LA CASA DEL CINEASTA: EL VIENTO, LA LLUVIA, EL CINE DEL DIABLO (SEGUNDA PARTE)

LA CASA DEL CINEASTA: EL VIENTO, LA LLUVIA, EL CINE DEL DIABLO (SEGUNDA PARTE)

por - Columnas
05 Mar, 2024 10:52 | comentarios
¿Cómo filmar la lluvia? ¿Hay que consultarle a la luz? Hay otras preguntas, y compañeros de viaje que ayudan a saber algo más. Puede ser un cineasta lejano u otro cercano. ¿Ignacio Agüero, Jean Epstein? No son los únicos. También están los poetas.

LA LLUVIA

No es sencillo filmar la lluvia. Aunque pongamos nuestra cámara hacia ella, de manera franca, puede no verse en el encuadre. Sí pueden verse más fácilmente sus efectos: las gotas resbalando por un rostro o por una ventana, el repiqueteo en el piso o en el río, por ejemplo. Pero puede ocurrir que no se vea llover. Eso tan simple, ver llover, puede ser ignorado olímpicamente por la cámara. Sentí muchas veces esta frustración: la imposibilidad de grabar lo que acontecía frente a mis ojos. Me acuerdo la paciencia de los fotógrafos Diego Poleri y Luis Cámara, mientras filmábamos las lluvias que habíamos planeado en El árbol -con Diego-, y en La orilla que se abisma -con Luis-, muy cercanas en su realización, para explicarme, con enorme paciencia, que la lluvia -su existencia, no su efecto-, se verá en el plano según la alianza que haga con la luz. 

En La orilla que se abisma hay tres lluvias. Cada una de ellas posee, por el trabajo con los materiales, por la forma de ver y oír, una mayor abstracción en relación a la anterior. Hicimos una de las proyecciones de la película, en un pueblo de Entre Ríos, en un viejo salón de actos donde habían puesto un proyector y una pantalla.  El público era variado, algunos habían leído la poesía de Juan L. Ortiz, otros no, algunas personas tenían incluso poca relación con el cine. Porque los espectadores no eran demasiados, no más de veinte, pude prestarle atención a una mujer, de unos setenta años que permaneció inmóvil, en el fondo de la sala, durante el rato que duró la charla posterior. Parecía prestar atención a los comentarios, pero también estar ajena a todo, como hundida en un estado indescifrable. Cuando terminó la conversación con el público, la mujer esperó que la gente se dispersara y al fin se acercó. Me dijo, bajito, como si sintiera cierto pudor por la confesión: “Toda mi vida viví en el campo…esa tormenta me dio miedo. Cuando era niña una tormenta así mató a mi vaca”. No dijo nada más, me miró unos instantes y se fue. Desde entonces pienso en el poder afectivo de la lluvia, de su ligazón emocional con todos nosotros. Cuántas veces escuchamos, aun en personas que vivieron toda su vida en la ciudad, hablar del miedo a las tormentas. Hay algo primario en ese vínculo con la naturaleza, un modo de estar a merced de, una forma de intemperie. La lluvia despliega en nosotros un saber de características dobles, ancestral y arcaico, por un lado, personal por otro. 

Juan L. Ortiz en La intemperie sin fin (2008)

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Un paréntesis. Porque dije vacaluz, experiencia, e invoqué a Juan L., busco entre mis cuadernos algo que Ortiz dijo en una entrevista: “Nací en Puerto Ruiz, muy cerquita de Gualeguay. Éramos doce hermanos y yo era el encargado de pastorear las vacas. Desde chiquito me impresionó la luz, la luz del amanecer… Cuando el sol estaba rasante iluminaba parte de la vaca y parte de mi madre agachada ordeñando. A mí me impresionaba mucho porque se levantaba en ese tambo mucho vapor. Entonces todo se irisaba, se hacía un mundo de color muy tenue, hermoso: las vacas parecían una niebla”. Esa alianza de la luz y de la niebla se parece un poco a esa otra, la de la luz con la lluvia, que asiste a las especulaciones de este texto. Fundamentalmente por lo que provoca en la percepción, en la corrosión de los contornos. Ya volveré sobre esta cuestión.

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Hace unos años, el festival de cine Punto de vista (Navarra, España) editó un hermoso libro: Ermanno Olmi. Seis encuentros y otros instantes. En uno de esos instantes, el director italiano habla de la experiencia de la lluvia: “Incluso de forma extraña, la lluvia sugiere una tregua. Cuando un pastor o un agricultor tenían que enfrentarse a la lluvia, lo hacían interrumpiendo su actividad: la lluvia era una señal de pausa. En cambio, en la sociedad moderna la lluvia ya no tiene ese significado. Lo mismo pasa con la oscuridad. Antes, cuando oscurecía, la gente dejaba de trabajar, se iba a dormir o se reunía ante un buen fuego; hoy en día, si estás en una habitación con aire acondicionado e iluminación con efecto natural ya no sabés cuándo es de día y cuándo de noche. Al menos la lluvia sigue manteniendo esa ligazón con los tiempos pasados en los que el hombre respetaba las leyes de los acontecimientos naturales, el día, la noche, el verano, el invierno, el calor, el frío, el sol, la lluvia. Así, en I fidanzati, los obreros de la planta petroquímica siciliana, que antes eran campesinos y siguen manteniendo su arcaica cultura bien enraizada, no van a trabajar cuando llueve porque para ellos la lluvia significa quedarse en casa”. 

La lluvia es entonces, según lo que rescata Olmi, una interrupción, una ruptura de la continuidad productiva que invita al encuentro con otros, y con uno mismo, en un nuevo tiempo sin urgencias. A resguardo, es probable que los campesinos hayan aprovechado esos días, los de la lluvia, para contarse historias, o para descansar, o, por qué no, para mirar llover, simplemente. Podríamos pensar, avanzando con las conjeturas, que la lluvia propiciaba la reunión, por un lado, y la contemplación, por otro. 

Road and Rain. Serie de fotografías de Abbas Kiarostami.

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Otro paréntesis, para atender a las imágenes.

“Permanece en la lluvia atenta. Por su luz, hombre callado por su luz callada. En quien los recuerdos se vuelven lluvia ni bien se da vuelta para evitar unas ramas caídas. Mira avecindarse unos árboles. Callada la lluvia, callado el hombre que por ella avanza, lluvia de su memoria que lo moja” (Arnaldo Calveyra)

“Luego hablaron de otras cosas, pero él no las recordaba ahora porque la memoria se le iba hacia los andenes y todos los andenes estaban como arrasados por la lluvia”. (Daniel Moyano)

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Quisiera decir ahora algunas cosas sobre lo que la lluvia le hace al mundo y al lenguaje audiovisual. Como la niebla, la lluvia provoca en la imagen un grado, mayor o menor, de inestabilidad. La lluvia traza encantamientos, alivia o arrecia, baila o disuelve, corroe los contornos. Las cosas y los cuerpos, bajo su acción, no quedan nunca indiferentes. Todo aquello que parecía estable es jaqueado, interpelado, puesto en cuestión. El mundo, nosotros mismos, siempre somos más frágiles bajo el aguacero, materia sujeta a su propia disolución. La lluvia atenta siempre contra la definición y la transparencia. La experiencia de mirar contiene, como condición, si llueve, la experiencia de no ver, o ver de otra manera. 

La tormenta, claro, se manifiesta ante la vista, pero también frente a nuestros oídos. Los truenos son el augurio, la buena nueva o el desastre anunciado. El trueno es lo que inscribe a lo inminente en la narración, abre un nuevo orden de cosas porque no es posible no estar en alerta: con el trueno comienza la inquietud. 

Durante varios años trabajé en la adaptación de Nadie nada nunca de Juan José Saer con la esperanza de filmarla algún día. En las páginas finales de la novela, la tormenta empieza a darle entidad a su amenaza:

“En el fondo del patio, bajo los árboles, el bayo amarillo, inmóvil, junto al balde de plástico rojo volcado entre sus patas delanteras, espera el próximo relámpago y el trueno, largo y múltiple, que lo sucederá. Cuando el relámpago llega, súbito y cercano, haciendo empalidecer el aire y dándole al mismo tiempo una tonalidad verdosa, fugaz, el caballo hace algunos movimientos rígidos con la cabeza como inspeccionando, sin atreverse demasiado, los alrededores. Y cuando el trueno comienza a bajar, remoto primero, cada vez más intenso a medida que se acerca, el animal solitario empieza a mover las patas, golpeando los vasos contra el suelo, sin cambiar de lugar, aumentando la rapidez y la fuerza de su pataleo a medida que el trueno se aproxima, hasta que el ruido se desvanece y sus movimientos se apaciguan, tendiendo, graduales, a recobrar el estado anterior de expectativa tensa y de inmovilidad”.

El guión es siempre un mapa tentativo. La sombra de la película posible. Todo guión constituye, al mismo tiempo, una toma de posición y una traza de enorme fragilidad. En esa escritura necesaria, así imagino el final de la película:

Elisa y el Gato van en silencio ahora. Elisa es quien maneja y cada tanto tiene que recomponer el rumbo porque un jeep del ejército –lo vemos siempre desde lejos– impide el paso. Vamos con ellos en ese auto, bajo el diluvio, en la ciudad sitiada. Una calle, barro. Otra calle. Un laberinto. Se disuelven los árboles. las casas, los animales. Cada tanto, un carro militar cruza en el fondo borroso del cuadro. Los rostros de Elisa y el Gato son también materia acuosa, materia que se dispersa y se fuga, vibrante, como todo lo que los circunda.

Tal vez, como en el cuadro de J.M.W. Turner, La tormenta de nieve:

II

EL CINE DEL DIABLO

Siempre tuve miedo de que se me fosilicen los ojos. Cada vez que empiezo a pensar, a escribir, o a realizar una película, este temor se agudiza y me interpela, como si una voz inesperada me hablara y me advirtiera del riesgo. A veces lo hace entre susurros; a veces, con violencia, cuando ensayo algunos caminos que, seguramente, son callejones sin salida. Cuidado, es necesario un esfuerzo, abandona la comodidad, me dice la voz. Una vez que empieza a hablar ya no puedo dejar de oírla. Entonces me detengo, me siento ante algún árbol, si el viento lo hace temblar, mejor, o en una terraza asaltada por el sol o por la lluvia, y empiezo un diálogo imaginario: ¿Qué significa que se fosilicen los ojos? Aunque no lo sé, y por eso el temor y la pregunta perduran, ensayo algunas respuestas: ver sólo las apariencias, ver lo que ya vi, ver como indican las preceptivas de la industria, cada vez más autoritarias, deslindar lo visto, por exceso o por defecto, de la emoción que debería habitarlo. Es necesario, me digo, admitiendo la paradoja, ver como si fuera la primera vez; ver, de manera sosegada, lo que está vivo en el mundo.

La vida cotidiana aporta un conjunto de condiciones y circunstancias que me permiten avanzar con estas ideas. El mundo cercano, todo eso que nos rodea cada día, nuestra casa, nuestra calle, nuestros seres queridos, los perros y los gatos con los que convivimos, los pájaros y el árbol de la puerta, nuestros muebles y nuestros libros, la luz que entra por la ventana, nuestra ropa, por nombrar, simplemente, algo de esa madeja que nos constituye mientras transitamos, está investido, por causa de las costumbres y la rutina, de cierta invisibilidad. Lo familiar nos somete a la ilusión de la transparencia. Perdemos, entonces, porque el mundo se ausenta, o porque queda absorbido en la funcionalidad, la conciencia y el asombro. 

Es cierto que a veces un suceso extraordinario, una muerte, la enfermedad, un nacimiento, un nuevo amor, como la lluvia para los campesinos, viene a romper la continuidad, nos obliga a cierto tipo de detención, y opera fuertemente sobre nuestras emociones y nuestros pensamientos. El devenir se rompe, inevitablemente, y quedamos obligados a una nueva narración. Pero no quiero atender en esta nota a ese tipo de circunstancias de la vida, sino a los períodos en los que, en apariencia, no sucede nada, o en todo caso, lo que ocurre es de un grado menor, circunstancias ordinarias de la vida, o del orden del azar, como, por ejemplo, un pichón que se cayó del nido a nuestro patio, la frase de un vecino dicha al pasar, la lluvia que nos demora, el tejido que la lluvia  hace y deshace en el aire, un objeto perdido que reaparece, el soplido del viento en las rendijas de puertas y ventanas, esas cosas a las que no solemos  prestarles atención, hundidos en la corriente que nos lleva. 

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Una revista maravillosa que se editaba en Buenos Aires hace algunos años, Las naves, elegía un tema para cada número y convocaba a directoras y directores de todo el mundo para decir lo que quisieran. El número 3 se llama Lecciones de cine. Uno de los que escribe en ese tomo es el director chileno Ignacio Agüero y cuenta algo de su experiencia en la realización de El otro día, filmada en su propia casa a lo largo de un año: “Si yo fuera Ministro del Interior de Chile, daría un año sabático a la mitad de la población para que todos filmen una película que se llame El otro día en sus propias casas. Al año siguiente, mientras el primer grupo monta las películas en las tardes porque vuelven a trabajar, el resto de la población tiene año sabático y filma la misma película. Yo creo que sería muy bueno que todos filmaran su casa y miraran su casa durante un año pagados por el Estado. Eso creo que haría mejores personas, personas que saben dónde están paradas y eso sería muy político. Por eso, no lo hacen los Ministros del Interior, sería muy subversivo que alguien mire dónde está parado sin el apuro de ir a consumir todo el día”.

El otro día

En su programa, Agüero propone un año para permanecer en la casa y filmar una película. Un año parece mucho para mirar algo tan conocido. Pero Agüero sabe muy bien que para ver algo que valga la pena es necesario atravesar esa capa, bastante endurecida, de prejuicios, de saberes estériles, de usos y costumbres. Hay que estar dispuesto a mirar lo que aparece, lo que aparece y desaparece, lo que tiembla, lo azaroso, lo desconocido en el seno familiar, la intemperie bajo techo, y asumir el fracaso cada día. Y eso conlleva un esfuerzo. Es necesario una particular disposición para ver; un estado de entrega y de vigilia. No es posible sin esa obstinación. Por eso, tal vez, Agüero propone un año: para que cada día nos obliguemos a ver algo distinto, en el mismo lugar. Si así fuera, si acogiéramos esa inquietud, una voz, la voz propia, en el transcurso de los días, comenzaría a hablarnos al oído: todavía no viste nada, profundiza el acecho, la presa nunca está quieta, es frágil, esquiva, la verás por el rabillo del ojo y antes de que te des cuenta ya no estará ahí. No te conformes. Todavía no has visto nada. No te resignes. El mundo es infinito.

***

Jean Epstein, el director de El hundimiento de la casa Usher, entre tantas otras películas notables, escribió y teorizó sobre el cine de una manera muy singular. En sus textos, Epstein le atribuye al cine la cualidad de poner en cuestión las certidumbres, ser un instrumento de rebeldía frente a lo dado. Sus teorías, como la de la fotogenia, dan cuenta con insistencia de la particular relación del cine con el movimiento, lo inestable y lo misterioso. En esa particular alianza con el mundo, el cine se convierte, para Epstein, en un instrumento de conocimiento porque es capaz, entre otras cosas, de ampliar nuestro horizonte visual, nos permite profundizar y desplegar nuestra percepción. 

Dice Epstein en El cine del diablo: “En la epidermis de los brujos, los poseídos, los heréticos y los agentes de la Inquisición se buscaban a veces puntos o zonas de insensibilidad que, se suponía, probaban la pertenencia de un hombre a Satán. En el corazón mismo del cinematógrafo descubrimos un estigma con una significación mucho menos incierta: la indiferencia de ese instrumento respecto a las apariencias que permanecen, que se manifiestan idénticas a sí mismas, y su interés selectivo por todos los aspectos móviles, esa predilección que llega incluso a acrecentar el movimiento allí donde apenas existe, a suscitarlo allí donde se lo juzgaba ausente. Ahora bien, los elementos fijos del universo (o los que lo parecen) son la condición del mito divino, mientras que los elementos inestables, los que se mueven más rápido en su devenir y amenazan el reposo, el equilibrio y el orden relativo de los anteriores, son lo que simbolizan el mito demoníaco. Si no ciego, al menos neutro ante el carácter permanente de las cosas, extremadamente inclinado a valorizar todo cambio, toda evolución, la función cinematográfica se muestra eminentemente favorable a la obra innovadora del demonio”. 

Ignacio Agüero, claro, hace honor a esa tradición hereje y antidogmática. Con el paso de los años -Epstein escribió sus textos en la primera mitad del siglo XX- la industria cinematográfica se ha esforzado para conjurar esa potencia, domesticarla, esquivar el carácter revolucionario de las imágenes audiovisuales. El cine hegemónico, sujeto a la idea de divertimento y al dinero, ha cristalizado el mito divino, machacado en los dogmas. Agüero se ubica, con otras estrategias narrativas y poéticas, pero con la misma obstinación, en la tradición humanista que promueven los escritos de Epstein. Por eso, sus películas, aparentemente frágiles, aparentemente incompletas, nos dejan siempre en un estado de inestabilidad, con la sensación de haber tenido una epifanía, con nuevos horizontes en los ojos. 

Gustavo Fontán / Copyright 2024