DUETO
SOBREIMPRESIONES AFECTIVAS
En los inicios del cine, los pioneros descubrieron formas de asociación entre las imágenes capaces de plasmar pensamientos y sentimientos. El hallazgo del movimiento en el registro o los primeros tanteos en el montaje por el cual dos planos se asocian estimularon como nunca el entendimiento y modificaron el concepto de percepción. Ha pasado más de un siglo y todavía el empleo sensible de una sobreimpresión puede producir conmoción, risa y deslumbramiento. En el caso de Dueto, la sobreimpresión es un principio poético gracias al cual la amistad toma cuerpo. En efecto, la amistad es justamente eso: una sobreimpresión, una intersección de dos vidas en la que dos personas no dejan de ser quienes son pero ya no son las mismas una vez que se saben cerca.
Edgardo Cozarinsky no necesita introducciones. Basta decir que escribe y filma desde hace décadas; es uno de nuestros grandes cineastas modernos y un narrador y ensayista singularísimo. Rafael Ferro tampoco es un desconocido. Lo suyo es estar frente a cámara o mirando al público directamente en una sala de teatro. El cineasta-escritor y el actor son amigos desde comienzos de siglo. Se conocieron en un casting para Ronda nocturna, película que marcó el regreso del cineasta a la Argentina. Como lo recuerdan los dos en un pasaje hermoso de Dueto: Cozarinsky lo vio y pensó que no podía prescindir de hacer un primer plano del rostro de Ferro. Seis años más tarde lo hizo. Ese plano se incluye acá, y es un prodigioso retrato de un hombre hermoso: suena Luz en el cuerpo de Ulises Conti, mientras el plano fijo se sostiene todo lo que necesario para esperar la caída discreta de una o dos lágrimas por la cara de Ferro, que luce vigoroso, pero no por ello invulnerable. No son los únicos recuerdos que revisitan juntos.
Dueto es el retrato lúdico y cubista de una amistad entre dos hombres que no elude el erotismo, tema de conversación ya entre los antiguos filósofos griegos que pensaron sobre la amistad y sus variaciones. La honestidad con la que Cozarinsky toma la palabra en ese segmento es admirable. Habla sin importarle el qué dirán, expresa sus sentimientos con la misma nitidez que puede reconocerse en su misma mirada o en la precisión verbal de sus textos. Habla, y acá filma, desde esa misteriosa libertad soberana que se manifiesta sin hacer alarde de la experiencia acumulada en el largo paso del tiempo. ¿Quién es capaz de filmar(se) así, de espalda al prestigio y de cara a la verdad?
El cénit dramático de Dueto es cuando los dos examinan la obra de teatro que uno escribió para el otro concentrándose en un período existencial extremo de Ferro durante su paso por Europa como profesor de squash. En la última función de la obra titulada Squash (escenas de la vida de un actor), primera incursión de Cozarinsky en el teatro, Ferro maldijo públicamente la obra y comunicó su alivio de saber que ya no habría otra función. El episodio los distanció por un año, pero la amistad prevaleció. No es un tema menor vencer las ofensas en la historia de una amistad. Son pruebas de afecto, no menos exigentes que las que proceden de traiciones y estafas, heridas que pueden superarse cuando la amistad es verdadera y los amigos prefieren la relación al hecho mezquino de tener razón. En este segmento se devela un poco más el pasado del actor, distinto de su presente, en el que su vicio consiste en comprar más de cinco libros semanales y no en pasar el tiempo ingiriendo éxtasis y entrenando con su raqueta. La sinceridad es también una virtud de Ferro, como lo es la curiosidad y el deseo desenfrenado (antes) e intenso pero medido (hoy) de experimentar con todo.
No se puede desconocer que Dueto lleva la firma de los dos. Los planos están concebidos para la presencia de ambos, y de no ser así, la ausencia de Ferro en un plano cualquiera lleva a continuación a su inclusión inmediata. Lo que se despliega siempre es una gramática de imágenes y sonidos que privilegia la conjunción. Los planos y contraplanos, el montaje en paralelo o el ya mencionado trabajo con sobreimpresiones glosan un saber que detenta Cozarinsky.
En dos o tres ocasiones, Cozarinsky está sentado leyendo un libro en una mesa tallada por Pablo Cedrón, un regalo, entre otros, de los que Ferro recibió de aquel actor increíble. (También se ve un retrato de Ferro pintado por Cedrón en el bar Los galgos, de la calle Lavalle, visto en dos planos consecutivos que es una maravilla y que introduce un tercero, un amigo, no menos buscador que los dos, quien ya es pura ausencia. Ha muerto). El contraplano de esa acción consiste en reconocer a Cozarinsky mirando desde un balcón y en dirección hacia donde estaba leyendo minutos antes. Ese juego de espejos casi onírico, tono con el que empieza y termina la película, se repite no de inmediato, pero sí en el mismo lugar y con leves cambios en la perspectiva. En alguna ocasión, Ferro es el que mira y Cozarinsky el que lee y viceversa. Hasta que irrumpe un soberbio plano en profundidad de campo en el mismo lugar, en el que la cara del cineasta reposa en la base inferior de la izquierda del plano y Ferro ocupa hacia arriba y en oposición diagonal el lugar en el que a veces su amigo se observaba a sí mismo con anterioridad. Es un plano de gran refinamiento, y la condensación de una poética de la amistad (geométrica), acaso un encantamiento físico de encuadres que insisten en plasmar la conjunción.
La poética se explicita en todo su esplendor en el epílogo, cuando Cozarinsky-Ferro vuelve a musicalizar con las magníficas cuerdas de Conti (Distancia olvidadas) y los dos merodean en la casa del otro, buscándose en las respectivas ausencias o confundiéndose uno con el otro, a tal punto que los dos devienen uno en el momento en que se sientan en una misma silla y son uno y el otro. ¿No remite ese pasaje a la fusión de los rostros de Persona de Bergman, aunque sin la inclinación psicótica y existencialista de aquel clásico sueco que dejó una huella en la generación de Cozarinsky? Es acaso una mera coincidencia, porque la fuerza de la fusión responde a otra inquietud, que se dramatiza con los créditos finales y gira en torno a la muerte.
La diferencia de edad no es un tema menor. En esa disparidad también se introduce el fárrago sentimental que los vínculos intensos pueden inducir. Cozarinsky podría ser el padre de Ferro, pero esa tentación afectiva y ese desplazamiento de la cualidad del vínculo se conjura cuando Ferro se refiere a su papá. Es una escena extensa y cuidada que tiene algo de exorcismo, porque no solamente duele la muerte de un padre sino también la amenaza de la sinrazón o el delirio frente al sufrimiento que lo determinó en los últimos años de vida. La falta de un amigo frente a la desolación evidencia el privilegio que se tiene cuando alguien se sabe en amistad, esa invención afectiva por la cual dos extraños se reconocen y eligen acompañarse sin condiciones.
Dueto es una película sobre la amistad y la lectura. Ambas prácticas exigen tiempo y de una índole ajena a la lógica de vida imperante. El tiempo de la amistad es el del ocio, o más bien el de la improductividad total. Lo que nace del mero estar en el tiempo es la posibilidad de la amistad. Hablando, riéndose, jugando, en silencio, leyendo o haciendo nada. El atomista griego Demócrito, a quien le interesó pensar cómo y por qué los átomos se agrupaban, dijo sobre la amistad: “De vivir no es digno quien no tiene ningún amigo de verdad”. Pocos films honran ese veredicto como este singular Dueto.
Dueto, Argentina, 2023.
Escrita y dirigida por Edgardo Cozarinsky y Rafael Ferro.
*Publicada con otro título en Revista Ñ en el mes de diciembre.
Roger Koza / Copyleft 2023
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