SEGUNDA UNIDAD. LA COLUMNA DE SEBASTIÁN MENEGAZ: EL CINE ANTES DEL CINE

SEGUNDA UNIDAD. LA COLUMNA DE SEBASTIÁN MENEGAZ: EL CINE ANTES DEL CINE

por - Columnas
18 Feb, 2018 11:57 | 1 comentario
En la primera entrega para su columna, el cineasta Sebastián Menegaz especula sobre el cine antes del cine y para hacerlo toma de interlocutor imaginario al gran Alexander Kluge, entre otros notables.

Olor a fango y a proteínas de pescado, mezclado -todo aquello- con el olor del agua salada. (Que está presente -¡como el genius loci!- tanto en uno como en las otras). Hay en los símiles que Venecia instila un coágulo en sustancia que consiente por igual -y no menos con cierto alarde de superposición- a la cosmogonía y el estertor (al humus y al derrubio, al cataplasma y al cólera). Alexander Kluge [120 historias del cine, Caja Negra Editora, Buenos Aires] sustrae además una brisa fuerte (son éstas sus palabras y es suyo el recaudo de este contradicto in adiecto que arquea una prosa más bien metalúrgica –la manera de insertar diálogos en Kluge recuerda a una perfecta línea de remaches sobre el casco de un rompehielos) que sopla desde el otro lado [las bastardillas son mías] del Mar

Adriático. Vale tomar por asalto ese fuera de campo: el puerto de Pula, sobre la costa noroeste de Istria. ¿Esa brisa fuerte ocasionada por el movimiento -de suave turbulencia- de la pluma de Arthur Posnasky? (Los sonidos de la rozadura de su pluma sobre el papel se me antojan truenos lejanos que no llegan todavía hasta la mesa en la que Kluge espera, ya en el siglo veintiuno, de un momento a otro, al profesor Eric Kandel). Al otro lado del Adriático es 1895 (esa brisa fuerte es también parpadeante) y Posnasky, alumno de la Academia Real e Imperial de Pula, flamante Ingeniero Militar Naval de la Armada Austrohúngara, escribe algo titulado Die Ostrinsel und ihre Praeshistorichen Monumento. No importa: es el primer movimiento de una biografía (¡latinoamericana!) infilmable. Las únicas que valen la pena el intento. (Convido al nauta al naufragio.)

No obstante me interesa detenerme un segundo más en el olor de Venecia. Menos para ir al punto que para sofocar las adyacencias. Para Joseph Brodsky, que visita la ciudad en invierno, es el olor de las algas heladas; sinónimo de un sentimiento añadido que enuncia con impedancia: la felicidad absoluta. (¿El olor transportado del origen?) “Para algunos, es el olor de la hierba o del heno recién cortado; para otros, el aroma navideño de las agujas de las coníferas y de las mandarinas. Para mí, son las algas heladas, en parte por aspectos onomatopéyicos que se conjugan en esta palabra (en ruso, alga es la maravillosa vodorosli), en parte también por una pequeña incongruencia y un drama subacuático que se oculta en esta noción”.

Por Venecia y de un Nobel a otro [de Brodsky a Eric Kandel, Premio Nobel de Medicina en 2000] la idea de ese drama subacuático -¿la infancia?- se recrea en otro no menos incongruente y no menos pequeño: el fundamento fisiológico del cine. Kandel y Kluge conversan en la terraza del Hotel Excelsior –las líneas de diálogo: discoidales y pulidas como pernos. “Durante 1/48 de segundo hay oscuridad, durante 1/48 de segundo una imagen recibe luz”. (A sus espaldas, como una formación de nubes: la Mostra). “¿Qué ve el cerebro de todo eso? ¿Ve el negro entre las imágenes, la fase de transporte?” “El cerebro ve el negro de modo continuo, mientras que ese mismo cerebro ve la imagen como continua, aunque centelleante”. “Alternancia que da, en una película de dos horas -agrega Kandel- una hora completa de oscuridad”. (El punto aparte aquí tan solo para recaudar el misterio de proporciones.)

La conclusión que desenvaina Kluge, sin embargo, atenuado su efecto extático (el propio de la conclusión como género en sí, pero sobre todo el de la cinefilia que en este caso acaudala) pierde temperatura, se enfría conforme la transcribo. “Solo la mente humana (y desde la edad de piedra) -son sus palabras- estaba dotada para el cine. En tal sentido, la invención de las salas cinematográficas condujo a un “reconocimiento”: algo que los grupos de células cerebrales habían ensayado desde siempre, ahora se ofrecía como vivencia. Allí residía el milagro del cine”.

La magnitud del intervalo (que podría ser ilustrado aquí como un radio), trazado entre la “experiencia cine” (sobre la circunferencia) y las condiciones fisiológicas que la vuelven experimentable (en el centro), parece no obstante recrear menos -o si se presta: con menos propiedad- la distancia que separa ese supuesto “ser para el cine” de su efecto (el invento cine en sí), que de la formulación teórica que en este caso, todavía cien años más tarde, postula tal círculo.

Como las teorías de Chevreul sobre el contraste simultáneo de los colores, aquellas – por citar esa- que dan cuenta de que el color tiende a colorearse de su complementario al yuxtaponerse dos objetos coloreados (por ejemplo: dos puntos) (¿por lo que se podría aseverar que solo la mente humana, y desde la edad de piedra, estaba dotada para percibir un cuadro de Paul Signac?), el milagro del cine no parece incorporar sino -y para sostener el sustantivo dialéctico que emplea Kluge- el milagro de cierto “ser para la representación”, que -contra ciertas compresas evolucionistas- parece desarrollar la forma (la especie) para crear el medio. (Algo así como una ventaja de desadaptación). Habitual en estos asuntos más bien apasionantes, la pertinencia polifónica de Plotino trufa aquí un manjar de rara fuga: “Es necesario que el ojo se haga semejante al objeto que ve para aplicarse a contemplarlo”.

Ver el cine antes del cine, presente como una suerte de mónada, sea en las paradojas del movimiento de Zenón, sea en las ideas sobre el ritmo de San Agustín (que son las de Pitágoras y serán las de T.S. Eliot); sea en los ideales de puesta en escena de Velásquez o de puesta en serie en Degas (en su sistema de encuadres desplazados); en los “Interior-Día” de Vermeer; o de Vermeer asimismo en su disposición natural para ser reproducido (para la disolución del registro en el concepto); en el retablo flamenco o -¡de pronto con flamante deslumbramiento!- en la ópera de Pekín, es una tarea tan acariciante, tan tersa -y acaso por eso mismo- como falaz. Exceptuar desde la síntesis, en la propiedad aislada, la complejidad del elemento, es una maniobra contraria a la expansión que esa misma maniobra simula halagar. No basta la cinefilia para reconocer en todo lo anterior -o en las teorías de Kandel, se me ocurre- otra cosa que la cinefilia misma. Me quedo, en tal sentido, con la idea fugaz, de paso concentrado (¡el airoso trote en equilibrio de Nathanael West!) del cine como vertedero. “Pensó [Tod] en El mar de los sargazos, de Janvier. Así como ese imaginario cuerpo de agua era una historia de la civilización en la forma de un vertedero marino, el campo del estudio era aquí otro, un vertedero para los sueños”. ¡Sólo para reclamar que se reedite, ya, The day of the locust! (Si acaso era otro el purpose of de este artículo). “Desde allí podía ver [Tod] una selva compuesta por un búfalo atado junto a una choza de hierba. Cada tantos segundos el animal mugía musicalmente. De pronto un árabe pasó sobre un garañón blanco […] Poco tiempo después vio un camión con una carga de nieve y varios perros esquimales. […] Arrojando el cigarrillo, fue a las puertas giratorias del salón. No había nada detrás de este edificio: se encontró en una calle de París. La siguió hasta el final, llegando a salir a un patio romano. […] Llegó luego a un pequeño lago donde flotaban cisnes de plástico. […] Tod cruzó el puente y siguió un caminito que terminaba en un templo griego dedicado a Eros. […] Desde los escalones del templo podía divisar a la distancia un camino de álamos lombardos. […] Se abrió paso en un enredo de espinos, casas viejas y hierros viejos, flanqueando el esqueleto de un zepelín, una estacada de bambú, un fuerte de adobe, un caballo de Troya, unas escaleras de palacio barroco que comenzaban en un lecho de hierbas malas y terminaban contra las ramas de un roble, parte de la estación de la calle

Catorce, un molino holandés, los huesos de un dinosaurio, la parte superior del Merrimac, la esquina de un templo maya, hasta que finalmente llegó al camino”. (En un vertedero de sueños, se me ocurre, toda dirección es vigilia.)

ilustraciones: Le Grand Canal à Venise, Paul Signac, 1905; 2) Pluriverse, Alexande Kluge, 2016

Sebastián Menegaz / Copyright 2018