CANNES 2024 (07): EL ASOMBRO DE MIGUEL

CANNES 2024 (07): EL ASOMBRO DE MIGUEL

por - Festivales
24 May, 2024 09:22 | Sin comentarios
Sobre la gran película de Cannes 2024, la última película de Miguel Gomes, Grand Tour.

¿Es la película del festival? Entre los largometrajes de 2024 que se proyectaron en Cannes, sí. No se puede omitir que en estos días se proyectó Cuatro noches de un soñador. ¿Cómo olvidar ese film de Bresson en el que los jóvenes tocan rock y bossa nova? Se podrían decir de Grand Tour cosas similares. 

El 22 de mayo de 1984, Serge Daney escribe en Cannes: «Por más que busquemos, no encontraremos un tema más bello para un cineasta que la puesta en escena de lo que no existe. O de lo que no existe más». Se refería a una película de Carlos Diegues, hoy un poco vetusta, aunque siempre es bueno volver a ver para cerciorarse si el tiempo ha degradado el universo de una película como Quilombo. Es un destino común a muchas películas; solo un puñado lleva la marca de la eternidad. Grand Tour pertenece a esa estirpe; no envejecerá jamás. En el 2025, 2028, 2060, su misterio no se habrá agotado. En ese film hermoso se verificará una forma de sentir el mundo que ya no existe más, una experiencia de viajero entre el fin del siglo XIX y algunas décadas del XX, que en el siglo XXI se ha desterrado. El asombro ya no es el sentimiento de los viajeros. De eso se trata, justamente, Grand Tour. De conmemorar una época que ya no existe. 

Sucede que el viajero de antes podía dirigirse hasta los confines del mundo, perderse en él, desmembrarse en lo extraño y soltar sus certidumbres para conquistar la promesa de cualquier viaje: ser otro, cambiar de piel, corroborar que el mundo no es el mundo propio y que ni siquiera lo que está alrededor se nombra en todos lados. Hay que recordar que el viajero se embarcaba a un territorio del que no tenía una imagen para al menos hacerse una representación del destino. ¿Cómo filmar esa experiencia casi extinta? Como Miguel Gomes en Grand Tour. En efecto, el curioso tenía que confiar en los ojos de otros, debía primero tocar lo desconocido a través de los diarios de viajes, algunas fotografías y los primeros documentos filmados. Hoy la mirada directa llega rezagada; ya se ha estado sin estar y un sinfín de imágenes bonitas configuran una imagen del destino. Hay imágenes para todo. Pero existe un modo de eludir la idea de un mundo sin sorpresas. Una forma es volver hacia el mundo a través de una ficción capaz de restituir el gesto de los viajeros. He aquí la grandeza del tour de Gomes. 

Bitácora cinematográfica: Gomes filma Malasia, Tailandia, Singapur, Vietnam, Filipinas, Japón.

Elenco discreto: solamente dos personajes principales. Edward y Molly. Son ingleses, pero los dos intérpretes son portugueses y hablan siempre en el idioma de Fernando Pessoa. El acento típico de los personajes ingleses no suena casi nunca. La afectación culta del idioma imperial no se oye. El portugués sustituye descaradamente al inglés. No faltará quien detecte en eso una debilidad, un equívoco. ¿Cómo pueden un actor y una actriz hacerse pasar por ingleses sin apelar a las interjecciones propias de lectores de Shakespeare? Tal ocurrencia y objeción nunca se erigen cuando la estrella de último momento de Hollywood viste como un emperador romano, un revolucionario latinoamericano o un cosmonauta mientras sale de su boca el inglés del sigo XXI cuya vulgaridad se extiende por toda la Tierra.

Otra objeción lanzada velozmente a Grand Tour es la siguiente: le falta una historia. Es una objeción un poco disparatada, pero también comprensible. La historia se cuenta hablando. La oralidad es un recurso legítimo, y en Grand Tour es indesmentible su eficacia. Darle a la oralidad un espacio semejante es una anomalía feliz. De ese modo, voces cambiantes, a veces de hombres, otras de mujeres, llevan parte de la historia y, según el lugar en el que se sitúa la escena, quien habla lo hace en la lengua de esa tierra. Así, un multilingüismo hermoso encarna una voz que no es otra que la del espíritu de la ficción. 

El placer de sentir en el sonido de una lengua desconocida una expresión física y sonora del mundo tiene un costo. He aquí una exigencia y una contienda: leer mientras se mira nunca deja de incitar una función cognitiva en la que se tienen que coordinar los ojos con los oídos y a la vez subdividir el trabajo de los ojos como lo lleva a cabo un pianista que resuelve la disyunción de tareas entre una mano y la otra sin perder de vista la relación de conjunto. Los planos de Grand Tour son tan hermosos y pletóricos de signos para retener y admirar que es posible perder el ritmo de la lectura. Atenerse a lo hermoso y lo desconocido a expensas del entendimiento es un reflejo secreto de la sensibilidad. ¿Cómo evitarlo? La colección de planos que repone el mundo encantado de Gomes puede desorientar. El ojo se desplaza indefectiblemente hacia el deleite óptico y prescinde de la lectura. Que valga entonces como advertencia. Fatigarse es un destino posible, porque para seguir la lectura hay que predisponerse a estar alerta como un felino. Leer, ver y escuchar. Y está bien que así sea, porque si existe un cineasta ligado al arte de la novela es Gomes. Literatura y cine no son términos ni equivalentes, ni distantes, ya que la voluntad de ficción encuentra en el párrafo y la secuencia dos vías distintas pero eficaces. Los dos dominios comulgan con la ficción, si entendemos a la ficción como una composición imaginaria en la que múltiples signos conocidos del mundo pueden desligarse de un uso regular y hallar una expresión desconocida. 

La historia de Grand Tour es bastante simple: Edward está aterrorizado de volver a ver a Molly. Sin dar(se) una explicación se escapa constantemente del encuentro. No hay ningún indicio de que el amor ya no exista entre ambos, pero han pasado siete años sin verse y para ninguna persona ese lapso puede resultar menor. En siete años el otro puede ser un abismo, o puede ser literalmente otro. Molly, en cambio, desconoce la duda, persiste en verlo, envía telegramas avisando de su llegada y al pisar cada ciudad confirma que su prometido ya está en otra parte. ¿Se encontrarán? Es lo que menos importa. 

Todo empieza el 4 de junio de 1918. Hasta el minuto 66, Molly se invoca en la palabra de Edward, en algún diálogo con el tío de la enamorada y en los telegramas de aviso que llegan cada tanto. Su paulatina aparición es la incursión a otro punto de vista y un cambio de tono, menos melancólico y más cómico, en el que se repiten algunos de los escenarios vistos con anterioridad. Por ejemplo, un lugar en medio de la nada en el que Edward tuvo un accidente y, como otros pasajeros del tren, salió indemne. Molly visitará ese escenario cuando la mayoría de los pasajeros ya se han retirado y solamente una mujer permanece en espera. Esa escena es precisa para comprender que, desde el momento en el que aparece en escena Molly, el tiempo del relato ha vuelto al punto de inicio retomando el viaje desde donde empezó, pero con otra mirada. Acá se debe añadir que la escena del accidente es ideal para detectar un peculiar modo de registro en el que se tiende a la rarefacción del espacio. Es curioso, porque es independiente de la escala del plano, ya sea medio o general. Los transeúntes, los personajes y las cosas se amontonan en la distribución de la superficie del plano. No hay fuga hacia el horizonte; el espacio se contrae. Eso mismo se puede apreciar en las escenas del puerto y en todos los lugares en los que se recrea la época del relato. El contrapunto formal reside en planos deliberadamente abiertos, que son siempre aquellos de índole documental que se invisten de ficción por la palabra. Así, se combinan dos tiempos y dos condiciones del cine antitéticas: la de la ficción y la del documental. 

Procedimiento lúdico y libertad del cineasta, Gomes anuncia con una broma la fusión de dos épocas en el plano. Es 1918, pero en una escena inicial en el bosque suena un celular y, desde la izquierda del encuadre, se puede observar una mano que levanta el teléfono. No es un error, desde ya, sino una forma de anuncio y anticipación sobre todos los planos de Saigón, Manila, Bangkok, Mandalay y tantas otras locaciones, planos en colores, otros en blanco y negro, en los que no se disimula la falta de sincronización diegética entre el tiempo del relato y los escenarios impregnados de objetos, indumentaria y arquitectura del presente. De esa desavenencia se puede conjeturar una diferencia, una inconmensurabilidad, incluso un déficit de la percepción. En el pasado se podía ser viajero sin ser turista. La condición del viaje y la conciencia del viajero es otra. Escabullirse por las capitales del sudeste asiático mientras llegan los telegramas pertenece a un orden de la experiencia inimaginable para quienes suben en aviones y se desplazan de acá para allá. El viajero de ayer no llevaba en sus manos su yo portátil. Viajar era un descentrarse asumiendo las consecuencias. El desacople entre tiempo y espacio puede ser un problema de presupuesto. ¿Cuánto saldría filmar esas ciudades en 1918? Pero esto es lo de menos, porque esa paradoja permite especular sobre la condición inconmensurable del viaje de un siglo respecto de otro. 

En Grand Tour hay también una estrategia poética que consiste en reunir en una especie de diagrama de Venn conceptual los planos de viaje que prodiga el azar al cineasta paciente con los planos planificados del relato con los que se resguarda el mismo cineasta. A esa conjunción entre lo documental y la ficción en un sentido estricto se le impone una asimetría a través de la voz en off que subordina laboriosamente el todo y lo ordena en un encadenamiento semántico requerido por la propia ficción. Es un tema recurrente en Gomes, que acá funciona a la par desde un inicio y no como en Aquel querido mes de agosto o en algunos segmentos de los tres volúmenes de Las mil y una noches (en especial el primero y en el inicio) en el que la realidad sin ficción es fagocitada lentamente por la ficción. 

La novedad es la naturaleza del relato elegido en Grand Tour; Gomes prefiere la disolución del famoso conflicto central en el corazón del relato, como sí pasaba en Tabú, por el cual la historia de amor interdicta investía todos los componentes estéticos a favor y al servicio de un relato clásico No se renunciaba a la experimentación, pero esta se encontraba subordinada a la claridad narrativa. En última instancia, el relato existe siempre, pero reviste en situaciones reiteradas una breve pausa en su énfasis para dejarse arrastrar por la lógica del viajero que no tiene un destino cierto, quizás en un futuro impreciso, pero prefiriendo los desvíos que todo viajero reconoce como la propia ética de su andar. Se trata de las antípodas del GPS. El viajero prescinde de la certeza del destino bajo el riesgo de perderse en el camino para siempre. La esperanza que se cultiva en silencio radica en deslumbrarse ante lo desconocido. Y puede suceder que no todo pueda comprenderse. Sacrificar el ansia por entender es también un aprendizaje de conciencia del viajero. Esa es la poética de Grand Tour, esta película de viaje que trastoca la calma del turista espectador por el asombro del caminante sin destino. Hay que hacerle caso al maestro japonés y saber moverse en las sombras. El abandono es una propiedad de quien está dispuesto a ser modificado por un clima, una lengua, una forma de alimentación, un tipo de escritura. 

No faltarán las sospechas de una cierta mirada colonial, forma con la que el occidental mira al oriental. Gomes es muy consciente de ese problema. En Tabú, la sección que llevaba por nombre «Paraíso», el título aparecía en el momento exacto en que los sirvientes de la mansión en Mozambique limpiaban el living y se ocupaban de la mugre de los pudientes. Era una inscripción irónica. El reconocimiento de que se trata siempre de una perspectiva occidental se asume desde el vamos. La consciencia de que así se opera, con el cuidado que eso conlleva. Cuando se afirma en la película que los occidentales no pueden comprender el mundo de oriente el enunciado no es exterior a la propia perspectiva de la película. Todo lo que se puede hacer es justamente eso: asumir los prejuicios de la propia mirada para tensar al máximo las certidumbres con las que se interpreta todo. La geografía, las costumbres, los sonidos de un idioma se introyectan inadvertidamente en la cámara viajera y, según la sensibilidad de cada quien, lo extraño se apodera del alma. Que varios pasajes hablados en vietnamita o malayo o japonés no estén traducidos es una decisión de sostener lo intraducible de una experiencia. Hasta en el final de los créditos, hay diálogos sin traducción. 

Falta decir dos cosas más: la primera es que Gomes perfecciona cada vez más el arte de la sobreimpresión El gusto por la yuxtaposición extendida de planos es notable, como también pasa acá con el sonido, en el que se va de un género musical a otro en fundidos encadenados sonoros. En una especie de sinfonía callejera de motos alocadas en Saigón que parecen no seguir ninguna regla en el movimiento, Gomes apela al ralentí primero para observar si existe allí un orden implicado y subyacente en ese movimiento caótico de motos. En otro momento, algunos planos de ese pasaje entran en relación con otros de la selva y de rostros de hombres y mujeres percibidos en la calle. Se forma una pieza cubista sin fijación de distintas series de elementos que es una maravilla. Hay otras secuencias indelebles, como la de todos los planos con marionetas de distintas ciudades y tradiciones parecidas pero disímiles, formas de representación tan emblemáticas y populares de las locaciones visitadas e imposibles de no incluir por la fascinación que despiertan. El plano de apertura, nada más, que se repite en distintos momentos con algunas variaciones, permite observar la algarabía de muchas personas que están en una rueda de la fortuna giratoria cuya tracción no es la de un motor, sino la de varios hombres que empujan y se suben y bajan para que la rueda no deje de girar. Son esas coas que se ven en los viajes. Grand Tour es una alucinación. 

Solo resta decir lo siguiente: los animales en el cine de Gomes son una cifra de una intuición muy profunda sobre la naturaleza de la ficción. Desde la misteriosa y cómica cabra que aparece en el inicio, las especies desfilan a lo largo de Grand Tour. Hay arañas, gallos, serpientes, pájaros, perros, caballos, patos. Quien vea la obra completa de Gomes observará una constante al respecto. El animal es ineludible si se quiere ahondar en la invención contingente de nuestra especie, la que se dedica a construir relatos. Es lógico para un cineasta como él que sabe que el único consuelo real no es otra cosa que la insistencia por contar historias. El animal que narra, el animal que también puede hacer cine es la especie que puede dedicarles palabras al viento y a la fugacidad de un momento de amor, como también aniquilar y defraudar. Hay ficciones y ficciones. También películas y películas. Las de Gomes resguardan y avivan la tradición de los viajeros. 

En la mañana del día después del estreno, se presentó en un café una médium cinéfila cuyo nombre nadie conoce, pero a la que muchos acuden. Aseguró que en la Sala Lumière se manifestó un tal Ivens en el nombre de muchos colegas que son ya puro espectro. Según Ivens, dice la mujer capaz de comunicarse con leyendas del cine, «a Gomes lo mueve el viento, porque la música del mundo suena en todos sus planos». Puede haber algún problema de traducción. La médium no es fluida en holandés, pero lo que dice parece cierto. 

Roger Koza / Copyleft 2024