los textos leídos se refieren en reiteradas ocasiones elíptica o metafóricamente a todos ellos: son los salvajes y los bárbaros, la mugre humana que supuestamente deshonra la estirpe de un país. En algún pasaje casi imperceptible, uno de los trabajadores habla en guaraní, un detalle exquisito, entre tantos otros, que constituye la materia del film.

La política formal de Tierra de los padres implica una forma de política. En principio no se trata de un film histórico, acaso habría incluso que retomar un viejo término de Nietzsche, lo intempestivo, para ubicar la fuerza secreta de la película. Aquí, ningún prócer resucita con sus patillas y atuendos para entrometerse en el cuadro cinematográfico y jugar con ese procedimiento absurdo y cómico, pocas veces conjurado en el cine histórico: la representación de una época. En esto Prividera asume completamente una evidencia: el cine sólo registra el presente. Pero, entonces, ¿cómo (de)mostrar las epistemes que configuran las luchas discursivas de la nación? La asumida veta Straub-Huillet es una huella menor, casi anecdótica (lo mismo respecto de la otra referencia ineludible, las tumbas de John Gianvito). ¿Por qué si alguien lee frente a una cámara ya debería ser decodificado en esas coordenadas? Prividera no busca la naturaleza ahistórica como escenario, una estrategia de puesta en escena por la que los viejos textos de antaño quedan destituidos de una referencia específica y de ese modo se derrota la representación. El extrañamiento radical de los Straub apoyado en una universalidad abstracta del escenario natural y conjugado con un antinaturalismo sonoro en las lecturas está ausente en Tierra de los padres. El procedimiento es casi opuesto. El cementerio funciona como una cantera arqueológica y fantasmal de los discursos del presente (de allí que hacia el final en los planos generales sobre el cementerio suenan al unísono todos los textos). Como espacio simbólico La Recoleta está saturada de signos y Prividera en su registro destierra cualquier gesto minimalista. La profusión de signos escritos y leídos, incluso las citas que se ven y no se leen, como la de San Agustín, entre otras, estimulan un hiperrealismo omnipresente e intempestivo de todos los discursos, modalidades de enunciación que chocan entre sí hasta el infinito. Se trata de una historia de la verdad acerca de la verdad de la historia, desde donde se fundamentan y se anclan las luchas del persente. En lo específico y singular reside la universalidad de la película. Prividera, en cierto sentido, no contrae deudas con ningún cineasta anterior, lo que no implica que esté buscando el reconocimiento de un supuesto mérito de originalidad. La forma elegida, en todo caso, es la que él cree necesitar en esta circunstancia.

Si bien el material de archivo que abre la película (un montaje visual con varios episodios sangrientos de la historia argentina del siglo XX, incluido el 2001, musicalizado con el himno nacional) y el magistral cierre (un travelling aéreo sobre el cementerio, con algunos compases de Verdi de fondo, que desemboca en el camposanto de aguas marrones sin tumbas) dan la impresión de que Argentina es toda un destino violento, hay voces que, sin negar los conflictos, prevén otros caminos. Es que en Alberdi, Walsh, Gianuzzi (y en este film de Prividera) se vislumbran otras bases discursivas para la república.

Esta crítica fue publicada en una versión diferente por el diario La voz del interior y en esta misma versión por la revista La rana, número 10, año 2012.

Roger Koza / Copyleft 2012