LA DESMESURA

LA DESMESURA

por - Ensayos
27 Sep, 2016 02:55 | comentarios

La historia del viento

Por Roger Koza

La humildad goza de un consenso que suele desconocer cualquier sospecha. Un buen ejemplo, muy conocido, cotidiano. El jugador de fútbol, más bien el crack, se siente obligado a decir frente al periodista que el esfuerzo de su equipo fue más valioso que su notable desempeño. El periodista pregunta sabiendo que el jugador tendrá que defender (y repetirá como un mantra) la mayor importancia y superioridad de los valores colectivos frente a los individuales; solicitará sin decirlo que el astro le responda lo que se espera, la letanía cívica de un libreto que se sigue al pide la letra. Así, ambos pactan en decir lo que corresponde y acallar lo que piensan o lo que el silencio presupone: sin ese jugador exquisito, el desequilibrio que determinó el triunfo jamás hubiera sucedido. El crack ganó el partido, todos lo saben, pero nunca se dirá.

La humildad, virtud que pide silenciosamente ese giro imperceptible de la cabeza inclinada hacia atrás para poder así reconocer un poder que está por encima de los hombres, tiene pocos auténticos desertores en su práctica. El coro social pide humildes; no es de buena educación pavonearse o presumir de virtudes individualistas. La humildad ordena el resto de las virtudes personales, que deben servir al bien colectivo; es una virtud de virtudes.

A los cineastas también se les pide humildad, y cuando desobedecen a este impreciso pero sostenido requerimiento se les adjudica equivocaciones diversas o conductas indeseables; el más corriente entre los muchos defectos detectados está el de ser pretenciosos. Imaginemos la escena: un cineasta apuesta fuerte, elige tomar pocos recaudos y lanzarse así a filmar algo pletórico de riesgos; cuando finalmente lo hace y se conoce su trabajo, se lo menoscaba atribuyéndole una ambición desmedida. La descalificación es automática: se dirá de inmediato que su film es pretencioso. Adjetivo mortífero y castrador; cualquier cineasta, para esquivar la maldición de ser un cineasta pretencioso, tendrá que elegir los caminos más seguros.

Detrás de ese juicio de corrección y mesura anida un predicamento que prefiere la humildad del artista, el cual siempre –se cree– debe trabajar sobre materiales cercanos, sin transgredir los límites de un campo seguro que prescinde de cualquier aspiración. Genuflexión y conservadurismo, la humildad puede ser una virtud monástica irreprochable, pero fuera del claustro, donde se adora al Altísimo y se exige sumisión, esa virtud teológica resulta integralmente estéril para el artista y el pensamiento. En efecto, un cineasta, como un pensador, no debería ser humilde; pero menos todavía un arrogante enamorado de su propio reflejo y desentendido de todo aquello que lo rodea. ¿Qué movimiento del espíritu le compete entonces?

Si todos los cineastas hubieran sido obedientes y elegido el camino de la medianía y la certidumbre, que no incomoda a nadie, jamás se hubieran filmado El ciudadano, El espíritu de la colmena, La noche del cazador y La ciénaga, por citar películas primerizas que denotan la ambición de sus realizadores por situarse en la gran historia de un arte. No son películas humildes, ni pequeñas ni domésticas. Más bien todo lo contrario: Orson Welles, con sus pocos años, quiso hacer la película de las películas; lo mismo podría decirse respectivamente de Víctor Erice, Charles Laughton y Lucrecia Martel. Sus películas no fueron concebidas para alinearse con un cine de baja intensidad, propio de la mayoría de los debutantes del cine contemporáneos, quienes en su mayoría eligen el retrato de la propia familia (o gente de su propia clase y generación). Es cosa de humildes esto de filmar lo familiar. El humilde no se abisma, busca lo que conoce y ahí captura las pocas certezas que conjurarán cualquier atisbo de desmesura. El humilde no se desborda, y sus películas jamás serán tildadas de pretenciosas. Es por eso que los títulos de esta numerosa secta de la medianía son interminables. Entre ellos no están las grandes películas que aún hoy nos conmueven y sorprenden.

Decir no a la humildad no es necesariamente afirmar el narcisismo y sucumbir a la poco elegante soberbia. La ambición de un cineasta pasa por otro lado, ya que la actitud altiva es metodológica, porque no es un fin en sí mismo. El cineasta, en ocasiones, tiene que trabajar en terrenos movedizos y crear condiciones desfavorables. El ambicioso se pone a prueba frente a algo que en principio lo excede, pero que a su vez lo mueve y lo dispone a exigirse más de lo que puede. En todo caso, he aquí una insigne virtud del espíritu: dirigirse a lo extraordinario implica reconocer un límite inicial del propio artista, que este tiene que transgredir, violentar. Para eso sí se debe identificar la propia ignorancia que todo hombre necesita reconocer para intentar doblegarla, al menos un poco, y avanzar hacia lo que desea. La humildad aquí sí tiene un sentido: saberse incompleto y falto de un vasto conocimiento conlleva concentrar todas las fuerzas en una evolución y un aprendizaje.

El ciudadano

Pensemos a fondo en la desmesura y en quienes eligen filmar sus primeras películas como si fueran las últimas. ¿Alguien puede imaginar a Orson Welles, a sus 25 años, concibiendo un film observacional sobre su propia familia o entusiasmado por contar las peripecias existenciales de su generación y la desdichada cotidianidad de sus coetáneos? Welles quiso encarnar a un magnate de los medios y con él incorporar la idiosincrasia de un país, una época, una forma de vida, un sistema político en plena transformación y un misterio casi metafísico sobre la inaccesibilidad de la intimidad de cualquier hombre. Sin poder saber a fondo nada sobre todo eso que filmó en El ciudadano, el joven Welles se avecinó a un terreno desconocido, ontológicamente inconmensurable debido a su edad, y no obstante hizo una película en la que al protagonista, interpretado por él, se lo ve primero de niño, posteriormente de joven, luego de adulto y al final, ya decrépito, hundido en la propia decadencia que propugna inexorablemente la vejez. Es decir, filmó lo que desconocía. ¿Quién entre nosotros haría hoy una película semejante? Welles, además, siendo tan joven, no solamente hizo un film sobre América, sino que también se propuso expandir el propio lenguaje del cine. Contar era fundamental, la forma de hacerlo también. Todo cambió con El ciudadano. La profundidad de campo adquirió con Welles una desconocida función narrativa, al igual que el juego lúdico y lúcido de las luces y las sombras en la puesta en escena, que se aplicaban en otro sentido al habitual. El inventario de sus descubrimientos formales es todavía mayor.

Entre nosotros y en nuestro tiempo no son muchos los cineastas vernáculos que apuestan a ese todo o nada. La mayoría de nuestros cineastas de hoy están abocados al minimalismo, al costumbrismo, a relatos situados en períodos históricos del pasado que tienen cierta aura mítica y a algunas aventuras (salvajes) de baja intensidad. Hay excepciones, como siempre.

La desmesura definía Historias extraordinarias de Mariano Llinás. En aquella película de cuatro horas de duración, indesmentible en su inventiva narrativa y auténtica película de aventuras, su principal proeza consistía en transformar tanto la apagada provincia de Buenos Aires y sus insignificantes ciudades pequeñas en un set de cine clásico en el que la vida de los hombres comunes formaba engranajes de situaciones insólitas que determinaban misteriosamente el destino de esos hombres. Otro caso. La desmesura del plano secuencia final de Tierra de los padres, de Nicolás Prividera, que arrancaba en el cementerio de la Recoleta visto desde el cielo y culminaba en el Río de la Plata, sintetizaba la propuesta de una película ambiciosa que trabajaba sobre toda la Historia del país. Ese film es sin duda el que mejor entendió e interpretó ese concepto exhausto pero vigente y aún monolítico que se enunció irresponsablemente como la grieta. La ambición de ese film reciente consistió en hacer una genealogía de una contienda simbólica que sigue obturando el análisis y fanatizando a quienes se ven implicados en esa línea de separación, como si todo aquel convocado por la tensión y confrontación ideológicas estuviera endemoniado.

Se podrían traer a la memoria otros títulos recientes y aun películas del porvenir. Todos estamos a la espera de Zama, de Lucrecia Martel; todos esperamos La flor del propio Llinás. Algunos han visto Cump4rsit4 de Raúl Perrone y dicen que el padre del cine independiente argentino, que a sus 62 años experimenta una asombrosa deriva expresionista en su cine, ha hecho su película aun más notable. En otras palabras, ese gesto de Welles revive entre nosotros y cada tanto un cineasta desea filmar lo imposible.

¿A quién se le ocurrirá ir a filmar las revoluciones, la poesía, el viento? En el siglo pasado, un holandés llamado Joris Ivens lo hizo. ¿Quién filmará una novela imposible como En búsqueda del tiempo perdido? Un chileno llamado Raúl Ruiz también lo hizo a final del siglo precedente. ¿Quién se propondrá encontrarle una imagen a los pocos paisajes que todavía desconocen su duplicación eterna en el registro que deja una cámara? Werner Herzog lo hizo una y otra vez, y aún persiste en hacerlo, pero ¿quién lo sustituirá en unas dos o tres décadas? ¿Quién filmará un volcán en erupción o a un demente que fue devorado por un oso? Ese espíritu desatado de los grandes cineastas poco tiene que ver con la humildad.

Una noticia ecológica de último momento: ese tipo de cineasta recién aludido está en extinción. Las escuelas de cine, los fondos internacionales, la miserable estructura del marketing que se inmiscuye en las prácticas de financiación de películas y que alcanza en el pitching su mayor expresión especulativa, jamás incitarán a los cineastas del porvenir a tomar los caminos del riesgo y la desobediencia. ¿Quién puede imaginar a un joven John Ford pasando por una sección de pitching o escribiendo sus historias en una residencia en Shanghái? Es imposible. La inspiración y el cine están en otra parte.

Este texto fue publicado por la revista Quid en el mes de agosto de 2016

Roger Koza / Copyleft 2016