ENTRELAZADO (EPISODIO 1): MULTIPOSICIONALIDAD

ENTRELAZADO (EPISODIO 1): MULTIPOSICIONALIDAD

por - Columnas
03 Abr, 2024 09:38 | Sin comentarios
La muerte de Lesley Stern es el punto de partida para recordar a la autora de algunos libros imprescindibles y asimismo problematizar el concepto de identidad y la relación con las ideas.

Ahora es necesario arrancar la salvación de su contexto histórico y descubrir una pluralidad no histórica, la pluralidad como vía de salida de la propia historia.

– Giorgio Agamben, Cuando la casa se quema (2020)

Mientras escribo estas palabras en enero de 2023, estoy camino a participar de un panel que es parte de una conferencia de un día en la Universidad California San Diego (UCSD), organizada como homenaje a la gran Lesley Stern, fallecida de cáncer en enero de 2021 a los 71 años.

¿Cómo describir a Lesley? ¿Escritora, crítica, artista, maestra, profesora? Cruzó tantas líneas, campos y actividades: academia, performance, política, ficción, análisis, feminismo, poesía, ecología, filosofía, teoría. La conocí cuando yo era adolescente en Melbourne, a finales de los años setenta; en ese tiempo y lugar era común que intelectuales comprometidos como Lesley estuvieran en todos lados: no sólo en las aulas y en las publicaciones especializadas de las bibliotecas, sino también en la radio, presentando películas y liderando discusiones en cineclubs, o apareciendo en revistas y diarios populares. Una vez declaró que lo que le gustaba acerca de Australia era que ahí “había vida fuera de la academia”. De hecho, mi primera experiencia compartiendo escenario con ella fue en 1980 (yo tenía 20 en ese entonces), cuando los dos fuimos invitados a hablar acerca de ¡telenovelas en la sede local del Partido Comunista!

Por eso, pienso a Lesley como una “crítica de cine” en el sentido más expansivo: jamás supeditada a los últimos estrenos ni a cierres periodísticos, sino a sí misma, a sus propias pulsiones e inquietudes internas, a la exigencia de sus deseos y su conciencia, a las posibilidades y oportunidades ofrecidas por la cultura a su alrededor.

Lesley fue una persona importante en mi vida, un modelo de lo que puede ser y hacer un escritor o una escritora. Ahora sé que ella (una persona nacida y criada en Zimbabue que trabajó en el Reino Unido y en Estados Unidos) inspiró a muchos otros escritores de cine alrededor del mundo a abrir sus enfoques, liberar su lenguaje y mezclar con decisión los métodos en los puntos en los que podían generarse fricciones productivas y provocativas. En ese aspecto, Lesley era heroica. De verdad, si podés leer en inglés, vivís en algún lugar de la esfera del cine y aún no te sumergiste en las páginas de The Scorsese Connection, su libro publicado en 1995 por el British Film Institute, no pierdas más tiempo: podés hacerlo ahora.

Desde ese triste día de 2021, aparecieron homenajes apasionados a Lesley de amigos y colegas. Pero solamente, a decir verdad, en lugares muy particulares. En blogs universitarios y académicos, en The Cine-Files y algunos sitios de internet australianos como Screenhub o Senses of Cinema (su influencia en Australia a partir de mediados de los 70 hasta el final de los 90 fue enorme) y en redes sociales. Pero, después de su fallecimiento, espero alguna novedad por parte de las fuentes fiables de noticias de cine que consulto siempre: ”The Daily» de Criterion y «Rushes» de MUBI Notebook. Por ahora, nada. Sigo esperando.

Esto me lleva a una triste reflexión. Probablemente ni siquiera fue una decisión consciente (las peores decisiones siempre suceden en un nivel menos reflexivo que en aquel donde ciertas suposiciones ya han sido completa e incuestionablemente internalizadas), pero me pregunto si Lesley fue categorizada, en la fracción de segundo de alguna sinapsis, exclusivamente como una académica universitaria… y, por lo tanto, considerada como alguien no relevante para la cultura cotidiana del cinéfilo promedio. Eso está mal, es una equivocación, es horrible. Y también, en relación con algunos de los males y las tendencias de nuestro tiempo, es muy revelador.

Por eso, diría que Lesley, en este triste escenario, es una víctima de la posicionalidad. Y la posicionalidad (entendida, en este contexto, como una rígida categorización de sujetos sociales) era algo contra lo que Lesley militó ferozmente, en todos los niveles y sentidos. No se limitaba a predicar la “fluidez” y tampoco habitaba una utopía, ni mucho menos. Ella buscaba intuir el punto de presión, y entonces dar pelea. Pero también demandaba márgenes de libertad, espacio para moverse y posibilidades de metamorfosis, para todos nosotros. Imágenes, ideas, sueños, estructuras, magia, montaje, juegos con palabras: esas eran algunas de las herramientas que usaba para mejorar la vida en el mundo material.

Lesley Stern

Tuve una experiencia extraña y reveladora en los últimos años, cuando una persona no muy amigable del vasto mundo de la cultura del cine me llamó un “hombre blanco viejo y triste”.  (Al menos aún no me contaban como muerto). Hombre y blanco y algo por encima de los 60, esos parámetros no los puedo negar. Todos nacimos en esta tierra en algún lugar, de alguna manera; no pudimos decidir nada al respecto, pero nuestra cadena de metamorfosis, ojalá constante, tiene que empezar ahí. He nacido, pero… La etiqueta de “triste” no es una con la que me pueda identificar mucho, pero percibo aquello de lo que, en el contexto, se intentaba acusarme: me habían atrapado lamentándome en público por un cierto sentido de legitimación, privilegio, celebridad, lo que sea. Las cosas patéticas que, ocasionalmente, vienen con el terreno de una raza, un género o una edad en particular, como así también con ciertas oportunidades profesionales negadas a muchos otros. Todo ese espectáculo de posicionalidad.

Pero lanzarle a alguien su posicionalismo en esos términos, y que luego responda a la defensiva desde esa misma posición, ahora percibida como “atribulada” o bajo asedio, es un mal escenario. Desalentador, sin futuro. Por ahí discurre la parálisis social, política y personal. Solamente con estereotipos fijos peleando en un crepúsculo pandémico. Nos estereotipamos nosotros tanto como estereotipamos a los otros. Lo cual puede ser fácil si uno se ha convencido a sí mismo, al calor del espíritu de la época, de que está del lado correcto de la Historia.

En algunos lugares y en ciertos momentos, hay una locura posicional en el aire de estos días. Lleva un abrigo de fanatismo, de conversión de tipo religiosa. Lo que amábamos ayer (posiblemente por razones buenas y meditadas) hoy lo desacreditamos; felizmente hablamos de reeducarnos (lavándonos el cerebro, ¡como en los buenos viejos tiempos totalitarios!) y de subir nuestros pequeños cuerpos al tren de la Causa Más Progresista del momento. Y seguramente la causa sea buena y progresista, puede incluso que sea la mejor. Pero nosotros (algunos de nosotros) no sentimos que tal sea nuestro camino, de ningún modo un camino que resulte natural o poético o (hay que decirlo) humano.

De hecho, esta gran conversión (signo de nuestros tiempos) se manifiesta en muchos tipos de retóricas feas, desaliñadas y superposicionales. Odiamos lo que creía la generación de nuestros padres; odiamos las vanas ilusiones a las que se aferran nuestros amigos del pasado; nos odiamos como tontos y atontados, antes (de la tan reciente Revolución de nuestra conciencia colectiva) tan ciegos e inactivos. Ahora el velo se ha levantado, ¡ahora podemos ver!

Y esta conversión histérica de la visión se dramatiza en un tipo familiar de proyección psíquica, un proceso de búsqueda de chivos expiatorios: sos lo que yo no soy (lo que nunca volveré a ser), y (en la probada, y cierta, fórmula del pálido resentimiento) sos malo, por lo tanto, yo soy bueno. Entonces: ¡vos, hombre blanco viejo y triste! O cualquier otro estereotipo posicional que se quiera, lanzado desde cualquier posición de la barricada.

La saga de Anatahan

Sigo recordando ese extraordinario momento en La saga de Anatahan (1953) cuando el autor-narrador (Josef von Sternberg) contempla la extraña ficción, el mundo artificial de deseo obsesivo y competitividad asesina que él mismo ha construido, y termina por meditar con las palabras conjuradas por primera vez por Terencio en un texto dramático del 164 a. C.: “Espiar en los detalles humillantes de la vida de otros seres humanos sería imperdonable si no nos preocupara encontrar una pista de nuestro propio comportamiento. Nada de lo que le sucede a un ser humano nos es ajeno”. Un momento profundo del cine y de la vida. Nunca estamos separados de lo que miramos, incluso (quizás especialmente) de aquello que denostamos, que nos repele.

La posicionalidad debería ser algo de lo que intentamos escapar, o al menos algo que intentamos transformar, no algo a lo que anhelamos ajustarnos.

Las lecciones de las generaciones anteriores están ahí para ser aprendidas. Ellas no nacieron ayer. Inclusividad, diversidad, el valor de la escucha, de ceder terreno privilegiado; todo lo que se relaciona con las construcciones institucionales, programación, financiación, contratación, publicación, etcétera. No siempre se relaciona bien o perfectamente con los contenidos (y las formas) de cada obra de arte existente, presente o pasada, ni con su crítica incesante. Arte, cultura, ficción: estas cosas no son nuestros reflejos directos. Si son espejos, son espejos distorsionados. Y esta distorsión es lo que importa, no lo que necesita ser “corregido”. Las películas no se pueden juzgar, de una vez por todas, en un arbitraje equitativo de «representación justa”. La posicionalidad no es un salón de espejos. Las identidades se encarnan, pero no se estancan en el barro para siempre.

En 2019, recordando La celda de cristal (1983) de Bette Gordon, Lesley Stern escribió: “A veces, bajo nuevas apariencias, reaparece el viejo moralismo y el recurso, aunque velado por un lenguaje diferente, de la censura. Tenemos que estar alerta, hay que seguir bailando”.

La celda de cristal

En la cultura del cine, por ejemplo, el “autorismo” siempre tuvo sus problemas, sus puntos ciegos y sus tendencias reaccionarias. Pero ¿por qué retratar estas cosas en su peor momento, en vez de en su mejor momento de baile? Hace 44 años, Gilles Deleuze aconsejó: “Devuélvanle al autor un poco de la alegría, la energía y la vida de amor y política que sabía cómo inventar y dar”. Sugirió que pensamos tanto en un artista que deja de ser un objeto, mientras simultáneamente se convierte en una entidad con la que ya no podemos identificarnos. Inmersión y distancia, ensueño y desapego, apertura y conciencia: esa también es la lección de The Scorsese Connection, si uno se molesta en leerlo bien.

Todos nosotros en las artes, en cualquier nivel, estamos viviendo bajo el chantaje de la urgencia. ¡Subite al tren, unite al programa! Y qué lástima si uno está “perdiendo el tiempo” con alguna obsesión vieja y anticuada. Pero en realidad nada está verdaderamente pasado de moda, déclassé o superado para siempre. Y no todo el mundo puede perseguir exactamente la misma misión, la misma causa justa, todo a la vez, exactamente de la misma manera. Cada uno de nosotros hace lo que puede, desde donde estamos, con lo que tenemos en ese momento. Algunas personas tienen el don de trabajar furiosamente en los más pequeños puntos de disputas (las formas del cine experimental, por ejemplo) y otras tienen el don de unir puntos conceptuales entre diversas áreas de actividad. Necesitamos de ambos tipos de personas tan llenas de capacidades. 

La cultura funciona a lo largo de la historia en una necesaria acción fragmentada y capilar (eso es lo que nos enseñó la era de las “subculturas”); no es un tanque monumental atiborrado de cuerpos apropiadamente dóciles y “posicionados” cabalgando sobre ruinas diezmadas de antaño.

El magnífico libro final de Lesley, Diary of a Detour (2020), tiene mucho que ver, obsesivamente, con gallinas y jardinería. También es sobre el acto de morir, el cine, los tratamientos médicos, la lectura… mil cosas. Y es un libro completa y ferozmente político, como todo lo que escribió, dijo y pensó. “La alegría, la energía, la vida de amor y la política”. Pongamos la complejidad, la multiposicionalidad, de nuevo en el mosaico.

“Dejar atrás un lugar o una situación sin entrar en otros territorios”, sugiere Agamben. “Dejar atrás una identidad y un nombre sin adoptar otros”.

Adrian Martin / Copyleft 2024

*Nota del editor: el texto debería haber estado publicado un año atrás; no viene al caso la razón. Le volvemos a pedir disculpas al autor, en esta ocasión públicamente.

Versión al español de Tomás Guarnaccia.