PARAÍSO PERDIDO

PARAÍSO PERDIDO

por - Ensayos
20 Mar, 2023 12:36 | 1 comentario
Un elogio y algunas hipótesis sobre el rol de los intérpretes en la creación cinematográfica. También un diálogo entre escritores y pensadores del cine corridos de los focos y las geografías centrales.

Además del de Bresson, existe otro libro llamado Notas sobre el cinematógrafo. Su autor: Roberto Arlt. En sus páginas se pueden leer una serie de notas publicadas en el diario El Mundo entre finales de los 20 y principios de los 30, donde el autor de El juguete rabioso aborda desde distintos ángulos el novedoso arte del cinematógrafo. Con una prosa tan directa como perspicaz, Arlt critica películas, cuestiona costumbres molestas de los espectadores de los “biógrafos” porteños y denuncia escuelas que dictan clases para formar estrellas de cine bastante flojas de papeles. La colección es impar, pero con algunos grandes hallazgos. En una nota llamada “Viendo actuar a Emil Jannings” que data de noviembre de 1929, el escritor florea con halagos al actor alemán a partir de su trabajo en una película llamada Alta traición. Ni el autor ni los editores del libro se molestan en mencionar, siquiera en una nota al pie, al director de la película o su título internacional. 

En esa película Jannings interpreta al Zar Pablo I en una trama que, según dice Arlt, carece de importancia ya que el intérprete germano arrasa con la atención gracias a su rostro que revela un abanico de estados de ánimo: «Inconsciencia. Locura. Lujuria. Gula. Terror. Libidinosidad. Ferocidad. Espanto. Coraje. Astucia.”, enumera fogosamente Arlt antes de preguntarse qué es, en efecto, la película. Su respuesta y síntesis del film son punzantes: la película es “los estados de un desequilibrado revelados por el trabajo muscular del semblante de Jannings”. La imagen planteada es potente y revela lo bien que se le habría dado un ejercicio sostenido de la crítica de cine al escritor. Pero hay algo más: se constata una esencialización del rol del intérprete en esta contundencia. Un poco después, una idea sellada a fuego cuando Arlt afirma que “Emil Jennings es a la cinematografía lo que un Andreiv o un Dostoievski son a la novela. Las más altas representaciones”. Sin más, son equiparados los responsables de la estética impresa en todas las palabras de una novela con el protagonista de un film; el hombre que mueve las emociones con su cuerpo y su rostro delante de cámara es concebido como el dueño del medio cinematográfico, como su autor. 

Emil Jennings en The Patriot 

Quien busque en las guías de historia del cine el título original y la ficha técnica de Alta traición se llevará una sorpresa: el electrizante título nacional reemplaza al de The Patriot (1928), película dirigida por Ernst Lubitsch, hoy perdida casi en su totalidad. En otra nota en la que Arlt lanza una diatriba contra unas tramposas academias de cine y conservatorios de declamación, aparece una categoría definida: artista cinematográfico. “Se nace artista cinematográfico, como se nace poeta, novelista o malandrino”, afirma en el texto no sin añadir como advertencia que el éxito de estos depende de ser descubiertos por un “técnico de cine”. En la mirada de Arlt (y presumiblemente en la del sentido común de su época), los artistas cinematográficos serían los Jennings y los técnicos de cine los Lubitsch.

A partir de los años 50, cuando comenzaron a acuñar y extender el concepto de auteur, los críticos de la Cahiers du Cinéma (muchos de ellos futuros realizadores) rescataron a los directores de las garras de sus productores, les dieron un espaldarazo y los nombraron dueños y creadores de sus obras. Merecidamente los reivindicaron como artistas y en consecuencia los igualaron a los pintores, a los novelistas y a los compositores. Paso a paso, texto a texto, las películas dejaron de ser de Darryl F. Zanuck, David O. Selznick o Howard Hughes para pasar a ser de John Ford, Robert Siodmak o Howard Hawks (al ver los afiches originales de How Green Was My ValleyThe Spiral Staircase o Scarface, se entrevé una breve ilustración del lugar secundario e incluso terciario que tenían los directores en la consideración pública). Cuando Arlt escribía sus encendidas columnas, aún faltaban décadas para que tamaño cambio de paradigma sucediera (en el cual aún seguimos imperturbablemente insertos).

La influencia de los cahieristas en los años de emergencia de nuevos cines a lo largo y lo ancho del mundo no tardó en llegar a la Argentina. Si la Cahiers du Cinéma fue cómplice de la Nouvelle vague, la revista Tiempo de Cine hizo lo propio con la renovación vernácula que significó la Generación del 60. En Argentina el pasaje del ejercicio de la crítica a la realización no tuvo tantos ejemplos como en el caso francés. Un exponente de este movimiento entre roles es Edgardo Cozarinsky, crítico en revistas como Tiempo de Cine y Cine & Medios, luego cineasta y más tarde novelista. En 2010 BAFICI publicó Cinematógrafos, un libro donde se compilan una treintena de críticas y ensayos de su autoría escritos y publicados a lo largo de distintas décadas y para variados espacios. La cercanía de Cozarinsky con la crítica y la cultura francesa son evidentes, pero hay algo que vibra en el asincrónico título de este maravilloso libro y que se comprueba en su prosa: Cozarinsky mira el cine con ojos con heterocromía, con un color que es el de la modernidad cinematográfica y otro de un pasado anhelado, misterioso, aún maravillosamente germinal.

En uno de los ensayos del libro titulado con austeridad “Actores argentinos”, Cozarinsky elogia cierto grado de ingenuidad que existía en el pasado: “Durante años sólo Hitchcock, entre los directores, había gozado de la notoriedad propia de una estrella. El público iba a ver un film de Ingrid Bergman o de Gary Cooper, de Mirtha Legrand o de José Gola”. Este era un estadío demarcado por una concepción del cine a la que la generación de Arlt suscribía y que Cozarinsky describe como un “paraíso elemental” del que hemos sido echados. La idea, además de hermosa y precisa, coloca por elevación a los cahieristas en el lugar de unos dioses celosos que rescatan y castigan al mismo tiempo que revierten una injusticia desmedida a precio de un destierro desmedido. Pero, a pesar de todo, plantea también Cozarinsky que algo pervive de esa ingenuidad vejada: “por más que hayamos sido expulsados de aquel paraíso elemental, una verdad sobrevive en esa actitud(…): los actores “dan la cara”, no están protegidos por la invisibilidad en que se trabaja del otro lado de la cámara. Sus carreras, frágiles o prolongadas, suelen depender menos del talento de composición, to­dopoderoso en el escenario, que de ciertas cualidades —encanto, mis­terio, comunicabilidad— que la cámara descubre y el público percibe espontáneamente”. 

Dolores del río en El precio de la gloria

Contemporáneo de Cozarinsky, Manuel Puig fue un escritor que definió su estética literaria en su vínculo con las artes populares, principalmente con el cine. Pero no con cualquier experiencia cinematográfica, sino aquella que vivía de jovencito en su General Villegas natal, en funciones continuadas, inmerso en cines que no eran menos que palacios, con copias gastadas por su pasaje previo por las grandes ciudades y con películas que sugerían la existencia de otros mundos. Si el cine es un arte que imprime un vivir tensionado entre la fantasía y lo real, Puig se definió a sí mismo persiguiendo las películas inclinadas sobre lo primero. En 1975, en una conferencia leída en los Estados Unidos compilada en Los ojos de Greta Gabro (libro de textos de cine publicado post-mortem), el autor de Boquitas pintadas prodiga lo que es a la vez un elogio a la interpretación y una apasionada declaración de un principio poético cinematográfico. En “Una actriz y sus directores”, Puig critica la hegemonía autoral de los realizadores y defiende la posibilidad de concebir a una intérprete como autora cinematográfica. La mujer elegida para dar tal batalla es la actriz mexicana Dolores del Río.

Esa concepción (diría Cozarinsky sin un ápice de menosprecio) elemental y paradisíaca de la autoría artística cinematógrafa que tenía la generación de Arlt, es retomada y argumentada cuarenta años después como contrarrespuesta al dominio de los auteurs. Puig narra el primer encuentro de Dolores del Río (en la que apenas era su tercera película) con el ya entonces experimentado director, pero aún no ampliamente reconocido, Raoul Walsh. A lo largo del metraje de El precio de la gloria (1926), Walsh le extrae una performance medida y correcta a la joven actriz, nada despampanante. Pero de pronto, cerca del final de la película, llegan los primeros planos de la estrella desconocida, reservados hasta entonces como un as bajo la manga. “En ese momento nace un mito”, sentencia Puig ante ese “rostro irrepetible”. La primera colaboración de la dupla es un éxito tal que el estudio insta a hacer dos películas más que explotarán a tope, aprecia Puig, “los valores plásticos de la actriz, que habrán de ser no sólo estáticos –máscara y silueta– sino también dinámicos”. En sus siguientes trabajos, Los amores de Carmen (1927) y The Red Dance (1928), Walsh se ve obligado a rodear a del Río con elementos de la composición de la imagen cada vez más cuidados y minuciosos para realzar la expresividad de la actriz. Hipotetiza Puig que a partir de este encuentro con del Río “Walsh habrá de distinguirse por la acertada ambientación de sus filmes, a su ya reconocida capacidad de narrador unirá esa especial preocupación suya porque lo visual pase a ser un elemento dramático más, siempre evitando el regodeo estetizante, la complacencia”. Como en el juego del huevo y la gallina, el escritor villeguense se pregunta quién modeló a quién, si Walsh a del Río o del Río a Walsh. Sin dudas, podemos adivinar su preferencia. Es así que, profundizando en su elogioso alegato, Puig se refiere al ingreso de Dolores del Río a la industria mexicana y a su encuentro con el realizador Indio Fernández. Una relación artística sinuosa hasta que Fernández “encuentra definitivamente su estilo, cuidadosamente pictórico y de lenta cadencia, y lo encuentra tal vez de modo indirecto, al esforzarse por señalar los contornos estatutarios de Del Río y Armendáriz, y más aún, al tratar de integrar al escenario nacional la “terca” irrealidad de Dolores del Río”. La verdad que sobrevuela las líneas del escritor es innegable: por su plástica o su condición de mito, hay rostros, cuerpos y ojos irrepetibles que afectan las decisiones estéticas que confeccionan una película al exigir maneras excepcionales de ser filmados. 

Lautaro Murúa en Alias Gardelito

En la microfísica de una película, ¿cómo se integra un intérprete de estas características? Mucho se ha escrito sobre el plano de La diligencia (1939) donde se nos muestra por primera vez a John Wayne, aquel rarísimo travelling frontal que irrumpe veloz como un relámpago para presentarnos el rostro que, a partir de ese preciso instante, definiría todo un género y representaría a una nación. ¿A cuántos actores les ha prodigado planos así John Ford? La investigación en ese terreno es tentadora, pero volvamos a casa que talentos y ejemplos sobran. En Alias Gardelito (1961), película donde realizador y actor confluyen en la misma persona, Murua conoce la dimensión de su propio rostro, la espesura de su presencia y las pieles de los personajes del pasado que se acumulan sobre su espalda. Desde los títulos iniciales el público espera impaciente al macho infalible de La casa del ángel (1957), al hombre sofisticado y viril de Demasiado jóvenes(1958) y al dueño de un inigualable vozarrón de tonada chilena trastocado a fuerza de yeísmos (un acento que quizás sea el primer culpable de su misteriosa elegancia). Su papel en el film es breve, pero la manera en que se presenta a sí mismo es ejemplar: “Disculpe, Ingeniero” (dulce metareflexión), dice el secuaz que se acerca al auto estacionado donde está Murúa, sentado de escorzo a la cámara y escondido de la vista del espectador gracias a uno de los bordes de la ventanilla que enmarca su inconfundible quijada. La confluencia total entre discurso y estética hace funcionar la escena a la perfección: este plano que muestra y esconde plantea tanto el suspenso que supone develar la identidad del jefe de una organización contrabandista, como el de preparar la entrada de una presencia cinematográfica al film. Con sólo ver su mentón podemos saber que ese ahí es Murúa y con saber que es Murúa sabemos que no se le puede escapar ninguna, que con él y los suyos no se jode o habrá consecuencias. ¿Quién es “el autor” de este recorte, quien es el responsable de los efectos estéticos y narrativos que se generan, el Murúa director o el Murúa intérprete y mito? ¿Acaso uno no se sirve del otro en una armoniosa coautoría? ¿Se generaría lo mismo si en ese auto hubiera otra persona? Y más importante: ¿se filmaría de igual manera esa escena si se tratase de otro intérprete? Hay actores y actrices que son intercambiables, varios podrían trocar sus lugares y las películas seguirían “funcionando” con, eso sí, cambios de matices y colores. Acá no se trata (al menos solamente) de una utilización estereotípica de los caracteres cimentados previamente por una estrella del star system. Hay presencias como las de Del Río, Wayne o Murúa que son irremplazables, que son tan necesarios para el funcionamiento de una película como una secuencia o un plano, que influyen directamente en el armado de la puesta en escena. Son presencias creadoras. 

Ser bello no implica ser fotogénico, ser fotogénico no implica ser buen intérprete, ser buen intérprete no implica ser un creador de este tipo. La creación para un actor o actriz puede ser dada por la influencia en las decisiones de puesta, pero también puede aparecer desde otro lado: en la evocación o transmisión de un estado que sólo su presencia y ninguna otra podría generar. En su bellísimo libro El hombre de la bajara y la puñalada, Nicolás Olivari, poeta contemporáneo a Roberto Arlt, escribe textos sobre cine que cruzan la poesía con la crónica y la ficción. En uno de ellos habla del duelo que significó para los (y en especial “las”) amantes del cine la muerte de Rodolfo Valentino. Un duelo, una herida a carne viva, una pérdida irreparable cuya tristeza “empañó el lente de las cámaras fotográficas de Hollywood”. Tanto la industria como la audiencia necesitaban llenar el vacío para volver a estar completas. Olivari menciona entonces la llegada, súbita e inesperada, de un nuevo galán, más rústico y potente: Clark Gable. Pero este nuevo galán no era como el joven ensoñado al que debía reemplazar en el trono de máxima estrella cinematográfica. Gable tenía todo un prontuario sobre sus espaldas, antes era un villano, irresistible y acaso displicente. Olivari menciona una película de gánsteres y describe una escena melancólica: en la guarida de unos contrabandistas de alcohol, Gable, jefe de la banda, toca una pieza de Beethoven mientras el lugar se llena de secuaces que, extasiados y recién venidos de cometer una fechoría, narran cómo acaban de fusilar a seis personas. “Clark Gable apenas levanta la vista. Es apenas un segundo, mientras sus manos siguen desgranando la armonía del genio sordo. Pero en esa mirada hemos encontrado toda la angustia del mundo”, firma Olivari. 

Joan Crawford en Johnny Guitar 

Así como hay actores y actrices que con sus figuras demarcan un encuadre, una luz o un maquillaje, hay otros que con lo que vibra de sus cuerpos hablan, poseen rostros irradiantes que sugieren de manera excepcional y autónoma. El tono de una escena dice una cosa pero sus intérpretes responden silenciosamente con otra, en un discreto ritual de complejización. Podríamos hablar del sufrimiento acumulado que hierve en los ojos de Joan Crawford mientras le “miente” su amor en la cara a Sterling Hayden en Johnny Guitar (1954). O tomar el caso de Federico Luppi en la piel del Aniceto enfrentando la muerte, quien a pesar de agonizar baleado y sin escapatoria, atina a hacerle un gesto de silencio a la mujer de su verdugo que grita desesperada; todo mientras sigue intentando, erguido y terco, escapar y salirse con la suya entre espasmos mortíferos. En los ojos de una persona puede haber un destello de compasión por un mundo regido por la sordidez y en el cuerpo de otro sobresaltar vitalidad a pesar de la evidencia del ocaso.

Hay presencias que piden y otras que dan. El tema no son las composiciones actorales precisas, ni las escuelas o los métodos de interpretación, lo que aparece en estos casos es lo que la mediación entre una cámara y una figura humana puede generar y transmitir. Clásicos, manieristas o modernos, lo que sea, ningún realizador tiene tanto dominio sobre sus películas como se nos ha hecho creer. Asimismo, los intérpretes son apenas una parte de un amplio abanico de posibles creadores cinematográficos; todos invisibilizados a través de las décadas en las que se prolonga el reinado inmutable de los auteurs y donde afloran escuelas críticas que colocan a los realizadores como demiurgos absolutos. Ideas, en apariencia indelebles, con vigencia hasta nuestros días. Sin embargo, no hace falta siquiera salir del siglo XX para hallar voces despegadas de esta hegemonía hecha ley o películas con el poder de agrietar las certitudes. Quizás, eso sí, acaso haga falta un corrimiento geográfico. El póker de escritores de dos generaciones distintas compuesto por Arlt, Olivari, Puig y Cozarinsky comparten muchas cosas entre sí: un goce por la vida de las grandes ciudades –con su ruido y atmósfera bullente-, un enfoque particular dirigido a los bordes urbanos –esos lugares donde otra ciudad oculta se erige fuera de los focos principales– y un amor por el cine cultivado con los ojos del paraíso perdido. El resultado de todo esto es un procedimiento común: en lugar de buscar continuidades, bucean en aquello espontáneo e impensado que puede descubrir la cámara; en vez de inventariar marcas autorales, rastrean los hilos invisibles e incluso los accidentes que guían la mirada. En su forma de ver hay una distancia abolida con las películas donde emana un sentido popular, hay una relación que es inmediata y prístina, de butaca a pantalla, ida y vuelta. Al torcer, ignorar o abrir adrede la pregunta por la propiedad de la puesta en escena se amplían las posibilidades de lo que se puede buscar dentro de esta. Al contrario de los “jóvenes turcos”, ninguno pensó la escritura sobre cine como un ariete para abrir paso a una nueva generación de cineastas deseosa de tomar las riendas del medio y la cámara como pluma. Estos argentinos escribieron desde la butaca y hacia la butaca. En su paraíso, Jannings se codea con Dostoievsky, del Río puede ser una autora y Gable es capaz de condensar toda la angustia del mundo. En su paraíso se habilita una mirada porosa y hoy insolente para pensar el cine. 

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Textos mencionados

“Viendo actuar a Emil Jannings”, Roberto Arlt, El Mundo, 29/11/1929 y “Las “Academias” Cinematográficas”, Roberto Arlt, El Mundo, 30/6/1931: Notas sobre el cinematógrafo, Roberto Arlt, Simurg, 1997.

“Actores argentinos”: Cinematógrafos, Edgardo Cozarinsky, BAFICI, 2010.

“Una actriz y sus directores”: Los ojos de Greta Garbo, Manuel Puig, Booket, 2012.


“El Valentino troglodita”: El hombre de la baraja y el puñal, Nicolás Olivari, Adriana Hidalgo, 2000.

Tomás Guarnaccia / Copylett 2023