UN MALOGRADO

Hay quienes no tienen destino, quienes están espiritualmente mutilados, seres cuyas vidas son simplemente un callejón sin salida. En la despiada novela de Thomas Bernhard, El malogrado, la categoría que se advierte en su título delinea párrafo a párrafo una condición de existencia. Nadie sabe bien si está a salvo de ser un malogrado. A James Blaine Mooney, el protagonista de la notable The Mastermind, el mote de malogrado hace justicia a su condición pusilánime. Pudo haber sido arquitecto, incluso artista y, si llegó a trabajar la madera, como carpintero no siempre consiguió vivir de ese noble oficio. ¿Ha sido al menos un buen padre, esposo, hijo, amigo? 

La película de Kelly Reichardt transcurre en el inicio de la década de 1970. En una ciudad pequeña, James decide robar cuatro pinturas de un museo del que toda su familia es socia. Conoce muy bien el edificio y elige las obras en cuestión porque refiere a pretéritos intereses académicos que ya no tiene. En la operación delictiva lo ayuda un amigo y un contratado. Dadas las características de la ciudad, el robo no comporta grandes desafíos, pero si lo ha concebido un malogrado, la desventura es ineluctable. Lo que viene después será la fuga. Son motivos propios del género, pero Reichardt, la mejor cineasta estadounidense, emplea las convenciones de las películas de robo para hacer otra cosa.

Conforme avanza el relato, la mezquina vida de James y el pequeño mundo en el que existe junto con sus dos hijos y su esposa se ven contrapunteados sin estridencias hasta que en el desenlace se define por oposición la vacuidad subjetiva del personaje y los espurios valores que mueven su conducta. El discreto movimiento dialéctico con el que el peso de la perspectiva del personaje es mensurado y puesto en evidencia a través de la Guerra de Vietnam y todas sus implicancias es extraordinario. Los últimos minutos son magistrales: un acto de indecencia es contrarrestado por otro de decencia; la enajenación de la conciencia de James se desnuda en su insignificancia frente a una multitud indignada por la política exterior de Estados Unidos.

Reichardt es puntillosa, nada se le escapa, cuida los detalles microscópicos. El logro sustantivo es haber podido articular la Historia con la conciencia del personaje, pero eso viene acompañado de observaciones laterales en donde todo suma al retrato de una época y su mentalidad. Un cuadro en un motel, un par de zapatos colgados de un cable, un afiche pegado en una pared callejera en el que se invita a una movilización y los gestos de un amigo mientras despide a James ya subido a un colectivo pertenecen a una laboriosa gramática de planos visuales y sonoros que destilan sin palabras un orden del mundo. Cada plano en el que se utiliza la televisión como vehículo de la Historia constituye un prodigio del arte de citar. La imagen televisiva se reencuadra, y así la información adquiere mayor relevancia. El archivo audiovisual es primero que nada un signo del mundo de los personajes, y no un mero instrumento de información para aquel que mira.

Como pasa con todas las películas de Reichardt, la grandeza que anida en los relatos se escabulle en el pudor con el que se narra y en la delicadeza que gobierna la trama y la puesta en escena. Nada de piruetas formales, ningún parlamento altisonante; y, sin embargo, todo lo que pasa enciende incómodamente el entendimiento y provoca revelaciones en donde se descubre todo lo que resulta opaco para el imaginario de una nación. El malogrado es mucho más que mero un desdichado.

Mente maestra / The Mastermind, Estados Unidos, 2025.

Escrita y dirigida por Kelly Reichardt.

Roger Koza / Copyleft 2025