BERLINALE 69 (03): LO VIEJO Y LO NUEVO

BERLINALE 69 (03): LO VIEJO Y LO NUEVO

por - Festivales
16 Feb, 2019 11:46 | Sin comentarios
Los "discípulos" de Sokurov no decepcionan. Después de Tesnota, de Kantemir Balagov, es el turno de la ópera prima de Alexander Zolotukhin, A Russian Youth, uno de los títulos distintivos de la Berlinale 69.

El pensamiento de que lo nuevo es siempre mejor que lo viejo es un lugar común en el ejercicio de la crítica y también en la programación. A la innovación se le suele adjudicar una valencia que no se la examina al empleársela como un pilar del juicio. Lo nuevo goza de inmediato de prestigio, porque se presume que la creatividad de todo artista se pone en juego cuando este ha conseguido asir una obra que no remite a nada conocido. Los resabios teológicos del arte palpitan en esa ansiedad por detectar lo innovador. ¿No es esta fijación conceptual una cándida secularización de la creatio ex nihilo?

A juzgar por todo lo que se ha exhibido en la Berlinale 2018 ningún filme tiene ese privilegio, ni siquiera los mejores de la competencia oficial: Répertoire des villes disparuesde Denis Côté, Ich war zuhause, aber de Angela Schanelec y Synonyms, de Nadav Lapid edifican su reputación en algo que se podría denominar el buen ejercicio de un arte combinatorio: se toma una tradición en consonancia con la sensibilidad propia y se la emplea para concentrarse en los intereses innegociables del repertorio de un realizador: la vida desplazada del centro y  la conformación de existencias que anidan en las periferias (Côte); la gramática de los sentimientos y los modos de afección en la vida amorosa y familiar (Schanelec) y los efectos de la introyección en el yo de la violencia y la racionalidad de Estado (Lapid).

Lo que sucede con los tres cineastas nombrados es exactamente lo mismo que pasa con el cineasta ruso de 31 años, Alexander Zolotukhin, egresado de la escuela de cine de Alexander Sokurov, responsable de A Russian Youth, una película notable. Zolotukhin no se propone encarnar lo nuevo, más bien se pregunta cómo trabajar sobre una tradición sin repetirla. Estar en una tradición no significa resignar la propia voz. Si bien los créditos indican que Sokurov es el productor creativo del film, y hay varios planos que remiten al cine del director de Madre e hijo, la renovación vigorosa de la tradición soviética y rusa que se puede gozar en el film excede al maestro que tutela orgullosamente a su protegido. En A Russian Youth se sienten los fantasmas de El camino de la vida; La infancia de Iván, Voces espirituales.Una tradición no es una prisión de la que haya que escapar; es el punto de partida a partir del cual se puede inventar, y así Zolotukhin se aventura y logra un film increíble.

A Russian Youth sitúa el relato en la Primera Guerra Mundial. En situación de combate potencial, la no muy numerosa tropa rusa se desplaza con lentitud por una tierra yerma. En aquel entonces, el equipamiento castrense lucía aún rústico y el cuerpo y el esfuerzo físico eran determinantes de las acciones de batalla. La especial atención que se le dispensa al cuerpo de los soldados tiene más que ver aquí con una intuición de la función pretérita de este que de un posible homoerotismo entre los combatientes, característico de las películas bélicas de Sokurov. Es cierto que hay una escena hermosa en la que Aleksei desea ir a la zona del baño y ahí están los soldados desnudos jugando, algo que apenas se ve, pero que al permanecer en fuera de campo conquista el interés inmediato de saber qué pasa entre los hombres. Pero la unión de los soldados se restringe a la amistad, y lo que sucederá entre el joven protagonista y su amigo Nazarka, un poco más adulto que él, ostenta una pureza exenta de cualquier erotismo. No se trata de un temor, sino de una elección.

Sucede que Aleksei es demasiado adolescente para estar con sus pares, lo que explica su cándida fascinación por el valor transmitidos por las medallas que llevan algunos compañeros mayores en los uniformes. ¿Cuántos alemanes hay que matar para ese reconocimiento? Así razona, inocentemente, el joven Aleksei. Después de la presentación del personaje, habrá un ataque del enemigo. Las bajas no son muchas, pero sí habrá daños irreparables. La innovación militar de la época, a cargo de los alemanes, precursores de las armas químicas, fue la incorporación del gas mostaza en la batalla. El poder científico puesto al servicio de la aniquilación asomaba en ese tiempo como una ominosa novedad. En la Primera Guerra ya se podía morir por asfixia, reconocer la piel ardiendo y también aprender que en pocos minutos un hombre se podía quedar ciego. Esto último es lo que pasa con Aleksei

De ahí en más, el film se ciñe a la experiencia de su protagonista, lo que significa aprender a escuchar junto con él, porque su relación con el mundo es independiente de ver, difícil situación de transmitir si se trata de una película. Ya en el inicio sucede algo extraño, lo que conlleva una disociación entre oído y ojo. Zolotukhin toma una decisión magnífica y no la abandona en ningún momento. La musicalización del film se introduce por una vía inusual: una orquesta ensaya dos obras de Sergei Rachmaninoff (Concierto de piano número 3 y Danzas sinfónicas). Se trata de una situación de estudio que evidencia la contemporaneidad de los músicos. ¿Están viendo la película y musicalizan de acuerdo a una planificación de puesta en escena? En ningún momento se los ve realmente viendo lo que el espectador del film está viendo, pero el montaje insta a asociar que así es en tanto que el nexo es sonoro. Es que el sonido parece traspasar sin reglas precisas de continuidad de la primera década a la nuestra y viceversa. En ocasiones apenas se puede inteligir que así es. Esa inestabilidad sonora es fundamental. ¿A qué se debe?

La intersección desnaturaliza, enrarece la recepción, acentúa una distancia discreta y al mismo tiempo exterioriza la experiencia sonora del protagonista. El refinamiento auditivo es compartido. Aleksei aprenderá a distinguir sonidos, entre ellos aviones que el rudimentario telescopio no puede aún identificar. En una circunstancia, el desarrollo involuntario de su escucha le brindará un reconocimiento inmediato por anticipar un ataque en ciernes. Paradoja de la puesta en escena: cercanía perceptiva de la sensibilidad interior, distancia narrativa frente a toda la experiencia de combate. En otros términos: visualmente, el film detiene la total inmersión en el relato; auditivamente, el sonido envuelve el físico de quien mira y le facilita la empatía con su joven héroe. He aquí la clave de la increíble física sonora de las bombas que estallan en el inicio, y también más tarde, un tipo estruendo que viene sistemáticamente acompañado por planos del rostro de los soldados que se oscurecen debido a que el proyectil remueve el barro del piso de la trinchera e impacta sobre la cara de los combatientes. Todos dejamos de ver, no de escuchar.

En verdad, pasa algo más. De la disyunción entre sonido e imagen, surge una tercera dimensión, la táctil. Aleksei entiende muy rápido el nuevo rol de sus oídos; de estos depende ahora su supervivencia, pero no así sus menesterosos placeres. El asombro asociado a la vista se desplaza así al tacto. Las escenas más hermosas son aquellas en las que el joven ruso utiliza sus manos para reconocer objetos y descifrar la fisionomía de aliados y enemigos. Es un asombro tan singular que confunde a los soldados alemanes, a tal punto que esa voracidad táctil puede hasta llegar a ser fuente de misericordia para los otros. Los enemigos no pueden negar lo que los ojos les dicen: un joven ha perdido la visión en el campo de batalla, y ahí está firme y decidido a participar en el mundo. La voluntad de tocar el mundo por no disponer de la mirada es la donación del film para quien mira y escucha, una adquisición misteriosa, tan diagonal como colateral, pues solo es posible que así sea debido a que desde un inicio la laboriosa poética sonora trabajada por capas diversas despega el seguimiento narrativo de la evolución visual. Lo que sucede en términos cinematográficos es alucinante.

A Russian Youth es una ópera prima. He aquí una objeción indirecta sobre la condescendencia que se les dispensa a menudo a los nuevos directores. El principio de caridad de críticos y programadores, que suele funcionar para apreciar el inicio de una carrera, es consustancial a la renuncia por lo grandioso. Ser cómplice de este humanismo estético es también desconocer que el cine vive de gestos de desobediencia y grandeza.

Roger Koza / Copyleft 2019