LA CASA DEL CINEASTA: EL VIENTO, LA LLUVIA, EL CINE DEL DIABLO (PRIMERA PARTE)

LA CASA DEL CINEASTA: EL VIENTO, LA LLUVIA, EL CINE DEL DIABLO (PRIMERA PARTE)

por - Columnas
19 Ene, 2024 11:39 | Sin comentarios
Un guion de un film que todavía no existe; algunos textos de dos maestros del siglo XX, una inquietud inicial: filmar el viento.

EL VIENTO

Hace un tiempo escribí un guión que se llama Ramón Vázquez. El personaje, un caído del mapa, un desempleado desde hace meses, sueña que su padre se muere y emprende un largo viaje para visitarlo después de treinta años. La calificación de largo no obedece, claro, a la distancia en un sentido literal, sino a la suma de dificultades que el emprendimiento tiene. Durante la escritura, a poco de andar con Ramón, me asaltó una imagen. No era parte de la última escena, lo sabía, pero por alguna circunstancia encontraba en ella el color y el sabor del peregrinar de Ramón. Una especie de destino. Estuvo en mi cabeza durante muchos días, la pinté torpemente en un cuaderno que me acompañó durante el proceso de escritura, pero no la escribí hasta el momento en el que el viaje alcanzaba zonas abiertas, difusas:

El viento hace temblar un pastizal. Se sacude un rato, en una especie de danza vegetal. Algo se mueve en el centro del espacio, en el corazón del temblor. Vemos de cerca ahora: Ramón está sobre los yuyos, boca arriba, como si uno de sus desmayos le hubiera ocurrido ahí. Sobre él, ve volar un conjunto de pájaros. Ocupamos su lugar. Miramos a los pájaros. No hay ninguna amenaza en el vuelo de la bandada. Sólo un movimiento centelleante, musical, al que Ramón atiende como un niño. Después de un rato, Ramón se levanta y camina entre los pastos altos hasta que llega a una calle de tierra. ¿Hacia un lado o hacia otro? Ramón se decide y va en uno de los sentidos. Caminamos con Ramón. Evanescente por efecto de la luz y del polvo, vemos a alguien que camina delante. Tal vez el padre. Tal vez un espectro.

La imagen inicial de esa escena, el pastizal temblando por el viento, me acompañó durante toda la escritura y me acompaña todavía. Pastizal que guarda en su seno a Ramón, tendido, mirando a los pájaros. Pero al principio no lo sabía. Solo veía los pastos altos y su movimiento. Por eso, en lo arbitrario de los devenires de estos textos, para preguntarme por la alianza del cine con lo que se mueve o se transforma, porque esa imagen me interpela todavía, quiero hablar, antes que nada, del viento.

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Hay otro pastizal mecido por el viento; aunque no es desborde de maleza sino un sembradío.  Para filmar El espejo, Andréi Tarkovski construyó una casa, igual a la de su infancia. Allí había nacido y vivido con sus padres. En esa casa, su madre había pasado su propia juventud. A partir de fotografías y recuerdos, la erigieron con gran exactitud en el mismo terreno donde había estado la casa original cuarenta años atrás. No tuvieron dudas de la eficacia de la reconstrucción cuando la madre del director se conmovió profundamente al visitarla. La casa, que ya no existía sino en la memoria y en alguna fotografía, volvía a ser en su condición material y se convertía en el puente hacia las experiencias del pasado que estaban en el origen de la película. Pero faltaba algo importante. “Recuerdo que por aquel entonces, entre la casa y el camino que llevaba al pueblo vecino, había un campo de alforfón. Cuando florece resulta una imagen fantásticamente bella. Su color blanco, que semeja un campo nevado, ha quedado grabado en mi memoria como un detalle característico, esencial, de mis recuerdos de niñez. Pero cuando llegamos allí no pudimos descubrir alforfón: los campesinos llevaban mucho tiempo sembrando trébol y avena. Cuando les pedimos que volvieran a sembrar alforfón para nosotros, nos aseguraron que allí no podía crecer, ya que la tierra era totalmente inadecuada”, cuenta el director ruso en su libro Esculpir en el tiempo. Tarkovski no se dio por vencido y mandó a sembrar alforfón en el campo arrendado. Y, claro, ante la perplejidad de los campesinos, el alforfón floreció: “Este éxito nos pareció un buen comienzo, una señal de que todo iba a ir bien. Y además mostró a las claras las cualidades específicas de nuestro recuerdo, su capacidad de penetrar a través de una capa que el tiempo había extendido. Y éste era el tema de nuestra película, ésta era la idea que le daba consistencia”. 

La escena es inolvidable. Ella está sentada en la verja y mira el sendero que llega por el campo hasta la casa. Espera al marido que está en la guerra. Un hombre deja el camino principal y va hacia ella. Le pregunta si el sendero lleva a Tomshino. Es médico y se olvidó la llave del maletín. Ella no tiene nada con qué ayudarlo. Tienen un breve diálogo, comparten un momento. Él se sienta junto a ella y la cerca cede, caen al piso. Caído, se ríe, pero enseguida ve las matas, las raíces, y se asombra, como si descubriera algo de pronto, o recordara algo que le cambia el ánimo. Ya de pie, le pregunta a la mujer: “¿A usted no le parece que las plantas sienten, comprenden?”. Un momento después empieza a alejarse por el sendero que ha llegado. Cuando ya recorrió algunos metros, ella le avisa que tiene sangre atrás de la oreja. Él se detiene, la mira. Entonces ocurre el milagro. Una ráfaga mueve el sembradío cuando el visitante, que se está alejando, se detiene y se vuelve hacia la mujer, convirtiendo el instante en una epifanía. No es un vaivén o un temblor de las flores, sino un impulso que recoge el pastizal para que la naturaleza intermedie entre los dos, le acerque a una el alma de la otra. El viento de El espejo es un viento íntimo, sin nombre. Un viento que acerca lo que se aleja. “No sé qué hubiera sido de la película si el campo de alforfón no hubiera florecido”, dice Tarkovski en su libro.

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El director chileno Raúl Ruiz, del mismo modo que Andréi Tarkovski, también acompañó la realización de sus películas con la escritura de textos en los que reflexionó sobre el cine, trazando una poética. Justamente, Poéticas del cine se llama el libro que reúne sus escritos. En uno de los capítulos, Ruiz retoma un concepto del Walter Benjamin, el de inconsciente fotográfico, que da cuenta de todos los elementos aparentemente secundarios de una imagen, visual o audiovisual, que tienden a reorganizarse para conformar un corpus enigmático que atenta contra una lectura simple. Ese campo, alojado de manera azarosa, sin conciencia, forma parte de la imagen y hace con ella algo singular: mientras la constituye, la desborda; pone en cuestión su visibilidad. Ruiz avanza sobre este concepto y lo define: “En realidad llamo inconsciente fotográfico a esos fantasmas que giran alrededor de las imágenes y los sonidos reproducidos de manera mecánica pero que nunca tocan el objeto audiovisual. A veces cercan el objeto, literalmente lo transfiguran, lo secuestran y hasta pueden transformarlo en historia”. Ese plus de una imagen, esa latencia, provoca siempre una profunda atracción porque nos interpela. Nunca terminamos de saber lo que vemos.

En ese mismo texto, Ruiz cuenta que al terminar de rodar una película los directores, muchas veces, filman algunos planos aislados, de nubes o paisajes o calles vacías, para usarlos como transición entre las escenas. Parecen planos inmóviles, en apariencia, porque no hay una acción ni se mueve la cámara, pero en esa aparente inmovilidad el ojo detecta inmediatamente aquello que se mueve. “Allí, en ese juego de movimiento e inmovilidad, se alojan signos involuntarios que dibujan otro campo para el inconsciente fotográfico”. Entonces, para dar cuenta con un ejemplo de aquello sobre lo que está conjeturando, no para ilustrar el concepto sino para profundizarlo, Ruiz relata una experiencia personal en la que interviene el viento: “Recuerdo una imagen de Chiloé: el viento agitaba las copas de los árboles frente a mi casa. Por momentos soplaba tan regular que uno tenía la impresión de que los árboles se quedaban inmóviles, inclinados en la misma dirección. Los pescadores que cruzaban el cuadro también se detenían, sólo que inclinados en la dirección opuesta. Así la inmovilidad producía la impresión de que entre el movimiento del viento y lo que se le oponía no había conflicto alguno. Y cuando el viento retomaba su ritmo irregular, la imagen inmóvil, que duraba unos segundos, cedía al movimiento y se desvanecía, y todo se normalizaba. A veces el viento volvía a ser regular y el paisaje a inmovilizarse, para retomar enseguida el movimiento. Esa alternancia le daba a la escena una emoción inédita: cuando todo se movía sólo se veía inmovilidad y viceversa. Yo pensaba entonces que ésa era una buena oportunidad para fotografiar el viento”. 

(Continuará)

Gustavo Fontán / Copyleft 2024