CANNES 2010: LA FUNCIÓN PATERNA (03)
La Quincena de los realizadores es la sección exquisita de Cannes. Es una gran incógnita qué dirección tomará ahora la Quincena que ya no cuenta con la dirección de Olivier Pére, quien tras varios años de una excelente programación, remodeló el concepto estético de la sección y repitió el gesto fundacional de cuando ésta fue creada a fines de los ’60. Como hoy me decía Sergio Wolf en una charla veloz de café, muchos films que solían ir directos a la Quincena ahora se ven en Una cierta mirada. “Fueron ascendidos”.
La Quincena 2010 mantiene su corto institucional. No ha cambiado el concepto, excepto algunos fotogramas, pero se repite el estilo, el modo de citar los filmes y contar una historia de hallazgos autorales. Talentos como Fassbinder, Herzog, Bresson, Hou fueron descubiertos allí. La Quincena es, antes que nada, una tradición (sin traiciones). En esa sección, durante el mandato de Pére, Lisandro Alonso, Miguel Gomes y Albert Serra fueron consagrados en su período, un bautismo que suele molestar a muchos.
En esta nueva etapa en manos de Frédéric Boyer, Diego Lerman debutó con su tercera película, La mirada invisible, una adaptación inteligente de Ciencias morales, la novela de Martín Kohan, quien tiene, dicho sea de paso, un cameo en el film: atiende una disquería y vende en ese pasaje un LP de Virus.
El escenario es el Colegio Nacional Buenos Aires; el contexto histórico marzo de 1982. El rector da la bienvenida y propone una perspectiva: “La historia del país y la historia del colegio están entrelazadas”. Se cita a Belgrano, a Mitre, padres fundadores de la patria y el colegio, algo que no se distingue. Son historias casi indistinguibles, yuxtapuestas. Así Lerman demostrará la tesis plano tras plano, y pondrá atención particular en mostrar cómo puede afectar la Historia a la historia íntima de cualquier sujeto, en este caso, una preceptora (Julieta Zylberberg en un papel consagratorio), quien experimenta una lacerante represión sexual, que viene acompañada por el cortejo de un superior, un simpatizante del gobierno de facto y un fiel practicante inconsciente de la teoría de los dos demonios. Es una guerra ganada, pero los rebrotes y los retoños hay que atenderlos y eliminarlos.
La mirada invisible parece un título inspirado en Foucault. Todo debe ser inspeccionado por el gran Ojo; la vigilancia y el castigo son una política pedagógica, partes indiscutibles de una praxis a la que le corresponde una ciencia moral. Los alumnos deben disciplinarse: tomar distancias como interpretar la guerra de la Triple Alianza, una extraña elección curricular para aquel tiempo histórico, pues todavía hoy, esa guerra infame y silenciada yace en el olvido. Lerman filma el histórico edificio como si se tratase un ente arqueológico y animado. En ese sentido, la concepción espacial de la película es lúcida y lucida: el mobiliario cuenta una historia.
La perversión acecha y aquí conoce su versión micropolítica. La ley se aplica al organismo, los placeres están interdictos. Así, la preceptora es un modelo de subjetividad histórico reconocible. La bedel introyecta una política de estado, y más allá de su (des)conocida historia familiar, su acatamiento respecto de un modelo de conducta cívico y hegemónico tiene efectos precisos aunque también no deseados: detectar jóvenes fumando en el baño es una obsesión; desearlos secretamente es una compulsión. Finalmente, la libido se canalizará de un modo siniestro, lógico para el tiempo histórico en el que vive su personaje. En efecto, la represión produce conductas y modela intimidades; de ese modo, La mirada invisible materializa los efectos concretos de una política de Estado.
El último plano del film, una soberbia panorámica del patio del colegio invadida paulatinamente por un sonido exterior que denota disturbios callejeros, es sencillamente formidable. Después, vendrán los créditos, aunque una interrupción repentina y pertinente, permiten descubrir que ese bullicio lejano pertenece al gran pueblo argentino que festeja con Galtieri en Plaza de Mayo la nueva aventura castrense en Malvinas. La perversión no tiene límites.
Escuche a varios extranjeros decir: “Es un film astuto”. Pienso que es un film osado, sobre todo porque la generación de Lerman suele practicar una suerte de epojé histórica, y hacer del presente un mero absoluto. Como sea, los últimos minutos de La mirada invisible reorganizan semánticamente el hilo conductor de su relato. Es un final explosivo, devastador y sin concesiones.
Abel es una película de Diego Luna, el famoso actor mejicano de Y tu mamá también. Se trata de una verdadera rareza y un delirio edípico pocas veces explorado en el cine, además de ser una película inadmisible para Cannes, más allá de que cuente con alguna que otra secuencia aceptable, sobre todo en los últimos minutos de metraje, en donde Luna consigue transmitir la incompatibilidad espacial y sonora del mundo respecto de la percepción infantil.
Un niño de 8 o 9 años ha dejado de hablar. Vuelve tras muchos años del hospital. Quizás esté vinculado a la ausencia de su padre, quien se fue a EE.UU., en búsqueda de una mejor suerte. Su hermano menor no entiende mucho qué ocurre con el regreso de su hermano mayor, aunque la adolescente de la familia sí percibe un desorden familiar. De un día para otro, después de que Abel se enfrenta a unas fotos de su padre, el niño se asume adulto y desde allí creerá ser el padre de sus hermanos. El drama edípico no está ausente, y en algún momento Abel querrá encargar hermanitos a la cigüeña. ¿Es un film de Lars von Trier? ¿Bergman reencarnado en tierras de Mariachis? No, de ningún modo. La ingenuidad y lo siniestro dominan todo: los actos, los intercambios simbólicos, el inconsciente de los realizadores.
La llegada del padre resultará todavía más enfermiza. El niño es ahora el rey de la casa, aunque una descripción más ajustada sería la de un tirano pueril, protofascista y falocéntrico, la quintaesencia de una masculinidad codificada dentro y fuera del cine mejicano. El niño es el doble de su padre, aunque nada parece estar ligado a un orden consciente.
Se supone que todo esto es una gran historia de amor y un panegírico familiar. “Una familia bajo influencia” podría ser el título de este disparate, aunque el bueno de Luna, quien estaba auténticamente emocionado, quizás no tenga la menor idea de quién fue John Cassavetes. O quizás sí y está película es un ensayo y una búsqueda legítima que todavía no ha dado sus frutos.
Lo mismo se podría decir del drama Chongqing Blues, de Wang Xiaoshuai, director de la Sexta generación de cine chino, que después de un comienzo promisorio no ha conseguido hacer un film sólido y respetable. Este drama familiar (privatizado), en donde la Historia está completamente ausente, excepto por las panorámicas iniciales y algunos planos generales de la calle y los paisajes, que dan cuenta de las transformaciones históricas, es reduccionista en su aproximación dramática y afectado en sus resoluciones estéticas.
Un padre regresa tras 16 años de ausencia. Quiere entender por qué su hijo apuñaló a dos personas inocentes en un supermercado para luego ser baleado en un enfrentamiento por un policía. Una historia de amor adolescente y el abandono paterno son los motivos suficientes que Wang propone para leer Chongqing Blues. Sus horribles flashbacks de principiantes, una poesía de almanaque capaz de transformar al mar en símbolo de una libertad ridícula, y un motivo musical que acompaña todas las grandes escenas convierte a este filme en una de las elecciones más vergonzosas de los últimos años. .
En este sentido, Sandcastle, de Boo Junfeng, producida por Eric Khoo, el director más importante de Singapur, es más precisa y menos poética a la hora de articular los vínculos familiares con un fondo histórico y político que define una modalidad de subjetividad y una construcción de familia. En efecto, las familias no son instituciones caídas del cielo, conformaciones caprichosas y ahistóricas. Sandcastle, film que pertenece a la siempre despareja selección de la Semana de la crítica, no es por eso ninguna maravilla, pero ostenta la virtud de postular vínculos intergeneracionales entre sus personajes mientras que demuestra una legítima inquietud histórica, la que acosa a su protagonista, un joven que intenta comprender la muerte de su padre y su vínculo con el comunismo y la historia de su país, en el que hoy el inglés –se sugiere una y otra vez- funciona casi como una lengua alternativa. Los últimos minutos deshacen casi todos los méritos del filme, pero en comparación a Chongqing Blues, Sandcastle es una maravilla.
Fotos: 1) Póster de la Quincena de los realizadores; 2) La mirada invisible; 3) Chongqing Blues
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