LOS PREMIOS: 1957

LOS PREMIOS: 1957

por - Columnas
03 Ago, 2023 11:08 | 1 comentario
La película que Ronald Reagan le recomendó a Gorbachov. A orillas del Ganges, un director filma el universal verdadero. Un publicista fallido destruye el cine y lo hace renacer en un patrón aritmético. Henry Fonda y Sidney Lumet nos arropan y nos leen un manual de ética ciudadana antes de dormir.

La Palma de Oro es para: La gran tentación (Friendly Persuasion), dirigida por William Wyler.

Ronald Reagan se la recomendó a Gorbachov. 

Mayormente olvidada por la cinefilia, este título tiene su lugar en la historia del siglo XX desde el momento en el que el presidente de Estados Unidos le obsequió una copia a su contraparte soviético en uno de los cinco encuentros que mantuvieron. Reagan decía ver la salida pacífica a la amenaza de aniquilación mutua en este relato sobre los Birdwell, una familia de cuáqueros que se oponen a participar de la Guerra de Secesión.

La gran tentación

Si bien el conflicto es presentado desde el inicio y se sabe que la guerra es inminente, la película tarda dos horas y media en llegar a su resolución, un camino arduo plagado de pavadas. El relleno consta de viñetas que intentan ser cómicas a expensas de las costumbres rígidas de los cuáqueros. El servicio en el que los fieles se sientan en silencio a rezar para sus adentros tiene su contraplano de la misa de los vecinos protestantes que, en comparación, parece una bacanal.

Así procede La gran tentación, ridiculizando las costumbres de sus protagonistas sin intentar comprenderlos y mostrando como lógica la necesidad de escapar de esa forma de culto. La paradoja es que lo que se retrata como un código de conducta opresivo se representa con otro: el humor bobo y remilgado de La gran tentación está hecho a medida del código Hays. (1)

William Wyler volverá a aparecer en esta columna.

La ganadora del Oscar es: La vuelta al mundo en ochenta días (Around the World in Eighty Days) dirigida por Michael Anderson.

Al cine le quedaban varios ases en la manga. La televisión hacía que la gente vea las imágenes en movimiento en la comodidad de sus hogares, pero el cine era dueño del color y de la pantalla gigante. Aun así, con ese criterio tan norteamericano de más grande es mejor, la industria buscó ensanchar la pantalla. (2)

En los ’50 se crearon distintos sistemas de pantalla ancha, como el CinemaScope, y de multiproyección, como el Cinerama. La vuelta al mundo en ochenta días utiliza el sistema Todd-AO, descrito por Michael Todd (creador del dispositivo y productor de la película) como “Cinerama por un solo hueco”, que simplificaba el sistema de su competidor, pero requería de fotografía de gran angular extremo y la proyección en una pantalla muy curvada- algo para lo que pocas salas estaban equipadas.

La vuelta al mundo

La vuelta al mundo en ochenta días fue basada en la adaptación musical de Orson Welles de la novela de Verne. Para sacarle el jugo a la novedad de la pantalla ancha, Anderson dirige un tour, un desfile de travellings que siguen vehículos longitudinales (trenes y barcazas interminables) e incontables planos generales que muestran el color local de cada parada en el viaje; un pintoresquismo falso donde la dirección de arte traiciona su esencia (una ronda de tauromaquia en la que no se derrama sangre) o la adapta a cánones occidentales (una princesa india que tiene los rasgos de muñequita occidental de Shirley MacLaine).

El lord inglés que se arroja a la aventura fue interpretado por David Niven y su asistente todoterreno por Cantinflas en roles que no solo se ajustan a sus idiosincrasias actorales, sino a sus lugares en el star-system. Niven, bien establecido en Hollywood, no mueve un pelo; Cantinflas, en su primer papel en idioma inglés, se mata por las risas: lidia un toro, se trepa a un globo aerostático, es jinete de un avestruz. El talento cómico de Cantinflas hace que el armatoste que diseñaron Todd y Anderson se mueva con paso ligero, y su entrega es el corazón que late al interior de la máquina anamórfica. (3)

Al comienzo sucede algo atípico. Antes de que comience la aventura, la película tiene una introducción a cargo del periodista Edward Murrow, que hace un breve ensayo que va de Viaje a la luna, la adaptación de Verne de Méliès, a planos de los cohetes estadounidenses en la carrera espacial – momento en el que la pantalla se ensancha para desplegar el CinemaScope – y las primeras filmaciones de la circunferencia de la tierra. Los avances enormes de la ciencia hacen que el planeta tierra se encoja – si eso era cierto para el mundo que describía Verne, es doblemente cierto para el del público de la película.

Murrow toca la historia del cine, de la técnica, de la ciencia. Le da voz a una visión antropológica y filosófica del arte. Explica todas esas cosas y a la humanidad entera, pero no dice nada del CinemaScope; no explica los feos planos curvados que chocan con el ojo apenas comienza el relato trotamundos. Después de un tiempo la vista se acostumbra a la perspectiva de los lentes de gran angular usados para filmar en el formato de pantalla ancha; pero igual puede sorprenderse con aberraciones como que un taco de billar se dobla en la punta como un bastón.

En su historia del progreso de la técnica, Murrow no dice que el CinemaScope no es un avance para el cine, sino una deformación. Por otra parte, el cine se hace de deformaciones. 

12 hombres en pugna

El Oso de Oro es para: 12 hombres en pugna (12 Angry Men), dirigida por Sidney Lumet.

Tener la grandeza en la brújula puede ser admirable o ridículo. O es las dos cosas a la vez, teniendo en cuenta que siempre está el riesgo de terminar en la zona menos favorable del mapa estético.

Hay momentos en los que 12 hombres en pugna parece un clásico de todos los tiempos y otros en la que parece un manual de ética ciudadana, una asignatura de la secundaria, por la fuerza con la que irrumpen las intención del director, la mano enunciadora que rompe la ilusión de la puesta en escena invisible.

Los primeros planos de los actores mirando a cámara son un poco intimidatorios: compórtese bien, espectador. En cualquier momento Lumet puede introducir un elemento que se las arregla para ser ostensible en su sutileza, una de las paradojas favoritas de las obras admirables ridículas. Tras un plano-contraplano, aparece una gota de sudor en la frente de un personaje al que se le señala un error: una gota en la pantalla de cine tiene el tamaño de una cabeza humana y pesa una tonelada de intencionalidad. Por vía del staging, el arte de colocar a los actores en el cuadro, Lumet se iguala a un pintor de frescos de los buenos valores liberales. Cuando uno por uno los jurados le dan la espalda a un compañero racista, el momento es tan satisfactorio como demagógico. (4)

12 hombres en pugna tiene al menos dos aspectos notables.

Un acierto es que le pone cara al acusado de homicidio. Al comienzo, cuando el jurado protagónico se dirige a deliberar, la cámara se detiene en un primer plano del pibe que puede terminar en la silla eléctrica. El plano del acusado es una pieza valiosísima: su ausencia quizás no hace temblar a toda la estructura, pero su presencia termina por sacar la mejor expresión de ese armado. Si bien esa imagen no es necesaria para entender lo que está en juego, le da una dimensión humana que justifica todo el proyecto; el asunto se decide desde la racionalidad (desde la gramática), pero se fundamenta en la empatía (en la mirada). 

Un plano puede tener calidez, humana o meteorológica. Lo que nos lleva al otro gran acierto de Lumet y de su guionista, Reginald Rose: el clima como componente dramático. La deliberación sucede durante una noche de verano insoportable, que calienta la urgencia que tienen para resolver el conflicto, el malestar de tener que confrontar el disenso y la furia de las diatribas. Una brisa trae pausa a la deliberación y la lluvia una gran liberación emocional. ¿Cuántas películas transcurren en un limbo atérmico? Si tantas ficciones nos parecen maquetas sin vida, simulacros templados, podemos buscar respuestas en el termómetro diegético. 12 hombres en pugna busca una temperatura propia al drama.

Aparajito

El León de Oro es para: Aparajito, dirigida por Satyajit Ray.

Un adolescente se prepara para irse de su casa materna por estudios. En la valija lleva ropa, libros, aceite para el cabello, un par de postales para escribirle a su mamá y frasquitos con especias. Es curioso porque en esta parte del mundo no sé a cuantas personas se les ocurriría que tienen que viajar con tandoori o garam masala en el equipaje. Ese momento de Aparajito ilustra una enorme diferencia cultural; puede parecer algo trivial al lado de las diferencias religiosas, climáticas o arquitectónicas, pero no lo es. Después de todo, somos lo que comemos.

A pesar de la Ilustración, de la invención de lo universal como sinónimo de Occidente y su idea de progreso, lo local resiste, persiste, perdura. En Aparajito la tensión entre la tradición india y la eurocéntrica no es una historia de amor y odio, sino de deseo y melancolía. Al adolescente Apu se le abre un mundo nuevo cuando lee la biografía de Newton, cuando hace experimentos de química en un laboratorio o cuando aprende sobre la órbita de los planetas de la Vía Láctea; también se le cierra la puerta que lo conduce a la vida que caminó su familia. La historia de Apu es una de millones en el proceso de industrialización de la India, aunque ninguna fue mejor filmada. (5)

No hay nada más universal que la muerte y Aparajito la retrata dos veces. 

El padre se va en un montaje rítmico al son de los cánticos de una fiesta religiosa que coincide con los últimos latidos de su corazón. El hombre está postrado y pide que le den de tomar un sorbo de agua del Ganges. Su mujer le sostiene la cabeza para ayudarlo y cuando se le cae inerte un corte nos lleva a una bandada de pájaros que levanta vuelo recortando el atardecer de Benarés. 

La muerte de la madre da lugar a una secuencia más pausada y lastimera, porque en esta ocasión la vida simplemente se apaga como un fundido a negro, una pantalla que se va poniendo negra y muda, pero queda iluminada por un enjambre de luciérnagas. 

Dos secuencias extraordinarias que culminan con la colaboración del mundo animal. Se pueden confundir los movimientos de Ray con los de la metáfora fácil (la comunión espiritual entre todos los seres vivos), cuando en realidad están en servicio de la poética imposible (atrapar lo fugaz y lo irreversible con la cámara). 

Adebar

No se puede resolver del todo el misterio de los grandes cineastas, pero un intento por dilucidar a Satyajit Ray puede empezar por el raccord de miradas. Ray conduce muchas escenas sin diálogos, situando la cámara como subjetiva de sus personajes. Los ojos de Apu y su madre dirigen el montaje y dicen lo que en una película promedio dice el guion. La doble mirada, la de los personajes y la de la cámara sobre lo que miran, es una alquimia que transforma imágenes en emociones, el verdadero universal.

Fuera de competencia: Adebar, dirigida por Peter Kubelka.

Peter Kubelka no tenía madera de publicista.

Una discoteca de su Viena natal le encargó un trabajo para promocionar el boliche. Kubelka les entregó una sucesión de siluetas negras sobre fondo blanco y su reverso negativo, siluetas blancas sobre fondo negro, bailando al ritmo de música tribal africana. De vez en cuando los planos quedan congelados y forman figuras que podrían ser parte del Test de Rorschach. 

Poco después, una marca de cerveza desprevenida de lo que pasó con la disco le comisiona una publicidad. Kubelka les entregó un loop de imágenes en el que apenas se logran distinguir a una mujer sentada, a un grupo de gente bebiendo en una mesa y una mano que toma una copa. En la confusión de cortes rápidos se puede pensar que vemos la explosión de una bomba nuclear que arrasa con el bar, o la transformación de la cabeza de aquella mujer en una bandada de pájaros. El cineasta tardó seis meses en presentarles el corto y la cervecera le metió un juicio cuando vio los resultados.

Esas publicidades fallidas son ahora consideradas películas canónicas del cine experimental, bajo el nombre de Adebar y Schwechater (1958) respectivamente.

Kubelka inventó el cine métrico. Ambas producciones fueron concebidas con exactitud aritmética: trabajando con apenas un puñado de imágenes, el director contaba los cuadros que componían cada plano y los ponía en relación siguiendo fórmulas matemáticas que ordenaban el material y producían variaciones sobre lo que se proyectaba en la pantalla. (6) Un método calculado que resultaba en una explosión hipnótica; la demostración científica de que el control total sobre los materiales desencadena el descontrol de la convención cinematográfica.

Arnulf Rainer (1960) completa la trilogía métrica. La película alterna bloques blancos y negros que tienen un valor análogo al de las notas musicales y que se alternan en frases que van potenciando su duración (de na n32) en ráfagas de imágenes abstractas. El experimento matemático/cinematográfico violenta la percepción (las imágenes residuales persistentes pueden producir la apariencia de remolinos de colores o la impresión de un halo que envuelve la pantalla); y sobre todo al sentido común de qué es el cine. 

La metralla de cuadros de Kubelka puede asemejarse a la destrucción del espectáculo cinematográfico, pero es su destilación, su búsqueda esencial. Un parpadeo sobre una pantalla, luces que nos atraen como las lámparas a los bichos, estímulos elaborados obsesivamente para conseguir imprevistos en la psiquis.

Notas

1. El desenlace saca lo mejor de Wyler y aparece su tan mentado uso de la profundidad de campo, que se utiliza para mostrar los distintos dramas que conviven en un mismo plano, o como el mismo drama atraviesa a personajes distintos de distintas maneras. 

2. La industria intentó con otros dispositivos para atraer al público a las salas, artilugios como la tecnología estereoscópica (el 3D). El hijo de Mike Todd le propuso a su padre usar el Smell-O-Vision, que incorporaba estímulos olfativos a la proyección, pero finalmente se decidió mantener la versión inolora. Convencido del futuro del invento, Mike Todd Jr. se asoció con Hans Laube, creador del sistema, y juntos produjeron un par de películas. Los resultados fueron tan malos que el Smell-O-Vision fue designado por la revista Time como “una de las 100 peores ideas de todos los tiempos”. 

3. El resto del reparto consiste prácticamente de estrellas en papeles breves, con cameos de figuras como Frank Sinatra o Victor MacLaglen, y de leyendas como Buster Keaton, Marlene Dietrich y Peter Lorre– en papeles tan modestos que casi logran el efecto contrario al homenaje. Sus participaciones son adornos en una producción que no los necesita; un buen cheque y una falta de respeto. Decoraciones de lujo, como los títulos a cargo de Saul Bass.

4. La actuación de Henry Fonda me despierta la misma ambivalencia. Un verdadero grande, acá abusa de su grandeza; encarna la generosidad cívica pero también la condescendencia artística. Cuando lo veo en 12 hombres en pugna me dan ganas de gritarle a la pantalla: ¡No sos mi padre, Henry Fonda!

5. Detrás de cámara la fascinación cientificista del protagonista se replica en el trabajo de innovación técnica de los cineastas. Por miedo al monzón se abandonó la idea de construir una réplica del típico patio benarés al aire libre que habita la familia de Apu. La casa se construyó en un estudio de Calcuta. El director de fotografía Subrata Mitra tuvo entonces la idea de aplicar iluminación de rebote en difusores a gran escala para hacer coincidir los resultados obtenidos en estudio y en exteriores. Mitra colocó una tela blanca de pintor sobre el decorado que simulaba un trozo de cielo y dispuso los focos del estudio debajo para que rebotaran en el cielo falso.

6. La banda sonora también es parte de un esquema controlado: se compone de ruidos blancos, tonos sinusoidales que replican la simetría total que organiza las imágenes. 

Santiago González Cragnolino / Copyleft 2023