CANNES 2022 (03): LA VIDA EN EL TIEMP0

CANNES 2022 (03): LA VIDA EN EL TIEMP0

por - Festivales
19 May, 2022 08:54 | Sin comentarios
Dos películas sobre personajes que cambian con el tiempo. En la primera un cineasta italiano filma en Italia y en otro siglo. En la segunda dos cineastas europeos eligen Italia como centro de su relato.

En L’envol un querido personaje muere. Se despide del mundo y de la película sin sufrir. El duelo de su hija y de una mujer que oficia como hermana menor comienza en el momento del entierro. Basta un recuerdo fugaz traspuesto por un segundo en pantalla para ser partícipe de cómo se conjura la ausencia de los muertos. Una memoria glosa en menos de un segundo una cualidad insustituible de quien ahora es solo un espectro, pero al recuperarla en los circuitos veloces de la evocación se emprende el trabajo del duelo, que no es otra cosa que una lucha contra la distracción y el olvido. Dos flashes de menos de diez segundos alcanzan para entenderlo todo.

El duelo de los personajes es también el del público que presiente en esa escena el epílogo. Como la película de Pietro Marcello es una de esas de las que no se tiene ganas de partir, el duelo es doble: primero muere Raphaël, el padre de Juliette, un hombre que volvió de la Primera Guerra para descubrir que a su esposa la habían ultrajado y que la pequeña hija a la que aún no conocía queda bajo su tutela; en segundo lugar, es muy difícil después de una hora y algunos minutos no haber hecho de él un hermano lejano. En su magnetismo recae en cierta medida el misterio de la película. Ni los surcos de su cara, ni las mil arrugas de sus manos capaces de transformar la madera en objetos vivientes, ni tampoco la potencia de su voz permiten razonar la fuerza existencial de ese personaje. ¿Es el actor? ¿Es el personaje?

De todos modos, no hay que conducir al lector a un equívoco. L’envol no versa sobre el sentido de las pérdidas, y menos todavía es un drama ameno sobre el paso a la vida adulta de su protagonista femenina. El fulgor de la película, una de las más hermosas que se hayan hecho recientemente, proviene de su afán por imprimir en sus planos un tema poco frecuentado: el desvelo. En cualquier vida tocada por la suerte y la ternura, existe alguien que cuida de alguien, alguien que vela. De eso se trata la película de Marcello, de esa acción benevolente de las personas que toman la decisión de cuidarnos sin nuestro requerimiento y facilitar por consiguiente nuestro libre movimiento en el mundo.  Deberían ser los padres, algún maestro, un amigo, un amor, pero rara vez sucede encontrarse con estos centinelas discretos. Saber cuidar de alguien resulta hoy una acción intempestiva, quizás porque toda existencia actual está reenviada a un magma social saturado de rivalidad y competencia. Como lo enseña L’envol, solo cuida el que puede descentrarse y concentrarse en el interés desordenado de la conciencia de aquel por quien se vela. El ejemplo más evidente en la película es cuando Raphaël decide recuperar un piano destruido que estaba destinado a ser leña. El padre intuye que su hija puede hallar en la música una posible consolación, al igual que él lo siente con la madera que transforma en piezas vistosas. No es el único momento.

L’envol  

El encanto de la película de Marcello puede explicarse también por construir un protagonista que no es ni el padre ni la hija, sino el hilo del tiempo que los une. En el primer acto, es Raphaël el centro de atención. Su semblante atroz y el desánimo que trae en su alma al volver del campo de batalla perfila una psicología sumida en la hostilidad y en la mera supervivencia, pero el desarrollo lo revelará como opuesto a eso. El ejercicio de la paternidad de Raphaël es uno de los placeres indesmentibles de la película, pues la ternura prodigada a su hija no es una retórica, sino una praxis diferida, apenas señalada, como se ve en una secuencia breve donde el padre acompaña a su hija en el descubrimiento de una flor en primavera. Pero ni bien Juliette pasa de la infancia a la preadolescencia, casi sin aviso, L’envol reemplaza al padre por la hija en el corazón del relato, saltos elípticos sin énfasis algunos, tan coherentes como medidos: la niña deviene mujer en pocos segmentos y está lista entonces para conducir la trama. Las transiciones de edad se distribuyen en el tiempo narrativo con gran inteligencia, acaso porque los tres períodos elegidos de la vida del personaje están ligados a distintos aprendizajes propios de cada etapa. La curiosidad orgánica de la infancia le permite a Marcello abundar en planos sobre la vida animal y en planos sobre la bendición materialista del viento, la camaradería de los árboles y la generosidad del cielo, que jamás clausura en su extensión la posibilidad de un infinito desconocido. En las películas de Marcello, ni los animales, ni las plantas, ni los fenómenos naturales sobreactúan.

No es ninguna novedad que en el cine de Marcello el acto de aprender resulte decisivo. El film precedente de ficción del cineasta es el más evidente al respecto. En Martin Eden un proletario llega a ser escritor porque alcanza a entrever lo que pueden hacer las palabras con la experiencia; saber hablar es saber reconocer la experiencia y también aprender que esta puede intensificarse y ampliarse a otro horizonte. Lo que sucedía en aquella película vuelve a suceder acá con el personaje de Juliette: lee poesía y canta siempre en la cercanía del río, toca el piano y compone canciones, puede trabajar la madera como su padre y siempre está atenta al mundo circundante. La descripción de sus virtudes parece demasiado para una mujer que ha nacido en una granja, una posible imposición de un guion progresista, pero lo cierto es que todos los atributos ligados a su voluntad de entender el mundo germinan en la película duplicándose en un mutuo condicionamiento de plano y conciencia. Es que el estado de conciencia de la protagonista femenina se desplaza estéticamente hacia la puesta en escena y asimismo la conciencia del cineasta impregna ese deseo con el suyo: cada plano, los que narran y los que ayudan a formalizar las elipsis, como también la lógica de asociación que predomina en el montaje, refuerzan el encuentro con un mundo que parece encantado pero no exento de peligros diversos. Si en algún pasaje pierde el equilibrio es cuando se invoca a Caperucita Roja y obliga a la película a la ilustración involuntaria.

En L’envol todo fulgura en dirección a una afirmación de la vida que no admite el desprecio pero que tampoco lo desconoce, como el propio padre le dice a su hija ante la posibilidad de irse a estudiar a la ciudad. El constante padecimiento de los que nada tienen y viven sobreviviendo es una noción implícita en todo lo que pasa. Esa conciencia de clase también está ostensiblemente asumida en toda la obra del cineasta, y es el punto de partida de L’envol. Las primeras secuencias son precisas y de principio: los archivos de soldados regresando de la Primera Guerra a sus pueblos, en combinación con otros de hombres y mujeres del pueblo que reciben a los sobrevivientes de los combates, suelen ser pasajes olvidados de los grandes relatos. No para Marcello, el cineasta italiano que tiene el atrevimiento de filmar la vida de los humildes conjurando la precaución biempensante que se prohíbe el exceso y el riesgo y castra el deseo de saber de los que solo tienen como propiedad el tiempo de sus cuerpos y la conciencia de no tener nada.

Le otto montagne

Que la película de Marcello no esté en la selección oficial es inadmisible, más todavía cuando las dos primeras películas de esa sección denotan que el concepto de pluralismo estético está disociado de cualquier evidencia de rigor. En este sentido, la comparación, que nunca es odiosa sino didáctica, devela de inmediato los caprichos de la programación. ¿Es simplemente azaroso que Le otto montagne converja con el film de Marcello por disímiles motivos?  En ambos, la vida en la naturaleza, las relaciones filiales, el lugar del conocimiento y el paso del tiempo en la vida de los personajes definen la índole del relato. (Las dos películas transcurren en países en los que no han nacido los cineastas, lo que también conlleva una distancia lingüística). Comparten lo esencial: que pase el tiempo y se sienta su extensión en la vida de los personajes significa evolución dramática erigida en formas de aprendizaje. En ambos casos es así, pero las diferencias son abismales.

Le otto montagne cuenta la historia de una amistad que empieza en la infancia y culmina en la vida adulta. Uno de los chicos es un montañés, el otro un niño de Torino; se conocen en una casa de vacaciones de la familia del último y lentamente cimentan una amistad que no es del todo fluida por las características personales, familiares y sociales de los dos chicos. Acá también hay tres períodos en que los saltos temporales dejan por sentado el paso del tiempo, aunque el relato se centra en la adultez de los dos amigos y en los insólitos caminos que toman en sus respectivas vidas, a pesar de que los une una casa en la montaña que reconstruyen debido a una promesa del montañés hecha al padre de su amigo.

Las películas sobre la amistad no son cualquier cosa; nada es más valioso que contar con un amigo, pues, como suele decirse, una amistad no se compra. Por eso no es fácil filmarla, y su condición primera requiere de intérpretes capaces de transmitir lealtad e incondicionalidad. En este sentido, Luca Marinelli (el de Martin Eden) y Alessandro Borghi honran en todas las escenas en las que están juntos la índole del vínculo, lo que neutraliza concepciones de puesta en escena incomprensibles y un guion que abarca tantas subtramas que el ridículo, a pesar de las buenas intenciones, lo acecha de tanto en tanto. Para describir las desgarbadas decisiones poéticas de la película, basta enumerar la sobreactuación de las montañas, los énfasis de la vastedad blanca de las cordilleras, la reiterada banda musical que pretende funcionar como apoyo emotivo de varias escenas de condensación narrativa y los insólitos viajes del personaje de Marinelli a Nepal en busca de sí mismo, que tienden a la postal y al institucional de UNICEF. Por momentos, cuando las intenciones edificantes y la rigidez de ilustrar todas las andanzas de los personajes se atenúan, la película, como el propio personaje de Marinelli, respira. La falta de aire no es solamente una desgracia del sistema respiratorio; también lo es de las películas que desconocen las pausas, temen que lo necesario sea poco y soslayan la economía de los gestos. Para que se manifieste el amor de un padre y el afecto absoluto que se le dispensa a un amigo, un plano necesario es capaz de ahorrar planos de compromiso y subrayados que atentan contra la secreta amistad que puede forjarse entre un espectador y una película.

Roger Koza / Copyleft 2022