FESTIVAL DE CANNES 2012 (12): MODOS DE OBSERVAR

FESTIVAL DE CANNES 2012 (12): MODOS DE OBSERVAR

por - Críticas, Festivales
26 May, 2012 11:34 | comentarios

Renoir

Por Roger Koza

No es una gran película, pero no deja de ser interesante. Renoir de Gilles Bourdos sitúa su relato en los últimos días de la vida de Pierre-Auguste Renoir. 1915, la Costa Azul, un lugar privilegiado de Francia. Allí está el gran pintor y el padre del gran cineasta, Jean Renoir, luchando con su artritis y con la pérdida de su esposa.

La obsesión del pintor pasa por la piel y la carne humana. El famoso sensualismo de Renoir se lo explicita desde un principio. La piel es lo que debe pintarse, entiende, y encontrará en Andrée, la futura mujer de su hijo militar y luego cineasta, su último modelo femenino. Sus tetas de campeonato son círculos perfectos, y no obstante, como se quejará en alguna oportunidad, siempre la engorda en las pinturas.

Las cuestiones dramáticas aquí son irrelevantes. Habrá una historia de amor, un reencuentro familiar y un retrato ligero de la psicología del artista. Él cree que es un trabajador del pincel, apoyado en su pasado, cuando pintaba platos de porcelana, pero en la mansión en la que vive sus sirvientes e hijos le dicen y lo llaman el “patrón”. No es precisamente una denominación proletaria.

El mayor acierto de Bourdos es el intento de traducir cómo mira un pintor el mundo y cuáles son las operaciones miméticas que se ponen en marcha a la hora de transformar una representación óptica en un lienzo. De ese modo, al principio del film veremos lo que Renoir mira y está pintando y recién pasado unos minutos se descubrirá la apropiación de lo real en la perspectiva del artista. Los planos generales de la campiña francesa, los cuadros implícitos dado por la relación de la luz natural y el ecosistema en el que vive Renoir, ya de por sí implica entender el carácter pictórico de lo real. Pero en la pintura de Renoir hay una cálida dislocación de las formas y difusión de los colores en donde ya se adivina un tratamiento antinaturalista de la percepción.

Ya más cercano al final, Bourdos empezará la escena con un travelling lateral por encima de una pintura hasta salirse del foco que implica la cercanía del lente sobre el cuadro y permanecerá el movimiento y el registro sobre el espacio abierto detrás del lienzo. El resultado es magnífico debido a que el registro ineludiblemente no puede evitar el desenfoque, pero, al hacerlo, pareciera que allí, entre la luz, los objetos y el desenfoque involuntario se estuviera justamente imitando la perspectiva del propio Renoir. Así, la cámara deviene en impresionista. Pinta el plano, imita la mirada del viejo pintor, el ojo mecánico se hace carne.

El resto es aquí anécdota, psicología elemental y chisme familiar. Verlo al joven Renoir más interesado en volar y asesinar alemanes que filmar es extraño, pero el trabajo de Vincent Rottiers transmite siempre una delicadeza y sensibilidad apropiadas; no es imposible adivinar el crecimiento de un cineasta, el más grande en torno al registro de los vínculos y el espacio, consciente de las relaciones de clases, algo que en Renoir, el personaje de Jean sí parece tener consciencia. Por otra parte, la composición de Michel Bouquet es como siempre fuera de lo común. Cuando le tocó ser Mitterrand en un film de Guédiguian, el fantasma del estadista socialista parecía haberse infiltrado en sus huesos. Aquí, le toca canalizar a Renoir. Si es fruto de una sesión de espiritismo, no lo sabremos, pero Bouquet, una vez más, deviene en otro. Y sin embargo su genio pasa por no apelar a la mimesis total respecto del sujeto representado sino por intentar sintonizar una experiencia y una subjetividad ajenas.

En una pasaje menor, uno de los hermanos de Jean Renoir le sugiere no dedicarse al cine. “No es para franceses”, le dice. La sala festejó el comentario como si se tratara de un chiste de los hermanos Marx. Es lógico la reacción: los creadores de la cinefilia se siente con privilegios.

Killing them Softly

Pero los franceses, más allá de su amor propio, siempre le han rendido pleitesía a los estadounidenses. Había grandes expectativas en estos días ante la llegada de un semidiós de Hollywood, habitué en Cannes: Brad Pitt pisaba Cannes y la Croisette ya no era la misma. Pitt, como se ha visto, llegó con el pelo muy largo; francamente, se parecía a un Cristo salido de Wall Street. Con sólo estar en las pantallas de los 20 LCDs ubicados en zonas estratégicas del Palais (allí por donde pasan periodistas, críticos, programadores, gente de la industria) se amontonaba una muchedumbre. Existe, está en la tierra.

En Killing Them Softly Pitt interpreta a un asesino. Es un personaje salido de una galaxia fílmica que ya todos conocemos: la tradición Tarantino. Asesinar puede ser cool y más aún filmar un disparo o una golpiza alucinante como si se tratara de un ballet mecánico: las balas atraviesan los vidrios de un auto en un ralentí total, mejor aún que en la estética Matrix, y cuando atraviesan la carne de Ray Liotta no sabemos si estamos ante un asesinato o un cuadro en movimiento sobre las partículas materiales flotando en el espacio. En el cine veloz contemporáneo americano la observación se propone siempre como desaceleración de lo real y congelamiento del tiempo. Observar es detener el movimiento de lo real.

No es la primera vez que el australiano Andrew Dominik dirige a Pitt. Los dos son rubios, bonitos, millonarios, lo que no significa que vivan en el limbo. Killing Them Softly es una de gángsters y de vendettas, pero detrás de esta fachada, se supone, hay una mirada crítica sobre el capitalismo. El filme arranca en la primera campaña de Obama y en una de las recientes crisis financieras y de confianza en la economía estadounidense. En algunos pasajes se lo escucha a Bush, una voz omnipresente de un Gran Hermano que encarna la calma, la decencia y la razón de su pueblo. Es inconfundible y a la vez es imposible no reírse un poco. ¿Una marioneta que habla, un ventrílocuo del poder? Dominik intenta establecer una relación de semejanza entre la corrupción a gran escala y la que se vive en esa zona secreta de la sociedad estadounidense que él reproduce a pequeña escala.

Una de las películas más horribles del festival fue Siete días en La Habana. Excepto por el corto de Pablo Trapero, correspondiente al día martes y titulado Jam Session, y el extraordinario pasaje de Elia Suleiman, cuyo día elegido es el viernes y su cortometraje se titula Diario de un principiante, el resto es para el olvido. El gran mérito del film de Trapero es humanizar a Emir Kusturica, arrancarle humanidad, bajarlo del pedestal de un tipo conflictivo y narcisista, capaz de hacer un film sobre un futbolista con su apellido en el título. El ego hiperbólico del director se disuelve amorosamente en una tierna decadencia.

La anécdota narrativa de la película de Trapero consiste en la llegada de Kusturica al festival de cine de La Habana para recibir un premio por su trayectoria. Borracho y pasado de vuelta, a Kusturica poco le interesa los honores. Su chófer resulta ser un buen tipo y a medida que pasa el tiempo, el afecto mutuo nace entre ellos y es perceptible. Kusturica descubrirá que quien lo lleva a todas partes es un trompetista excepcional. Se harán amigos y finalizarán juntos en un club de jazz. La crítica política pasa por entender que un talentoso músico no tiene muchas opciones en la isla y de tenerlas en el extranjero, salir de ésta no es sencillo. Políticamente inofensivo, el filme de Trapero es puro humanismo.

7 días en La Habana

Pero lo que sucede con el corto de Suleiman es de otro orden. ¿Se le puede dar una Palma de Oro transversal y alternativa? En pocos minutos el dispositivo observacional de Suleiman se pone en marcha. Como suele suceder en sus films él es el protagonista mudo que todo lo observa. Más que un cuerpo es un ojo en movimiento. Él se para y simplemente mira, y nos mira diciéndonos que él mira con nosotros. De ese modo, el film va mostrando distintas facetas sobre Cuba; en pocos minutos lo sabemos todo: la soledad de los hombres, la banalidad del turismo (y la prostitución como una de las mercancías ideales para turistas), la precariedad económica de la isla, la presencia omnipresente y cómica de Fidel Castro, ya no como la figura dramática y trágica de la historia nacional sino como farsa.

Suleiman apuesta, como siempre, al poder óptico y distintivo del cine. Sus planos fijos generales y el lugar elegido para encuadrar permiten entender una topología, una arquitectura, una práctica social. Sin palabras las imágenes montan un discurso. La puesta en escena es deconstrucción.

Desde la llegada al hotel, Suleiman prende la televisión. Castro está dando una conferencia. Suleiman sale, camina, mira y vuelve al hotel. Castro sigue dando la misma conferencia. Las horas pasan, Castro sigue hablando. El procedimiento se repite y en la repetición, justamente, se instituye el elemento humorístico de la escena. Desde tiempo del cine mudo, ya es sabido, la repetición le quita el aura de protección a una práctica X para desenmascararla en su torpeza. Aplicado a Castro, el gag es imbatible. El otro momento elegido es sencillamente genial. Suleiman visita el zoológico de la ciudad. Va a comprobar que todos los espacios y las jaulas están vacías. Es un zoológico sin animales. Él mira lo que falta, la ausencia, la falta de recursos, el desabastecimiento en todos los órdenes. La sucesión de planos generales intercalados con el director palestino mirando lo que no tiene para ver es de una inteligencia extrema. Suleiman intensifica el sentido de mirar a través de una cámara.

Ojalá se pudiera programar en todos los festivales del mundo el segmento de Suleiman. Lamentablemente, viene unido a otros cortometrajes. Lamentablemente, hay pocos cineastas como Suleiman.

 Roger Koza / Copyleft 2012