LA CASA DEL CINEASTA: LA LUZ SOBRE LAS COSAS

LA CASA DEL CINEASTA: LA LUZ SOBRE LAS COSAS

por - Columnas
11 Ago, 2022 09:55 | comentarios
Empieza con la luz y termina en la sombra, pero sabe que vuelve, en algún momento, la luz. En ese trayecto desfilan fantasmas hermosos: Serton, Nykvist, Groppa, Calvetti y Fontán, el padre.

En la década de los 50, May Serton, que había nacido en Bélgica, compró una casa de campo del siglo XVIII en Nelson, un pequeño poblado de Nuevo Hampshire, en Estados Unidos. Serton nos cuenta en su libro Anhelo de raíces, con enorme simpleza y sensibilidad, cada momento de la transformación de la casa -la casa y su jardín-, y la vida en ella a lo largo de diez años. Una vieja casona que hay que reparar y habitar, poblarla para transformarla en un hogar. Ese tránsito, lleno de trabajos y de dudas en el origen, alcanza en su relato momentos de pequeñas epifanías, aquellas que arraigan en la vida cotidiana y en lo trivial. De todos los aspectos de esa experiencia quisiera reparar en uno en el que me siento hermanado: “La luz era mágica. Incluso después de todos estos años, todavía me sorprende que la luz cambie con cada hora del día y cada estación. Durante todos aquellos días me parecía una verdadera revelación el hecho de que la luz del sol rozara un ramo de flores o un mueble y después continuara su camino. Por la mañana temprano veía revivir a vista de pájaro el gris-bronce del arce en el escritorio de mi madre en el estudio y hacer que las flores de las coronas brillaran de repente. Por la tarde, mientras me echaba una hora en la habitación acogedora, la veía motear la repisa blanca de la chimenea y fluir en oleadas por la pared. Y cuando iba a la cocina, a preparar el té, allí estaba otra vez, formando largos y deslumbrantes rectángulos en el suelo amarillo.  Esa luz cambiante y fluida interpretaba una fuga constante y silenciosa, pero en aquellos días todavía tenía que aprender lo diferente que era su melodía según iban y venían las estaciones.” (1).

El movimiento de la luz en mi casa natal fue una de las experiencias más poderosas de mi infancia.  La luz, que se filtraba por las cortinas ligeras o por las rendijas de las persianas, se movía a través de las habitaciones y alcanzaba, a lo largo del día, el viejo escritorio de mi padre, los vidrios de las bibliotecas heredadas, el reloj de péndulo, los cuadros que colgaban en las paredes. Me gustaba verla temblar sobre la madera gastada del piso o acurrucarse contra los zócalos.  A veces, la luz encontraba en su camino un rostro, tal vez el de mi padre o el de mi madre, y revelaba un gesto, una mueca, un movimiento salvado para siempre antes que la luz se retirara y los cuerpos estuviesen sumergidos en la sombra. El texto de Serton me resulta familiar por eso, por la atención al carácter frágil e inestable de la luz natural, por la conmoción ante el susurro que se desliza por las cosas y los cuerpos. Ese texto ajeno habla de mí porque me arrastra hasta un momento particular de mi infancia.  Sin embargo, reconocida esa cercanía, debo decir que mi experiencia tiene, a diferencia de la que narra Serton, la contrapartida del impacto de la sombra, el modo en el que la oscuridad abisma y somete al mundo. La noche era el sitio de reflejos inmóviles donde habitaba el miedo. Cuando la luz se retiraba, el mundo se convertía en una amenaza. De aquellos años en los que los relatos del infierno me impactaban, goce atroz del catecismo, recuerdo el modo en que la noche albergaba el terror a la muerte. A veces no dormía, pendiente de todo lo que sucedía en las sombras. Solo la luz que se arrinconaba en la ventana y empezaba a crecer, un leve resplandor que entraba por las rendijas, traía el descanso. Para Serton, el movimiento de la luz es puro regocijo. En mi experiencia, ese regocijo no existe sin la conciencia del fin y de los ciclos.

Pido disculpas por este relato personal, pero no tiene otra intención que dar cuenta de dos aspectos sobre los que quiero atender en este texto: en principio, me gustaría pensar en el carácter material de la luz (natural) y de la sombra, en su incidencia en la construcción de imágenes y de textos. En segundo lugar, en lo que queda cifrado en las experiencias que, de algún modo, impulsa los relatos hacia algún lugar, hacia alguna poética, hacia un tipo singular de ansia. Porque, ¿qué otra cosa hacemos cuando escribimos o realizamos una película sino inventar un cuerpo que aloje las experiencias que están en el origen? Claro, el tema es inabarcable. Por lo tanto, iré enlazando, de manera caprichosa, algunas consideraciones sobre la luz y la sombra que he encontrado en algunos autores. No esperen, por lo tanto, más rigor que el que proviene del devenir, el modo en el que se expresa el asombro.

***

 Los comulgantes

Sven Nykvist fue el fotógrafo en películas de grandes directores como John Huston, Louis Malle y Andrei Tarkovski, entre otros. Sin embargo, el trabajo más notable, por la persistencia de esa alianza, por las búsquedas y los resultados, fue el que realizó a lo largo de muchos años y muchas películas junto a Ingmar Bergman. En su libro, Culto a la luz (2), Nivkist le dedicó un capítulo a cuatro películas, a las que podríamos llamar de cámara, que filmó con Bergman entre 1960 y 1965: Como en un espejoLos comulgantesEl silencio y Persona. Nykvist define a este período como “un viaje de descubrimientos hacia la luz”. Vale aclarar que cuando dice luz, dice luz natural, es decir que muchos de los planos de estas películas están iluminados con la luz que aporta la naturaleza, directa o reflejada, sin adicionales de faroles que recreen y sostengan el sol a lo largo de las horas de rodaje. “Los crepúsculos matutinos y vespertinos tuvieron gran importancia en Como en un espejo. Yo sostenía que la luz del atardecer y la del amanecer eran diferentes. Ingmar me escuchó y la primera semana nos levantábamos y empezábamos el rodaje a las cuatro de la mañana”. Al menos doscientos de los setecientos planos que componen la película fueron rodados en esa luz breve y fugaz, la del alba y la del poniente, para conseguir `ese especial tono de grafito que buscábamos, sin contrastes extremos. Nos habíamos propuesto captar por primera vez las luces y las sombras imperceptibles del crepúsculo en los veranos suecos’”. 

Pienso, cada vez que veo estas películas, o voy más allá, hacia el concepto en sí mismo, un modo singular de concebir la luz de una imagen, que es probable que, al filmar de ese modo, urgidos por lo que está y se esfuma, con la conciencia de lo fugaz, el plano albergue, además de las acciones, una sutil inestabilidad, una forma posible de lo viviente. Bergman le pedía a Nykvist que la luz sea siempre auténtica, verdadera. Cuando leyó el guion de Los comulgantes, Nykvist pensó que sería sencillo, que la variación de la luz a lo largo de las tres horas en las que sucede la acción, en el interior de una iglesia, no podría variar mucho, y se lo dijo a Bergman. “No tienes ni idea. Es eso precisamente lo que ocurre y eso es precisamente lo que busco. El cambio gradual, casi imperceptible, casi sin sombras”, fue la respuesta.

*** 

“Cuánta bonanza 

otorgan los pastos recién cortados

con su olor a mundos en pañales,

acaso la primera noche

del primer hombre

golpeándole de amor y miedo

su corazón de mono.

Desde entonces 

cuánto ha robado el cielo a la tierra,

con qué solemnidad

pasaron fechas; se murió algún mar;

se secaron siglos

sobre este mismo suelo,

esta esquina o este río

de poniente a naciente

bajando como las noches 

y tal vez, siendo edad con ellas.

Tal como ocurre con la luz y con la sombra

que son edad entre sí”.

Este es un fragmento de un poema de Néstor Groppa, de su Libro de ondas (3). Si luz y sombra son edad entre sí, pienso, cada vez que leo este poema, que no es posible concebir una imagen que nos conmueva si no anida en la incertidumbre. Lo que la luz le hace a los cuerpos y a las cosas, esa maravilla, cuando los recorre, los nace y los renace, en la medida que no ignora la sombra, nos alcanza con el conmovedor impacto de lo frágil y lo fugitivo. Si luz y sombra son edad entre sí, pienso, cada vez que leo este poema, las imágenes estarán necesariamente alejadas de la transparencia. En el fulgor de lo que aparece, habita su amenaza. Lo que aparece desaparece, sin tregua, y, en el devenir, irradia belleza. Tal vez una película puede ser entendida, si pensamos de esta manera, como la captura de lo que la luz y la sombra le hacen al mundo y, por consiguiente, al lenguaje con el que hablamos de ese impacto.

El paisaje invisible

Caía la tarde en San Salvador de Jujuy cuando conocí a Groppa. El encuentro fue breve porque debíamos seguir viaje hacia Maimará, para completar la última parte del documental que estábamos filmando sobre Jorge Calvetti (4). Nos sentamos un rato en el comedor de su casa y nos convidó café esa tarde de agosto de 2002. Calvetti me había hablado mucho de Groppa, me había invitado a leerlo, y Groppa me habló de Calvetti con profundo amor. Se sentían hermanos. Groppa, antes de irnos, nos dio las llaves de la casa natal de su amigo, ya que estaba cerrada y vacía por entonces, y me regaló sus libros, hermosas ediciones que atesoro. En la continuidad del camino, abrí al azar Libro de ondas: “luz y sombra son edad entre sí”, leí para siempre. El poema de Groppa, la noche cayendo en las montañas al costado, me recordaron algo que el propio Calvetti, que ya no podía volver a Maimará  por su enfermedad, nos había dicho: “Volver a la Quebrada es una manera de decir yo volvía buscando paisajes, buscando mi casa, esas casas de provincia que parecen naves del tiempo… pero además creo que volvía a un lugar donde los días pasan como paisanos y la luz y las montañas le permiten a un hombre sensible pensar que cuando llega la hora del crepúsculo se inclina hacia la sombra la balanza del mundo”. Recordé esas palabras y reconocí otro punto donde los dos se hermanaban.

Antes de empezar a filmar El paisaje invisible, entendí que Calvetti no podía dejar de hablar de la vida y de la muerte, que también son edad entre sí. Y así fue. Con una enorme sensibilidad, evocó, a lo largo de esos días de rodaje, distintos nacimientos a lo largo de su vida. Este es uno de ellos: “Cuando mi abuela se enfermó, no nos permitían ir, como cuando estaba sana, a visitarla, a estar en sus habitaciones en el fondo de la casa. Entonces, un día de tantos, fui, la abracé, estuve con ella y comenzó a sentirse mal, y yo me di cuenta de que había ocurrido lo peor. Entonces cuando la moví y no se movía, empecé a llorar y a gritar. Acudieron enseguida otras personas, se trabajó, se realizaron todas las diligencias de las que hay que ocuparse en esos momentos, fue terrible. Yo lloraba y gritaba, y no quería desprenderme de mi abuela. Eso sí recuerdo. Luego me alejaron. Pasó el tiempo y comencé a adelgazar, a languidecer, todos pensaron que era el paludismo, reforzaron la dosis de quinina y todo seguía igual. En tal situación mi madre llamó a Máxima Cruz, la curandera del pueblo, quien dijo que yo estaba ahicado.  El ahicado es justamente la persona que padece el trance de la vida a la muerte de otra persona querida. Yo empeoré. Doña Máxima dijo que había que llamar a los yungas. Esta gente, como sacerdotes de una religión misteriosa, venían por todos los pueblos, curando gente, curando a los enfermos. Vinieron estos hombres, afirmaron nuevamente que estaba ahicado y que para curarme tenía que nacer de nuevo. Había que matar una vaca, abrir un tajo y meterme allí, por lo menos quince o veinte minutos. Todo se cumplió rigurosamente. Me sacaron de allí, comenzaron a lavarme y después me llevaron. Yo apenas hablaba, no tenía ánimo ni para estar parado. El episodio terminó allí. Los yungas se fueron y yo empecé a recuperarme, a restablecerme, hasta que quedé bien”.

***   

Quisiera volver, como cierre, y con perdón de los lectores, a mi casa natal. En ella, siguiendo esa luz de la infancia, resplandor y sombra, devenir y epifanía, hice tres películas: El árbol, Elegía de abril y La casa. En las tres, esa experiencia de la infancia fue su corazón. Desplegamos, para ello, con Diego Poleri, el fotógrafo, y con Javier Farina, el sonidista -porque en las sombras y en el tiempo que se acumula en los rincones cada sonido juega su papel-, una vigilia de años para capturar el movimiento de la luz sobre las cosas. 

En esa casa, después de vivir toda su vida en ella, agonizó mi padre. En su cama se fue apagando a lo largo de dos meses. Recuerdo la última tarde en que lo vi. Charlamos un poco de las plantas, miramos algo que no recuerdo en la televisión, probablemente fragmentos de cosas sin importancia. Pero no puedo olvidarme, eso sí, de la mirada final, de esa intensidad. Los dos sabíamos que sería la última vez. Lo abracé, intenté sonreír, y agarré mis cosas. Antes de irme, me pidió que le bajara la persiana. Cuento esto, tal vez, para alcanzar el movimiento de la espiral, su impacto. Me pidió que le bajara la persiana, pero no toda: “dejame las rendijas abiertas para ver cuando amanece”.

 (1) Sarton, May. Anhelo de raíces. Gallo Nero, Buenos Aires, 2020.    

 (2) Nykvist, Sven. Culto a la luz. Ediciones del imán, Madrid, 1988.   

 (3) Groppa, Néstor. Libro de ondas. Vinciguerra, Buenos Aires, 2000.   

 (4) Fontán, Gustavo. El paisaje invisible. Documental sobre Jorge Calvetti, 2003.

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