LA CASA DEL CINEASTA: PECES VOLADORES

LA CASA DEL CINEASTA: PECES VOLADORES

por - Columnas
18 Oct, 2023 09:43 | Sin comentarios
El cineasta esboza un concepto: la intercepción en el montaje. Emplea sueños, experiencias de rodaje y análisis de películas de otros cineastas que admira. Por eso se refiere a Pedro Costa, Ignacio Agüero y Andreí Tarkovski. Todo lo dicho tiene un propósito: observar cómo lo contingente interviene en la puesta en escena y modifica el conjunto sin que haya sido siquiera pensado.

Sentimos, muchas veces, un anhelo de los bordes. La mirada, fijada en algo, es asaltada por una intuición: lo que vale la pena mirar está descentrado, vive y crece en la penumbra, en la frontera, o más allá de aquello que en principio había llamado nuestra atención. Es como un ansia que anida en el acto mismo de mirar. No existe sino en el equívoco, en el esfuerzo de la mirada depositada en lo que probablemente ya no nos hable o nos hable a medias. Esa tensión, cuando aparece, reclama un movimiento. Me disculparán que me autocite, pero este sueño ya fue escrito anteriormente, aunque con otra intención, y quisiera que sea ahora punto de partida de lo que quiero pensar en este texto:

“El sueño es el más antiguo que recuerdo e involucra a mi madre y a una de sus primas. Las dos están sentadas en la cocina, sin mesa de por medio. No están una frente a la otra sino con el cuerpo inclinado a unos cuarenta y cinco grados en relación a la línea imaginaria que une sus miradas. Hablan pero no las escucho. La Ñata, la prima de mi madre, poco antes de mi sueño, había sobrevivido a un accidente doméstico: había estallado en su cocina una botella de alcohol de quemar y se había quemado una buena parte de su cuerpo. En el sueño están inmóviles, sólo sus bocas se mueven sin descanso, como si tuvieran una urgencia simultánea por contarse algo. Cae sobre sus cuerpos una luz cenital, dura, y las veo en un plano entero. Estoy presente, en ese espacio que parece una cocina, a unos dos metros de distancia, invisible para ellas. No es que vea mi cuerpo sino que tengo conciencia de ser yo el que mira. No escucho sus voces, pero sí un río que corre entre las piedras. Tal vez, pensé muchas veces, el sueño ocurrió en Cosquín, donde pasábamos las vacaciones en esos años de mi infancia. Pero no lo puedo confirmar. Lo que sí recuerdo es que de pronto ocurre algo inesperado. Un impulso me lleva a levantar la mirada hacia la lámpara, que está fuera de cuadro. Alrededor de ella vuelan peces grises, como aves de carroña.

A veces, y esto es lo que me interesa, dudo de algunos elementos. Por ejemplo, no estoy seguro de escuchar el río entre las piedras. Me convenzo que sí al pensar que fue ese elemento el que provocó el movimiento de la mirada hacia arriba, como si, de alguna manera, la fuente de luz quedara asociada a la fuente sonora. ¿Por qué hubiera levantado la cabeza –en términos cinematográficos podríamos hablar de la necesidad del paneo- sin ese sonido que construyó el futuro hacia el que fueron mis ojos? Pero dudo de pronto porque se interpone otro elemento en el sueño: ahora hay sombras provocadas por los peces sobre los cuerpos de las mujeres. Podríamos pensar que su vuelo alrededor de la lámpara traza órbitas irregulares que los llevan por momentos a cruzar bajo la luz proyectando una sombra fugaz, discontinua, que incide en un hombro o en el pelo de alguna de ellas. Y entonces, son esas sombras que asaltan la percepción las que llevan mis ojos hacia arriba. No lo sé. A veces aparece el río en el recuerdo. A veces aparecen las sombras de los peces voladores”. (1)

La especulación sobre aquello que lleva a la mirada a moverse es válida, porque atiende a las posibles señales que, de una u otra manera, hacen crecer el ansia de ir hacia los bordes. Pero cuando digo que quisiera reparar en este sueño con otra intención es porque me gustaría conjeturar ahora no sobre el carácter de este anhelo, o en los modos en los que el lenguaje articula sus llamadas, sino sobre las consecuencias del movimiento. Quisiera pensar en lo que la mirada intercepta cuando se desplaza hacia las fronteras que ha trazado.

Casa de lava

En Los cines por venir (2), Jerónimo Atehortúa entrevista a un conjunto de directoras y directores. Una de las entrevistas es a Pedro Costa. En ella, el director portugués da cuenta de su particular forma de trabajo. En principio, queda claro que encontrar una forma singular de hacer cine, acorde a su sensibilidad, fue una conquista a partir de una lucha contra los imperativos. Las formas de producción reclaman una determinada escritura del guion y una forma de ejecutarlo, ajustada en determinados tiempos, que convierten el rodaje en una tarea burocrática. Podemos pensar que eso que define el guion traza el centro de la mirada y, en consecuencia, define sus bordes. A ese afuera no se atenderá en el rodaje salvo en el entramado de lo que el propio guion define como fuera de campo, estrategia narrativa delimitada por la escritura. Costa trabajó de esa manera en muchas películas como asistente de dirección y en sus primeras películas, incluso. Pero en cierto momento, una inquietud se apoderó de él y se hizo una pregunta, aquejado por la extrañeza: ¿Qué pasa en los bordes? 

Dice Pedro Costa:

“Me avergüenza esa extrema preparación que supone el guion de cine convencional. Bajo este modo de trabajo siempre se tiene la sensación de estar filmando por milésima vez la misma escena con leves variaciones. Cuando rodé Casa de lava descubrí que quería estar más cerca de la gente y que en muchas ocasiones lo que de verdad quería filmar estaba frente a mí, pero no frente a mi encuadre: bastaba mover solo un poco los ojos para verlo. La chica del pueblo que viene por curiosidad a ver lo que está sucediendo en el rodaje es tal vez lo que en el fondo queremos filmar, no la escena previamente escrita. Es ahí donde está la verdadera intriga, el lugar donde el misterio y la verdad se encuentran de manera positiva sin que nosotros lo hayamos podido prever en la escritura”.

Lo que encuentra Costa cuando se permite girar su mirada son personas del pueblo, inmigrantes caboverdianos en Portugal. Y cuando la mirada los encuentra, la experiencia alcanza el carácter de los hallazgos: “Me llamaba la atención el modo en que vivían, cosa que percibía como extraña, hermosa y misteriosa. Todo en general me fascinaba; su religión, su economía, el modo en que vestían, todo”. Al encontrarlos, la mirada descubre también su historia y sus voces, los fantasmas y las sombras, el territorio perdido y la luz. Ese hallazgo lo llevó, irremediablemente, a una nueva forma de pensar el cine por hacer, en la que todo el sistema de producción, de escritura y de rodaje exigió otras condiciones, lejos de burocracias de planillas y horarios tiranos; lejos de la dictadura del dinero. El hallazgo es tan profundo que Costa no pudo ni podrá ya, felizmente, filmar un solo plano sin la conciencia de los bordes, sin atender con obstinación al anhelo que desubica la mirada.

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En el comienzo de este texto usé la palabra interceptar para pensar en estos hallazgos de la mirada en movimiento. Creo que ella da cuenta de algo central: no todo lo que está en los bordes, no todo aquello que se puede ver por el rabillo del ojo, está inmóvil, esperándonos. Casi siempre, lo que reclama nuestra atención de modo pertinaz tiene como condición la fugacidad; es un rastro, una aparición que no opera en el orden de las certezas sino en el de los interrogantes. Hay primero una avidez, un estado de alerta que desvía la mirada. No hay movimiento sin esa ansia, un impulso interior, una intuición. Si tenemos la fortuna de que el milagro ocurra, lo que se intercepta, -peces voladores, la chica del pueblo que fue a ver el rodaje, cierta luz, el temblor de los árboles-, aloja un enigma; al mismo tiempo que se muestra, se esconde. 

En el ensayo La contingencia del poema (3), Alicia Genovese indaga en los acontecimientos que hieren de pronto nuestra sensibilidad y, antes o después, son la sustancia germinal del poema:

“Detrás de un poema hay una contingencia, un accidente que atraviesa a alguien que está ahí, se detiene y percibe eso que sucede o le sucede como un tropiezo, eso que resulta en una alteración de la acostumbrada continuidad. Me veo, me he visto a menudo permanecer suspendida, tocada por ese acontecimiento que puede ser minúsculo, pero que invade como un filo, como un interrogante, como un derrame de la riqueza que anida en el mundo, hechos que me han dejado en esa suspensión, en un fuera del tiempo sucesivo”. 

Esas contingencias que nos alcanzan implican siempre una suspensión, algo así como la atención que reclama una herida: se aloja en nosotros como una llamada y nos incitan a la interrupción. De alguna manera, rompen el flujo cotidiano, las inercias, para que el poema nazca en esa huella. El hecho puede ser minúsculo o no, pero viene desde el mundo hacia nosotros y ya no podemos no ir hacia ellos. Lo que Genovese llama contingencia o accidente son acontecimientos azarosos, regalos del mundo, pero no ocurren sin un estado de disponibilidad, una apertura, una forma particular de la atención: “Existe la contingencia y existe también un aprendizaje en la recolección de elementos propiciadores. Eso que presentimos que puede funcionar, cortes de esquejes que pueden echar raíz. Los y las poetas creo que somos recolectores natos”.  Probablemente la recolección sea una forma de la intercepción, desvíos de la mirada para ver lo invisible, ver lo que puede desaparecer pronto, o lo que muta, o lo que tiembla, o lo que migra.

Cuando ese hallazgo provoca una rasgadura en nuestra percepción, lo que nace allí reclama una nueva sensibilidad, un nuevo lenguaje. “La tanza terrestre que se ha lanzado hacia las aguas interiores encuentra algo que sube al lenguaje”, dice Genovese. Y el lenguaje, lo sabemos, deberá encontrar su forma, siempre nueva, para hablar de estas heridas.

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Podemos pensar en algunos procedimientos que tiene el cine para develar estas intercepciones. Creo que podemos observarlas en el orden del plano, por un lado, y en el orden del montaje, por otro. En relación a lo que es capaz de capturar el plano, me gustaría poner dos ejemplos. El primero tiene que ver con la película de Ignacio Agüero, Notas para una película (4). Ha llovido porque todavía hay charcos en la calle de tierra. A la derecha de cuadro hay unos galpones que se estiran hacia el fondo del encuadre, a la izquierda una empalizada. La fuga de la calle lleva hacia una arboleda, unas montañas detrás, un cielo amenazante. En el encuadre está el propio Agüero y narra la llegada de Gustave Verniory, ingeniero belga, en 1889, a la estación de Angol en el sur de Chile, la puerta de la Araucanía. Nos dice que el viajero “baja del tren, espera que bajen su equipaje, se dirige hacia el exterior de la estación”. Entonces ocurre el primer deslizamiento: desde las palabras de Agüero se desliza la ficción. Usando un cajón que está en el borde del encuadre, el actor que representa a Verniory baja del tren y entra en el encuadre. Sigue Agüero: “Al rato regresa Alexis, el actor que hace de Verniory, a mirar la estación. No hay estación, no hay tren, no hay durmientes, no hay rieles, no hay nada”. ¿Y si no hay nada qué vemos? La cámara entonces hace un paneo circular, se permite, salir del centro. Y en su movimiento encuentra a tres hombres del pueblo que miran. Dos de ellos en bicicleta. Miran con atención, pero es probable que muy pronto no estén allí, que la curiosidad quede saciada rápidamente y vuelvan a sus quehaceres. ¿Qué ven mientras miran? ¿Qué presente nos ofrecen mientras es invocado el pasado? El paneo no se detiene pero ellos ya quedaron en nuestras retinas. En esa intercepción, la ficción captura algo del mundo, y se llena de capas. La película de Agüero es maravillosa, entre otras cosas, por estos deslizamientos permanentes.

Notas para una película

El segundo ejemplo de aquello que puede ser interceptado en el plano, tiene que ver con una película que he dirigido, La deuda (5). Me gustaría dar cuenta del esfuerzo de Diego Poleri, el fotógrafo, para capturar algo que me emociona cada vez que lo veo. En el final de la película, Mónica, el personaje interpretado por Belén Blanco, se sube a un tren, muy temprano, en el horario en el que miles de trabajadoras y trabajadores van hacia la Capital para trabajar. El guion consideraba la incorporación de algo del mundo en la ficción que estábamos haciendo: el agobio de esos cuerpos que van y vienen, con el único sentido de tener un salario que probablemente alcance para poco. Eso estaba escrito: la subida de Mónica, para cerrar su periplo, a ese tren cargado de gente. Era para nosotros, en las consideraciones previas, el momento en el que lo particular del personaje se multiplicaba en otras y otros. Pero Poleri propuso algo más e hicimos ese viaje con anterioridad para observarlo y calcular los horarios: quería capturar el ingreso de los primeros rayos de sol al interior del vagón. Una vez que definimos los horarios filmamos la escena en dos días, porque la luz amable era muy breve. En el primero, nos dedicamos al personaje de Mónica, a seguirla en el final de su derrotero. En el segundo, atendimos a los cuerpos y a los rostros cansados, desconocidas y desconocidos que hacen ese viaje diariamente. Entonces sí, Poleri consigue algo maravilloso. Los rayos de sol, rasantes todavía, se vuelven intermitentes porque el tren se mueve y algún árbol o edificio se interpone entre ellos y el vagón, y rozan y danzan sobre los rostros dormidos, agobiados. Es ese momento y ningún otro. Esa luz bailarina, fugaz, brevísima, -me animo a decirlo porque el aporte es de Poleri- es una forma del humanismo.

Para pensar lo que entiendo por intercepción en el montaje, me gustaría también poner dos ejemplos. El primero pertenece a la secuencia inicial de Andréi Rubliov (6), la película de Andrei Tarkovski. La acción transcurre en el siglo XV. Con un globo hecho con pieles viejas va a volar un campesino. Un pequeño grupo de gente lo ayuda. Muchos intentan detenerlo. El campesino corre, se sube a un campanario, se engancha al globo y se tira. Por unos instantes vuela y vemos desde sus ojos un paisaje abierto, de tierra y agua, con la levedad de un pájaro que planea. ¡Qué hermosa es esa sensación! Pero dura poco; la caída es inevitable y enseguida se estrella contra el piso y muere. La secuencia se mueve al ritmo de los hechos y la puesta en escena es fiel a las emociones del personaje: su deseo, su arrebato, su caída. Pero hay un plano, el anteúltimo de la secuencia, que escapa a esta lógica narrativa: un caballo oscuro está con las patas hacia arriba, rascándose el lomo contra la tierra. Tarkovski lo muestra en ralentí, con una cámara a la altura del caballo echado. Este plano se desliga de la acción de la secuencia e   irrumpe poderosamente en ese final. Es una imagen que está por fuera del devenir de los hechos y de la psicología del personaje: se inscribe en la estructura como una anomalía; pertenece a ella pero la extraña. Esa imagen -la línea del agua y de la tierra, un manchón de luz, un caballo gozando- está fuera del flujo narrativo, no de la diégesis, porque en los planos generales del vuelo vimos caballos dispersos en el campo.  El vuelo se detuvo, la vida del campesino también, pero el caballo surge ante nosotros con el poder de las revelaciones. La aparición del caballo que rompe el flujo narrativo es una imagen arrancada del conjunto, y, por obra y gracia del montaje, rompe la estabilidad de la percepción y se transforma en una visión. 

El segundo ejemplo pertenece a la película de Agüero ya mencionada. Tomaré solo un ejemplo, pero a lo largo de su filmografía es muy posible encontrar muchos otros, una suerte de explosiones delicadas que invariablemente nos desubican, nos quitan la posibilidad de una lectura cómoda, asaltan el sentido. En Notas para una película, el actor que representa a Verniory vuelve a caballo después de una larga expedición frustrada. Tiene sed, está cansado. Aunque lo guía un baqueano, los agarra la noche y la lluvia sin poncho para protegerse. Se pierden en la selva. En su cabeza está el anhelo: abrir la selva para que entre el progreso, la continuación de la vía férrea. Manuel, su baqueano, descubre un rancho donde sus moradores los acogen. Eso narra, en off, Alexis, o Verniory, mientras recorren la selva, Manuel a pie, el viajero montado en el caballo. Por corte pasamos al interior del rancho. La voz nos cuenta que toman mate y que Verniory se quema despertando la risa de los presentes. En el plano está solo Manuel, limpiando algún objeto detrás de una olla humeante que cuelga del techo. Dice el viajero: “Yo estaba lejos de sentirme tranquilo. El chileno al igual que Manuel tenía cara de bandido. No entendía nada de la conversación, de la cual, evidentemente, yo era el objeto. Distinguía muchas veces la palabra caballero rico”. Hay una breve pausa en la que Manuel aviva el fuego. Y entonces ocurre lo siguiente: primero ingresa el sonido de un tren, luego la imagen. Toda la película es en blanco y negro pero las imágenes que irrumpen están en color, y son planos desde el interior, en movimiento, de un tren bala en Japón. Las imágenes se instalan, son ostensibles, salto en el tiempo; inauguran con su explosión un nuevo campo de vivencias. Como el caballo de Tarkovski, el tren nos arroja hacia los bordes del propio relato, hacia el territorio siempre fértil de la inquietud.

REFERENCIAS:

(1) Fontán, Gustavo. (Buenos Aires, 2021). Maraña. VerPoder.

(2) Atehortúa, Jerónimo. (Buenos Aires, 2023). Los cines por venir. La marca editora.

(3) Genovese, Alicia. (Buenos Aires, 2023) Abrir el mundo desde el ojo del poema. Capítulo: La contingencia en el poema. Fondo de Cultura Económica.

(4) Agüero, Ignacio. Notas para una película. Película de 2022.

(5) Fontán, Gustavo. La deuda. Película de 2019.

(6) Tarkovsky, Andrei. Andrei Rubliov. Película de 1966.

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