BAFICI 2008 (3)

BAFICI 2008 (3)

por - Festivales
11 Abr, 2008 10:30 | Sin comentarios

Mientras estoy en Córdoba por obligaciones laborales, entre hoy y mañana dan algunas de estas películas.

1. Ambiciosa y elegante, radical y conscientemente provocativa, La rabia, de Albertina Carri, probablemente su mejor película hasta la fecha, es una indagación sobre la violencia, allí donde el orden simbólico se deteriora y da lugar a lo arcaico sin mediaciones. Es un film de una precisión narrativa admirable y de un cuidado excesivo por todos sus encuadres; su elaboración puntillosa de la banda de sonido redimensiona aquello que se ve.

Aunque el título pase por una taberna de campo que lleva el mismo nombre, La rabia postula un universo desprovisto de transcendencia alguna en donde la rabia ya no pasa por un acto injusto y feroz, que los hay, sino por una rabia ante una insatisfacción infinita por continuar la vida y sus ciclos, acaso un incompatibilidad entre conciencia y oxígeno. Vivir es pura pestilencia.

Ni siquiera el sexo consuela, en todo caso extrema el placer en el dolor, como lo sugiere la primera escena de sexo, en donde Pichón fornica con la mujer de su vecino, interpretada por Couceyro. Es una de las mejores escenas de sexo de los últimos años (junto con la de Nacido y criado, de Pablo Trapero, quien produce el film de Carri), construida en cuatro planos, uno de ellos en picado, cuya eficacia pasa por su densidad filosófica más que por su sádico erotismo, de lo que se predica un lazo ontológico entre deseo y violencia.

En algún lugar de La Pampa, y aunque algunos objetos indiquen que estamos en nuestro tiempo podría ser otro siglo, un conjunto de familias rurales comparten territorio, tedio y tertulias telúricas. Al inicio se aclara que todos los animales vivieron y murieron de acuerdo a su propia naturaleza. En el film mueren comadrejas, liebres, perros, chanchos, hombres. Los animales mueren. La carneada de un chanco puede espantar a más de un vegetariano, pero hay una cierta belleza no desprovista de perversión, incluso honestidad, en ver la transformación de un animal en alimento.

El procedimiento puede remitir a la mulita de La libertad y a la cabra descuartizada de Los muertos, dos películas de Lisandro Alonso con las que Carri parece dialogar y revisitar aquí desde otra perspectiva. El punto de contacto con Alonso pasa además por la irrupción de un tema musical cuya desavenencia entre imagen y sonido aporta un elemento de desestabilización y por ende de violencia, respecto del imaginario naturalista de La Pampa o la vida del campo. Como en los créditos de La libertad, Carri musicaliza una sola escena con unos acordes sucios ideales para ambientar un paisaje urbano. El resto es silencio o la música concreta del medio ambiente.

El otro rasgo en común con Alonso, y quizás una debilidad en esta película de Carri (y en las dos primeras de Alonso, un poco menos en Fantasma), es el grado de abstracción extremo en el que se sitúa, como si el relato estuviese más allá de la Historia y los personajes estuvieran en un presente continuo sin referencia (de allí que la ironía o giro canchero de que Couceyro lleve puesto una remera de la World Wildlife Fund con la inscripción “¡Salvemos a los panda!” mientras cuerean al chancho desentone; es una referencia histórica y política precisa, que el resto de la película se empecina en mitigar).

Primitiva y visceralmente freudiana, La rabia es también un estudio diferido sobre el fracaso de los padres como tales. Incapaces de separar la función paterna de sus placeres, los padres infligen y psicotizan a sus hijos. En cierto punto, la niña del personaje de Couceyro espía cómo su madre copula con el vecino. La niña es muda y suele dibujar. Debido a que lo que ha visto es impensable, intraducible a su mundo simbólico, por definición traumático, la niña garabatea el episodio. En eso, Carri introduce una sofisticada animación que reproduce los dibujos de la niña y le da un cierre a las escenas en cuestión. Es un doble acierto, porque en las cuatro o cinco animaciones, que en un inicio posee cierta semejanza al segundo período de Renoir para concluir en motivos más cercanos a Klee, se puede constatar el esfuerzo de una psiquis por representar aquello que resiste a ser representado o que, si puede representarse, implica pena y angustia.

Uno de los personajes está interpretado por Dalma Maradona; sí, la hija del mismísimo Diego. Y la verdad es que está bien. Sin decir una línea de diálogo, sus expresiones, sus movimientos corporales y la naturalidad con la que se mueve ante la cámara, dan la idea de que efectivamente hay allí puede haber una actriz. ¿Qué habrá dicho el Diez de la película? La rabia no es el segundo gol a los ingleses en términos cinematográficos, pero sí es una gran jugada que termina en golazo.

2. Bashing, que también habrá de exhibirse en este Bafici, la película precedente de Kobayashi, ya delineaba algunos rasgos de este director relativamente joven. Se trataba de una película extraña, en donde una mujer japonesa por involucrarse con la guerra de Irak era sentenciada por la comunidad de su pueblo a un destierro infinito.

Inexplicablemente, ser voluntaria en esa guerra avergonzaba a la comunidad en su conjunto. La película era sobria y pausada, y cerraba con un suicidio sostenido por un fuera de campo más que justificado. En verdad, Bashing condensaba una eficiente exposición estructural de una mentalidad: la otredad japonesa, pero desprovista de todo firulete metafísico, que bien seduce al espectador de Occidente.

El renacimiento es parecida pero su apuesta es aun más radical. Un film de Lisandro Alonso o de Tsai Ming Liang, comparados con El renacimiento, son sitcoms minimalistas. Si tiene más de 10 líneas es mucho de decir. Es el tipo de films que fastidia al especialista de Ñ, y con él a todos los detractores del Bafici.

Un plano medio y fijo del rostro de una mujer es lo primero que se ve. Alguien pregunta y ella contesta. Información mínima pero relevante: su hija, una estudiante, ha matado a otro estudiante. Esa voz que interroga le pregunta si desea hablar con los padres. También le sugiere que a pesar de que ha cometido un crimen su hija es también una víctima. Japón es el asesino. Luego se ve al padre de la hija apuñalada. Son otras preguntas, aunque su desesperación muda es elocuente. Paso posterior: un fundido en negro y un nuevo contexto: de Tokio a Hokkaido.

Lo que viene después es una sucesión de tareas cotidianas en donde ambos personajes, casi irreconocibles, conviven sin saberlo en un espacio en común: un hostel. Ella es una de las cocineras del alojamiento. Él, vive allí, mientras que trabaja como operario metalúrgico. Así pasa una hora y media: ella preparando huevos fritos, limpiando papas, durmiendo, yendo a su casa, comprando alimentos. Él bañándose, leyendo (quizás a Dostovieski), poniéndose sus guantes para levantar el carbón en la fábrica que trabaja, almorzando. Es la exposición de una cotidianidad mecánica, de cuerpos solitarios absorbidos en tareas que suelen evitarse en el cine por su índole insignificante. Se supone que están vivos, pero sus cuerpos y sus acciones dicen otra cosa. O, en todo caso, es así cómo el Japón contemporáneo asesina difusamente a sus ciudadanos, en un imperceptible devenir nihilista en donde todos son víctimas.

Se ha insistido que El renacimiento es un film mudo. Es cierto que por un segmento de tiempo que dura casi la totalidad de la película no se pronuncia una palabra, ni siquiera aquellos personajes que funcionan como decorados. Pero a diferencia de cierta tradición del cine mudo, El renacimiento carece de títulos y música, ni diegética, ni extradiegética. Pensarla como un film mudo es un error categorial. En verdad, El renacimiento es un concierto de música mecánica de una hora y veinte, una obra musical que se podría titular “Diferencia y repetición”. Los sonidos más irrelevantes de la cotidianidad aquí adquieren un matiz sonoro, mientras que en el juego de repeticiones de ritos cotidianos se van introduciendo variaciones sonoras. A veces los planos son largos, y los encuadres son fijos. En otras ocasiones, la cámara se despega y asume una perspectiva activa. Es un juego extraordinario, aunque requiere de una paciencia y una práctica ocular y auditiva que rara vez se ejercita en el cine. En efecto, hay que ver y escuchar la dispersión en el plano; hay que aprender a lidiar con la impensada discontinuidad de los actos cotidianos, que no están necesariamente enlazados, a pesar de la persistencia de nuestra percepción que por instinto y costumbre trastoca lo discontinuo en su opuesto.

En el epílogo se retoma la palabra. Se explica, se explícita. En realidad es el único movimiento en falso (también lo es, para ser precisos, el tema musical que empieza con los créditos). Aunque el último plano (filosóficamente levinasiano y cinematográficamente Dardenniano) compense el error y trastoque la totalidad de este cerebral y calculado film en un instante de sublime clemencia.

3. Un lugar en el cine pretende explorar un fenómeno seminal de la historia del cine: la formación de un estilo radical y revolucionario, el neorrealismo, y también los derroteros del mismo, incluyendo derivaciones extrañas pero deudoras de aquel, como fue el cine de Pasolini. Las voces que guían la propuesta son, entre otras, las meditaciones de Víctor Érice y Theo Angelopoulos, dos cineastas distintos pero con un mismo enemigo. Llamémosle a este, lo audiovisual.

La distinción entre lo audiovisual y el cine es conceptualizada por el propio Érice durante la película. Allí en donde rodó El espíritu de la colmena, Érice concluye y fundamenta todo lo que hasta allí ha dicho bajo estas categorías antitéticas. Serge Daney tenía otro modo de expresar el mismo dilema: habría una diferencia cualitativa entre las imágenes y lo visual, entre lo que las imágenes hacen con nosotros, representar la alteridad del mundo, y aquello que comporta un estímulo nervioso sobre el sistema óptico, diluyendo la marca del otro por una circulación de algo que se comporta y parece como imagen pero funciona como otra cosa. Lo que se predica también en cómo miramos cine: el cine como fenómeno colectivo, o en su defecto, el cine devenido en consumo audiovisual, o cine privatizado.

La difusa propuesta política de Un lugar en el cine es, precisamente, establecer una resistencia, aunque Angelopoulos prefiere el término polémica, más cerca de su etimología griega, una guerra. En otras palabras: lo audiovisual va paulatinamente expandiéndose y alterando la misma ontología de la imagen.

El joven Morais, a quien conocí en el último festival de Hamburgo y es un tipo comprometido con su oficio, ha tomado un camino como cineasta. Y claro está que es la senda menos transitada. Pero no está solo, pues gente como Guerín y Mercedes Álvarez, cineastas más cercanos a su generación, sobre todo esta última, van por un mismo camino. Pero hay diferencias.

Por momentos, Morais parece dudar entre tomar una vía menos convencional del documental y radicalizar la puesta en escena, de tal modo que la entrevista como metodología de exposición quede relegada a la interacción de palabras y planos. A veces, los entrevistados parecen estar listos para interpretar sus propias vidas, y darle entonces la opción al propio realizador de explorar una estética, la neorrealista, desde un juego más cercano a la ficción que al documental canónico. Es allí en donde Morais toma vuelo y su película sin perder su propia singularidad se emparenta a El cielo gira, o incluso a El sol del membrillo. Hay atisbos, pruebas, pero puede haber también un poco de pudor, como si el propio Morais no se permitiera jugarse en materia formal, pues su posicionamiento ideológico como cineasta es ostensible. Hay también una dosis de solemnidad que le quita aire a los planos, siempre cuidados y elegidos con delicadeza y devoción. En esto, por ejemplo, se diferencia muchísimo de El cielo gira, de Álvarez.

Dan Fainaru, el influyente crítico israelí, me decía que Un lugar en el cine no intentaba discutir con su tiempo, y que el cine de hoy estaba mutando hacia otra cosa. Lo segundo es comprobable, lo primero es objetable. No hay dudas de que la primera objeción a la tesis del crítico es la edad de Morais: 31 años. En un momento, Morais hace un test: unos jóvenes estudiantes, probablemente de cine, son interrogados tras ver un film de Pasolini. Las respuestas son diversas, y da la impresión de que la dificultad no está en la inactualidad de ese cine, sino en su inhabitualidad. Si no lo entienden es porque no están acostumbrados a ver un cine en las antípodas de lo audiovisual.

Es una lástima que el documental no busque un tercer referente, por ejemplo, Kiarostami, más pertinente todavía tras el reciente intercambio de cartas entre Érice y el realizador de El sabor de la cereza. No obstante, Un lugar en el cine es una película que importa.

Imperfecta e insolente, tímida y perfeccionista, a veces dispersa pero con una tesis jamás traicionada, el film de Morais tiene algunos pasajes inolvidables, de esos que hacen de una película un lugar en nuestras vidas. Como ese último plano que cierra la película en el que se toca con el ojo el por qué el cine es una exploración visceral y observacional sobre el mundo. O como cuando Ninetto Dávoli recuerda los métodos de Pasolini y vuelve a recitar parte de un texto de una película, instante en donde hablar sobre la magia del cine queda despegada del kitsch y la condescendencia.

4. Diario de Sintra, una película de ensayo experimental sobre Glauber Rocha, y dirigida por Paula Gaitán, se inicia con un fundido en negro de dos minutos. Cuando la vi en otro festival el público no paraba de hablar, como si se tratase de un error. Luego se divisa un árbol con fotos diversas colgadas sobre sus ramas. Se ven libros que leía Rocha, material de archivo de él con su familia, paisajes diversos de Portugal registrados por el cineasta.

En la primera media hora, no hay ningún cartel indicador que oriente cómo hay que mirar. Más bien hay que mirar y en el acto de hacerlo se aprende a mirar y a escuchar una película que evidencia una noción formal que se desmarca del cine en general y del formato canónico actual de documental. A veces se escuchan declaraciones sueltas de Rocha, quien se declara orfeísta y no narcisista, y también  anarquista y no monárquico. En algún momento, Gaitán llega a una playa en la que Rocha solía jugar con sus hijos. Un primer plano de una foto de Rocha se la ve  hundida en la arena. Por varios minutos, se sostendrá ese plano, hasta que la corriente del mar se lleva la foto por un sendero trazado por el viento. Descripto pierde todo valor, pero es un instante orfeístico, pues quien ve descansa en lo que ve.

* FOTOS: 1) Fotograma de La Rabia; 2) fotograma de El renacimiento; 3) fotograma de Un lugar en el mundo; 4) fotograma de Diario de Sintra.

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