EL CÍRCULO

EL CÍRCULO

por - Ensayos
10 Ene, 2024 01:50 | Sin comentarios
Sobre la primera y la última de Víctor Erice.

En la cuarta estrofa del himno del Rhin, Hölderlin afirma: “Pues tal como comenzaste, tal permanecerás”. La tradición invocada con ese verso no tiene prácticamente nada en común con el mundo de Erice, excepto por algo esencial: la naturaleza de la poesía. Escribir versos es siempre una forma silenciosa de huir de la explicación exhaustiva y permanecer por un tiempo breve en lo incierto. ¿Cuánto tarda El espíritu de la colmena en compaginar las secuencias del primer acto en un todo inteligible destinado a narrar? 

Es cierto que todo empieza con un “Érase una vez”, pero el relato se enhebra lentamente, reteniendo primero la indeterminación del sentido del mundo que se devela y quienes habitan en él. Las dos pequeñas protagonistas van al cine, regresan solas, se acuestan y antes de dormirse la más pequeña le pregunta a su hermana sobre la película que vieron en el pueblo. Quiere saber por qué el monstruo mató a la niña. Al padre se lo ve trabajar con sus panales de abeja y en la noche escribir un ensayo filosófico sobre el mundo de los insectos responsables de la miel. Por su parte, la madre escribe una carta misteriosa y de inmediato se dirige a la estación de tren para enviarla a un destinatario que no deja de ser una cifra. Al dejar la carta en el tren, un soldado desde la ventana de un vagón la mira y ella le devuelve la mirada, un intercambio indescifrable pero lo suficientemente intenso y no menos ambiguo que la carta (el plano secuencia que abre la llegada a la estación es un momento prodigioso entre otros sobre el dominio del espacio en la puesta en escena). Todo eso sucede a lo largo de 30 minutos, cuando todos los nombrados comparten por primera vez y poco a poco una escena juntos. Hay algo en la puesta en escena que indica disgregación y fatiga, una incógnita revestida de un malestar apenas dicho. No se sabe, no se nombra, pero se percibe. Es que hay dos monstruos en El espíritu de la colmena: Frankenstein, en la visión de James Whale, que se proyecta en una sala de un pueblo perdido de España en la década de 1940, y una segunda criatura abyecta, un monstruo que no se proyecta pero que está presente como espíritu de época: el franquismo.

El espíritu de la colmena no es otra cosa que la vida de una familia que parece vivir un exilio en el interior de España, en un pueblo en el que la política apenas se hace sentir. Una foto entrevista en un álbum por la niña revela que el padre de la casa tenía una relación estrecha con Miguel de Unamuno. ¿Por qué un intelectual se dedica entonces a la apicultura? Que Maurice Maeterlinck haya escrito La vida de las abejas no es una razón suficiente para interpretar el destino de ese hombre, quizás interesado por lo mismo, pero obligado por otras circunstancias. La alusión al franquismo y la intercepción de los monstruos recién aludidos se plasma íntegramente cuando la niña más pequeña, Ana (Ana Torrent), llevada por la curiosidad, intenta resolver qué es lo monstruoso y se encuentra azarosamente con un perseguido del régimen. En esas coordenadas, Ana comienza el camino siempre incompleto de comprender la finitud. La niña en la película ha muerto. El hombre que halló en una habitación abandonada en la inmensidad del campo y cuidó por un tiempo también ha muerto. La elipsis de Whale protegió a Ana de contemplar el infanticidio; tampoco fue testigo del fusilamiento nocturno (que sí se ve en un plano general nocturno), aunque la sangre dispersa en el suelo confirma su sospecha.

La primera película de Erice es hermosa y un poco triste, y siempre enigmática: en la última escena, la niña dice y repite: “Soy Ana”. En Cerrar los ojos, la última película del cineasta, y no menos magistral que la primera, Torrent vuele a ser (otra) Ana y repite dos veces su nombre. En esta ocasión es frente a su padre que ha perdido la memoria. La escena tiene la misma intensidad de aquel cierre indeleble de la ópera prima de Erice y funciona aquí como el preámbulo de la última escena de Cerrar los ojos, cuyo título se hace imagen y sonido y que resulta imposible olvidar una vez que se ha visto. Lo que sucede no es otra cosa que una certeza de lo que fue (sin duda) y puede ser aún (quizás) el cine en relación con la memoria y la identidad: un suplemento espiritual del yo entretejido de sentimientos hechos de imágenes y sonidos. 

En Cerrar los ojos un cineasta no alcanzó a terminar su segunda película titulada La mirada del adiós. En pleno rodaje, su amigo de toda la vida e intérprete de la película desapareció. Se lo dio por muerto, pero nunca se encontró el cuerpo. Eso sucedió en 1990. El relato en sí transcurre en el 2012, y el nexo entre aquella desgracia casi olvidada y el presente de Miguel Garay, ahora traductor, lejos del cine y Madrid, cerca del mar y al sur, en Granada, es repuesto por un programa de televisión que vuelve sobre el caso irresuelto de Julio Arenas, el actor desaparecido. 

Lo que sucede después del programa de televisión es un anudamiento de situaciones secretamente extraordinarias y con personajes que son insustituibles. El relato se mueve en una sola dirección, el posible reencuentro de los dos amigos. Acompañan en ese viaje y en momentos distintos: un viejo cinéfilo que resguarda las latas de los dos rollos de La mirada del adiós (que se ve al principio y al final de Cerrar los ojos y que tiene afinidades evidentes con La promesa de Shanghái, la película que el propio Erice nunca llegó a filmar); dos hermanas religiosas que aman al prójimo sin atenuantes y que prodigan a la trama una comicidad inesperada; una amante argentina de Miguel y Julián, pianista y cantante; tres vecinos de Miguel que cuidan de su perro y su huerta cuando no está y pueden invocar la felicidad de estar juntos entonando todos una canción de Río Bravo. Todos son hermosos, hasta la conductora del programa de televisión a la que le preocupa en serio el paradero de Julio, o la enfermera benevolente que también quiere lo mejor para un hombre al que ahora todos llaman Gardel pero que podría ser aquel actor que abandonó el mundo.

Se ha dicho que Cerrar los ojos es más narrativa que las películas precedentes de Erice. En cierta medida, sí, pero no falta la dimensión pictórica de muchos de sus planos. Los últimos 30 minutos se imponen no solamente por el suspenso dramático inscripto en el guion, sino también por el comportamiento de la luz en los planos y en la planificación laboriosa de los encuadres. Es una evidencia: el paso al digital no ha afectado a Erice, porque no se ha convertido en un ilustrador de historias. El cineasta es fiel al descubrimiento de Bresson. El cinematógrafo es algo más que el cine. Con la luz y el sonido es posible transfigurar el mundo dado y reponer algo inigualable y en principio no mimético que solamente puede instituirse a través de una cámara. En efecto, hay planos que desbordan su función narrativa: basta observar la composición del plano para enseñar la cama tendida de Gardel en la pequeña casa que le han facilitado las monjas en el hogar de adultos donde trabaja para ser testigos de lo que puede hacer un cineasta con una imagen. Planos así hay varios. ¿Habría que indicarlos? Está el de los amigos viendo el mar detrás de una reja, o el de la monja dirigiéndose al cuarto donde se hospeda Miguel, o el del padre y la hija sentados en un banco durante la noche y en silencio, o el del momento en que se apagan las luces del asilo y la noche devuelve la soledad de los internados. Nada se ha dicho de lo que sí se ha rodado en fílmico, los dos rollos de la película en el interior de la película, con sus alusiones encantadas a La muerte y la brújula de Jorge Luis Borges, una referencia espiritual de Cerrar los ojos. Esas dos secuencias vindican la materia analógica del cinematógrafo.

En El espíritu de la colmena y en Cerrar los ojos se canta el argentinísimo tango Caminito, con música de Juan de Dios Filiberto y letra de Gabino Coria Peñaloza. La letra glosa la experiencia de la finitud en clave popular, la misma que intuyó Ana de niña y ahora de grande. 

Una parte de la letra dice así: 

Caminito que el tiempo ha borrado
Que juntos un día nos viste pasar
He venido por última vez
He venido a contarte mi mal

Caminito que entonces estabas
Bordeado de trébol y juncos en flor
Una sombra ya pronto serás
Una sombra lo mismo que yo

Habría que añadir que El espíritu de la colmena empieza con una proyección en un cine y que Cerrar los ojos termina con otra. Acá resuena el verso citado en el inicio. Es el gran círculo de Erice, aunque no es una esfera irrespirable, sino la creación de una sensibilidad capaz de cobijar un misterio. En la primera película, en el cine, todos abren bien los ojos; en la segunda, un paradójico descubrimiento se revela: A veces se puede ver lo que hay que ver cuando se cierra los ojos. Los hermeneutas de hoy y mañana intentarán descifrar ese gesto. Podrán decir algo del cine en sí, de la obra integral de Erice o del personaje de Julio Arenas. En una entrevista, Erice citó un poema de Borges, “Una brújula”: “Detrás del nombre hay algo que no se nombra”. El cine del siglo XX fue en ocasiones un ejercicio de intimidad. Una imagen podía cada tanto alojarse justamente en eso que no se nombra. Ese misterio le ha pertenecido siempre al señor Víctor Erice. Hemos tenido suerte de ser sus contemporáneos.

*Texto comisionado por Harvard Archive y publicado en otra versión en diciembre 2023 (leer acá)

Roger Koza / Copyleft 2024