LA CASA DEL CINEASTA: RELIQUIAS INVISIBLES

LA CASA DEL CINEASTA: RELIQUIAS INVISIBLES

por - Columnas
10 Jun, 2023 09:40 | comentarios
Una anécdota personal, las prácticas de un científico obsesionado por los espectros, la voz final de un poeta, un libro sobre un genio. De esos recuerdos y materiales, se delinea una pregunta y acaso también una respuesta frente al inicio de volver a filmar.

En estos días de otoño, los primeros, en los que las calles se llenan de amarillos y de ocres, por esa luz que resbala desde los árboles, recuerdo a Fina. Su mirada era fulminante. Como si en los ojos se amontonaran muchas palabras que no diría. Mientras te miraba de esa manera, su boca se limitaba a sonreír o a emitir un breve saludo o algún mensaje para mi madre. A veces, los ojos se ensombrecían y esa intensidad se trastocaba o desaparecía. Su cuerpo, al andar, tenía el mismo vaivén: iba y venía entre las palabras amontonadas y el silencio. Por esas cosas, al verla venir, la evitaba; cruzaba de vereda o me hacía el distraído. En algunas ocasiones, ella respetaba ese movimiento. En muchas, no. Es probable que aquella vez, la primera y la única, que entramos en su casa, el otoño estuviera en este esplendor el mismo en el que está ahora, mientras escribo, y por eso la recuerdo. Pero es solamente una conjetura.

«Fina cumple años, acompañame», me dijo una tarde de domingo mi madre, domingo de otoño -vamos a darlo por cierto-, de estertores dorados en la calle que contrastaron enseguida con la luz blanca del comedor -la araña con sus dos bombitas era necesaria a esa hora de la tarde- donde nos recibieron Fina y su marido. La sala, de techos altos, era muy grande, en una casa pequeña. Para aprovechar el espacio habían dividido la habitación en dos: un ropero largo iba, en diagonal, desde una esquina a la opuesta, formando dos triángulos perfectos. En el triángulo de este lado, al que se llegaba desde el pasillo de entrada, había una pequeña mesa. Allí nos sentamos mi madre, el marido de Fina, y yo. Fina, durante todo el tiempo que estuvimos allí, no se sentó nunca: con ritmos inciertos, con períodos más largos o más cortos, aparecía y desaparecía por atrás del ropero. A veces simplemente daba la vuelta. A veces demoraba y una serie de ruidos, débiles, imprecisos, que exigían parar la oreja, aumentaban el desconcierto. En algunos de los regresos traía, desde atrás del ropero, algún objeto, por ejemplo, una capa que me puso a mí y una capelina que le puso a mi madre para tomar el té. Estaba exultante esa tarde y la mirada abismada no le apareció nunca. Pero a medida que pasaba el tiempo, las detenciones del otro lado fueron más largas y silenciosas. 

Pasó mucho tiempo desde aquella visita a lo de Fina, yo tenía diez u once años. Sin embargo, la escena perdura en mí con toda su potencia, hipnótica, demandante. Aunque en la zona del espacio en el que estuvimos con mi madre y el esposo de Fina pasaban cosas, algunas curiosas -el esposo de Fina era un ser singular, opaco, capaz de sugerir que acababa de descubrir que al cáncer se lo curaba comiendo queso-, el otro lado, el atrás del ropero, sigue siendo para mí, aún hoy, indescifrable. Un lugar de reliquias invisibles.

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Tal vez era un día de otoño, de luz suave, cuando el Doctor Hippoliyte Baraduc, psiquiatra, especialista en enfermedades nerviosas, fotografió a su hijo, junto a una ventana, sosteniendo a un faisán que acababa de morir. El siglo XIX llegaba a su fin y la fotografía era algo nuevo para el doctor. Al revelarla, algo lo impresionó: una nube de vapor se desplegaba como un abanico alrededor del niño. Durante un rato largo miró la imagen. Más que de su hijo o del faisán muerto, la mirada no se movió de ese espectro que había hecho su aparición. No es posible saber cuántas veces volvió a mirarla. No es posible saber de qué manera esa imagen comenzó a mirarlo a él. Lo que sí sabemos es que, a pesar de su rigurosa formación científica, Baraduc no tuvo duda de que ese velo era la traza del sentimiento expresado por su hijo por la muerte del animal. Desde entonces, la fotografía fue el medio utilizado por Baraduc para desarrollar una teoría de espectros, llevaba a cabo con los métodos y los discursos de la ciencia. Para ello, el doctor tomó imágenes de distintos momentos de la vida de sus seres cercanos, incluso de su esposa a punto de morir y recién muerta, y desarrolló una clasificación de las apariciones, inventando y nombrando distintos conceptos como fuerza vitalvibraciones, o emanaciones del alma, que le permitieron describir y clasificar los velos de luz invisible. Como buen hombre de ciencia dejó escritas y publicados sus descubrimientos en dos libros: “El alma humana, sus movimientos, sus luces, y la iconografía de lo invisible fluídico”, en 1896, el original en francés, y un año después “Método de radiografía humana. La fuerza curva cósmica. Fotografía de las vibraciones del éter. Ley de las auras”.

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Jorge Calvetti

El poeta jujeño Jorge Calvetti tenía 85 años, y ya estaba enfermo, cuando filmamos “El paisaje invisible”. Su sensibilidad y la conciencia de su estado de salud lo llevaron a recordar, durante esos días de rodaje, muchos episodios de su infancia y de su juventud en Maimará, a donde ya no podía volver. Varias veces repitió a lo largo de esas jornadas: «Apenas escarbamos en la realidad enseguida nos encontramos con el misterio». Todos sus relatos estaban atravesados por velos, por reliquias invisibles, distintas formas del fuera de campo. Este es uno de ellos:

“Un día, en una reunión de científicos, hablando de esas supersticiones de los gauchos, se habló de esos hechos reales que no lo parecen, como ese hombre que cultivaba la arveja en el mes de junio. Cuando yo lo dije, uno de los que estaban en esa cena, con gran descreimiento y con una gran sonrisa burlona, me dijo que él pagaba una cena para todos si yo lo llevaba al día siguiente y le mostraba los campos verdes. Le dijo que sí, que lo llevaría. Al día siguiente, salimos temprano. Él estaba bien dispuesto, yo también, los caballos listos, así que nos fuimos. Nos fuimos charlando tranquilos y contentos de las peripecias de la vida de él, me contaba sus estudios, sus sacrificios, que su padre estaba enfermo y él no podía ir a verlo. Hablamos así, de manera muy realista, de todas las circunstancias. Entonces, cuando hicimos tres horas o cuatro de marcha, yo iba en un animal muy andador y él tenía que apurarse para alcanzarme, dije bueno, aquí llegamos a este repecho, debajo de esta lomada están los campos de Gregorio Prieto y ahí va a ver todo lo que le he dicho¿Pero usted lo ha visto?, me preguntó. Por supuesto, estamos entre gente grande. Seguimos viaje, empezamos a subir la cuesta y el hombre me miraba, me miraba, y, por último, ya a media hora de llegar, me dijo: Dígame, ¿está seguro de que vamos a ver los campos verdes, está seguro de que se cosecha ahora? Caramba, no soy un chico, estamos entre gente formal y seria, o usted cree que vamos a llegar arriba y le voy a decir se secó, vino una helada…no, está todo floreciente. Bueno, siguió. Pero ya cuando estábamos a unas tres cuadras, detuvo su caballo y me dijo: Mire, yo tengo mi mente organizada, soy médico sanitarista, voy con una beca a Estados Unidos, y de ahí me voy como especialista en medicina sanitaria a Suiza, y tengo ya un orden de valores, una axiología y una comprensión del mundo que no me permite aceptar lo que usted dice. Si yo subo, llego a la cumbre y veo los campos verdes tengo que decir que toda mi vida intelectual y profesional ha sido en vano porque no lo puedo entender. Así que usted me va a disculpar, yo voy a pagar la cena para todos, pero nos volvemos. Yo no puedo ver lo que usted me quiere mostrarEstá bien doctor, si usted no quiere, nos volvemos. Y nos volvimos”.

Rowlands y Cassavetes

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A lo largo del libro, escrito según la cronología del rodaje, asistimos, como en ninguna otra ocasión, a ver en acción los actos creativos de Cassavetes, no ya aislados, sino sujetos a la totalidad e inscriptos en un devenir. Muchas de las decisiones que toma, tanto en la reescritura del guion aun ya comenzado el rodaje, en la puesta en escena, en el trabajo minucioso con los actores, y en el montaje -va editando la película mientras la filma-, están en el orden de resguardar a los personajes de las explicaciones, favorecer lo inesperado, profundizar los silencios entre las palabras. Ventura dice que estos procedimientos tienden a volver más abstracta a la película. Cassavetes no deja de afirmar que sus mejores ideas surgen con la falta de respuestas, que trabaja con lo que sabe y con lo que no sabe, y que lo que están haciendo (Torrentes de amor) es una película sobre la vida interior. Y agrega: “Y la verdad es que nadie cree que se pueda plasmar algo así en pantalla. ¡Me incluyo! Yo tampoco creo que se pueda. Pero qué más da”.

Muchas veces pensé que Fina podría haber sido un personaje de Cassavetes. Algo de la tensión urgente, de lo impredecible de sus actos, del mundo secreto que la habitaba, parecían salidos de una de las películas del director norteamericano. En el libro de Michael Ventura, “Cassavetes dirige (En el rodaje de Love Streams)”, el autor transcribe un comentario de Gena Rowlands que justamente habla de esto: “John (Cassavetes) siente una gran afinidad por esos personajes que el mundo suele considerar locos, chiflados, lunáticos, o cuanto menos excéntricos. Mi personaje entra en esa categoría. Casi todo el mundo diría, sin dudarlo, que Sarah está loca. Pero nosotros no. Por ejemplo, a mí nunca me pareció que Mabel Longhetti, en Una mujer bajo influencia estuviera loca. Y sin embargo para casi todos su locura era algo evidente. Creo que son sólo personajes que tienen sueños distintos, que esperaban otra cosa de la vida. Y no entienden bien por qué no lo consiguen, ni cómo terminaron caminando tan a destiempo de todos los demás”.

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En estos días que recordé a Fina, volvió una inquietud recurrente: ¿por qué razón deseamos hacer una nueva película?  Estoy seguro de que no hay un solo motivo. Si se lo preguntásemos a un conjunto de directoras y directoras, tendríamos un abanico de respuestas. Los motivos pueden ser muy variados, incluso desconocidos. En mi caso, nunca el impulso principal está vinculado a creer que tengo algo nuevo para decir, nunca me mueve eso. Lo que está en el origen siempre es la certeza de que todavía no alcancé a ver lo que había para mirar. Y en cada película me digo lo mismo: tal vez ahora. Pero quién sabe.

Gustavo Fontán / Copyleft 2023